LA FÁBRICA DE MOÑAS
Por Esteban Fernández
31 de agosto de 2014
Hay un refrán que dice que: “Siempre el césped del vecino de enfrente nos luce más verde que el nuestro”. Pero si nos mudamos para la casa de enfrente entonces nos parece que metimos la pata y nos damos cuenta que el nuestro era mejor.
Yo creo que eso es verdad porque hace muchísimos años fui a las oficinas del RECE, allí me encontré con Tony J. Fernández, le conté que estaba sin trabajo y me dijo: “Chico, me enteré que están buscando empleados en una fábrica en City of Commerce”. Fui para allá, me dieron la colocación y me quedé durante varios años laborando en la compañía de moñas de regalos (“ribbons”) llamada William Wright.
No me gustaba el trabajo, era una labor tediosa y no ganaba mucho. Me pasaba el día, los meses y los años empacando los lazos dentro de diferentes medidas de cajas, les ponía unos cuños con las direcciones a donde iban, y después todas las tardes venía un chofer de la UPS llamado Félix quien se las llevaba en su camión carmelita.
No trabajaba duro ni suave pero era extremadamente aburrido lo que hacía y estaba hasta la coronilla de esa rutina. Creo que lo único bueno fue que logré que entraran a laborar varios compatriotas llamados Víctor Enrique Pérez, Germán Junco y mi amigo güinero Dagoberto de la Torre. Y eso hacía que los “descansos” fueran más amenos hablando con ellos. Pero cada día iba detestando más el empleo y a un inglés llamado Dave Dobson que estaba al frente de la empresa.
Bueno, pero ustedes saben que con los trabajos pasa igual que con los cónyuges que aunque nos vaya muy mal muchas veces nos quedamos ahí hasta que encontramos otra opción mejor. Desde luego, quede claro, que en ambas cosas no siempre la otra alternativa resulta ser buena.
La otra oportunidad me llegó sin buscarla: fui a una farmacia recién inaugurada llamada “Medico” y desde que entré al negocio quedé encantado. Todo bonito, todo limpio, todo nuevo. La muchacha que me atendió además de bella era encantadora. Y para más beneplácito era cubana.
Sinceramente no recuerdo bien qué me gustó más: la empleada o el empleo. Pero sin pensarlo dos veces le pregunté: “Chica ¿no están aceptando aplicaciones para trabajar aquí?” Y muy risueña me dijo: “Claro que sí, necesitamos mucha gente y mucha ayuda, llena este papel con tus datos y yo se lo entrego al encargado de la botica”… Increíblemente al llegar a la casa, inmediatamente y para mi sorpresa, estaba sonando el timbre del teléfono. Era la cubanita llamándome y diciéndome: “Me dijeron que te presentes pasado mañana sábado para comenzar a trabajar”… Y yo di brincos de alegría. Me parecía como que había ligado un parlé: una preciosidad y un magnífico empleo.
Al día siguiente que era viernes toqué en la puerta de la oficina de Mr. Dobson quien me mandó amablemente a pasar, me senté delante de su escritorio y prácticamente barrí el piso con él. Le dije cuanta barbaridad se me ocurrió, le manifesté con vehemencia que la compañía y el trabajo que yo realizaba eran una basura y, desde luego, que el gran culpable de todo el desastre que ocurría allí era él.
Lo cierto es que cuando se habla de la flema inglesa en una revista o libro debían poner la foto de Dave Dobson. Ni por un segundo se inmutó ni perdió la tabla, todo el tiempo se mantuvo ecuánime y se pasaba la mano por su barba roja mientras me escuchaba atentamente sin apenas parpadear ni chistar.
Cuando yo me levanté él se levantó también, no me rebatió ni una sola palabra, simplemente me extendió la mano y estrechó la mía mientras a modo de despedida y siempre de buen talante me dijo simplemente dos palabras: “Good luck,”
El sábado llegué al “Medico Drugstore” y lo primero que hice fue preguntar por la muchacha que me había gustado y me dijeron que ya había abandonado el trabajo, y ese día me hicieron trabajar como un caballo bajando unas enormes cajas de 20 diferentes camiones, no me dieron ni la media hora para almorzar, trabajé “de campana a campana” con tremenda hambre, y cuando llegó la esperada hora de irme el encargado me dio un cubo de agua y un mapo y me indicó las tres oficinas que debía mapear. Llegué a mi hogar muerto de cansancio, me tiré en la cama pero no podía dormir pensando.
El domingo me lo pasé con el barrenillo en la cabeza sin saber qué hacer. El lunes, muy asustado y apesadumbrado, me monté en mi carro y me fui para la William Wright. Al entrar recibí la gran alegría de ver que todavía en la entrada permanecía la tarjeta con mi nombre y la ponché.
El corazón que se me quería salir del pecho, se me caía la cara de vergüenza, y con mucha pena me fui a la línea y comencé a meter los “ribbons” dentro de las cajas. Los cubanos se me acercaron contentos y me decían: “¡Coño, nosotros creíamos que te habías ido de la compañía!” Y sólo atiné a decirles: “Ustedes están locos ¿Quién les dijo eso? Dagoberto me respondió burlón: “¡Tú mismo me dijiste eso!”
Yo pensaba que el inglés me sacaría a cajas destempladas de la factoría pero simplemente me pasó por el lado, se sonrío y me dijo: “Good morning Stevan” como si nada hubiera pasado.
Y este cuento tiene un final todavía más sorpresivo y feliz porque a la hora de retirarme, 35 años después de definitivamente haber abandonado esa compañía e irme a trabajar para la “A.T&T.” (esa vez sin despedirme y sin decir una sola palabra) me llegó una carta del Seguro Social diciéndome que recibiría una pensión de 548 dólares mensuales por vida de la William Wright Co.
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