martes, agosto 05, 2014

Rebelión en la frontera. Andrés Reynaldo en el XX Aniversario de El Maleconazo




Rebelión en la frontera

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El Malecón es la frontera poética y política de La Habana con el norte. La rebelión de aquel 5 de agosto fue un acto de justicia poética contra una larga injusticia política.
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Por  Andrés Reynaldo
Miami
4 de abril 2014

El Maleconazo ha sido, hasta ahora, la mayor protesta ciudadana contra la dictadura castrista. Sofocada con brutal prontitud, dejó en los disidentes y en las elites el aterrador espectro de un levantamiento popular, espontáneo y acéfalo. El siempre probable desenlace sin diálogo ni dialogantes.

Por unas pocas horas, en la tarde del sábado 5 de agosto de 1994, se quebró el equilibrio entre una oposición que rechaza la violencia, una ciudadanía aletargada y envilecida por medio siglo de terror en la miseria, y unos gobernantes que consideran (a mi juicio, acertadamente) la pérdida del poder como una segura condena de prisión o muerte.

Al igual que la descomunal crisis provocada por el asilo de 10.800 personas en la Embajada de Perú, en 1980, el Maleconazo se resolvió en éxodo hacia Estados Unidos. En ambos casos, los presidentes demócratas Jimmy Carter y Bill Clinton, interesados respectivamente en el mejoramiento de las relaciones con Fidel Castro, decidieron absorber otra ola de exiliados. Ante todo, la estabilidad.

No hay peor escenario que una intervención en la Isla ante una debacle humanitaria o una guerra civil, con sus repercusiones regionales y en La Florida. Esta renuencia a inmiscuirse de manera radical en los asuntos de una nación enemiga equivale, por más de medio siglo, a un firme tratado de no agresión.

Mucho se ha especulado sobre el detonante de la protesta. Esa mañana también llegó a Miami "la bola" de que algunos barcos se acercarían al Malecón para recoger a quien lograra subir a bordo. La dificultad de la operación solo la hacía creíble a la gente desesperada en la Isla. Aunque no puede probarse que el rumor procedió de las autoridades castristas, lo cierto es que en ese momento a los exiliados les faltaban los medios, así como a los norteamericanos todavía el interés, para instrumentar semejantes maniobras.

Tampoco eran invenciones de Miami las constantes noticias sobre el creciente descontento en la Isla por las carestías del "Periodo Especial", sumadas al habitual período letal que es el castrismo. Los exiliados que visitaban la Isla regresaban conmovidos por el hambre, la corrupción y el deterioro de la moralidad y la convivencia. Fidel gobernaba, como nunca antes, en el limbo de las consignas y el oprobio de la precariedad.

De la truculenta picaresca de la supervivencia se infería la desgracia. Fue la época del robo y matanza de las fieras de los zoológicos, de la venta clandestina de pizzas de condones y pan con bisté de frazadas de piso, de los cerdos sin cuerdas vocales criados en las bañeras de los apartamentos, de las jineteras con doctorados en universidades soviéticas y de espeluznantes crímenes comunes y sacrificios de santería. En los arrecifes del Malecón amanecían los fetos triturados por el oleaje y el índice de muertes en los hospitales convertía en calvario la esperanza de cura.

Apenas tres semanas antes del Maleconazo, el hundimiento del remolcador 13 de Marzo había conmovido al mundo. Cuatro naves oficiales provocaron el naufragio del remolcador con 72 fugitivos a bordo el 13 de julio. Murieron 41, entre ellos 10 niños; el menor de cinco meses y el mayor de 12 años. No sería hasta la misma noche del 5 de agosto cuando Fidel elogiaría a los ejecutores de la masacre en un encuentro orquestado con periodistas oficiales.

"¿Qué vamos a hacer con esos trabajadores que no querían que les robaran su barco, que hicieron un esfuerzo verdaderamente patriótico, pudiéramos decir, para que no les robaran el barco?", dijo.

La Habana hervía en los rumores de otro Mariel. Las lanchas de Regla y Casablanca habían sido secuestradas el 26 de julio y el 3 y el 4 de agosto. Tras recoger en alta mar a los secuestradores y más de 100 ocasionales pasajeros que decidieron pedir asilo, los guardacostas norteamericanos devolvieron las embarcaciones a los guardafronteras cubanos. En espera de un providencial secuestro, se formaban largas filas de ansiosos habaneros, a veces con abultadas maletas, para hacer el breve cruce de la bahía. Los chistes aludían a una nueva línea Habana-Casablanca-Miami.

Se ha calculado en más de 20.000 la cifra de habaneros tomaron el Malecón y comenzaron a saquear el Hotel Deauville y algunas tiendas para turistas. Al menos hubo otro significativo foco en La Habana Vieja, en torno al Museo de la Ciudad. El historiador de la Ciudad de La Habana, Eusebio Leal, avisó que estaba dispuesto a morir con las armas en la mano frente a "la marginalidad y la canallada".

Miles de policías, porristas de los contingentes Blas Roca, miembros de los Comités de Defensa de la Revolución y agentes de la Seguridad del Estado y Tropas Especiales estuvieron a punto de ser rebasados por la inerme muchedumbre. En la unidad blindada de Managua los tanques pusieron sus motores en marcha. Tiempo después, con esa suerte de inocencia que da la impunidad absoluta, Raúl Castro dijo que por primera vez habían pensado en lanzar los tanques "contra el pueblo" (sic).

El Malecón es la frontera poética y política de La Habana con el norte. La rebelión de aquel 5 de agosto fue un corajudo acto de justicia poética contra una larga injusticia política. Puestos a sacar lecciones, hay una que viene a cuento en estos días de fraudulentas reconciliaciones, congresos del colaboracionismo y cambios del castrismo sin mercado al castrismo con mercado: cuando el pueblo sale a la calle el eco solo repite dos clamores: "¡Libertad!" y "¡Abajo Fidel!".
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