Nicolás Águila: Nuestra mala suerte
23 de mayo de 2015
Entre las causas que hicieron caer a Cuba en la trampa totalitaria del comunismo suelen enumerarse —y sobrevalorarse— las lacras republicanas. Se citan y se sobredimensionan la corrupción administrativa, el clientelismo político y el populismo; pero, sobre todo, se pone el énfasis en el caudillismo y la cultura autoritaria, como males que propiciaron un estado crónico de violencia política conducente a la revolución de 1959.
Según ese diagnóstico, basado en el fatalismo historicista y formulado en los duros términos de la teratología, las malformaciones congénitas de la República se agudizaron en grado tal que provocaron en poco más de medio siglo la monstruosidad de la tiranía castrista. Aquella ley física de que cada acción provoca una reacción igual en sentido opuesto quedaría desmentida por exceso en un país donde a cada mazazo se respondía con otro más contundente en dirección al caos.
De modo que el trauma del 1º de enero de 1959 se produciría a consecuencia del golpe del 10 de marzo de 1952 (la asonada militar batistiana supuestamente dirigida contra la inestabilidad imperante bajo el Gobierno de Carlos Prío y con antecedentes reconocibles en el movimiento cívico-militar del 4 de septiembre de 1933). La Revolución del 33, asimismo, puede ser considerada como punto culminante del espíritu insurreccional mambí que animó los frecuentes alzamientos ocurridos durante las tres primeras décadas del siglo XX cubano. Y éstos, a su vez, estallaron como ecos difusos de los gritos de independencia de la segunda mitad del siglo XIX.
Para los que se han ocupado del tema, la violencia generadora de más violencia y el machete mambí nunca del todo envainado, sumado al comodín del "vale todo" republicano, congregaron las fuerzas tenebrosas que llevaron por mal camino a una nación joven y sin un sentido claro de su destino. Una tesis sin duda atractiva, incluso no pocas veces expuesta con argumentación convincente, pero en último análisis simplificadora y reduccionista. O sea, válida solamente para el caso cubano y por tanto discutible. En México y Colombia, por citar solo dos ejemplos cercanos, se han constatado a lo largo de su vida independiente, y en mucha mayor escala, los mismos males históricamente observados en Cuba, mas no por ello esos dos países han caído bajo el horror de un régimen comunista.
Sin descartar la tradición de violencia en la sociedad cubana como un factor causal de peso, aunque no decisivo, queda entonces la posibilidad de atribuir el desastre cubano principalmente a la aparición en la escena política de una figura con el carisma, la habilidad y la falta de escrúpulos indispensables para montar un régimen unipersonal y absolutista. Sin embargo, el papel indudable de una personalidad poderosa que se encarama olímpicamente en la historia y exacerba con fines personales bien ocultos las llamadas condiciones subjetivas —en un país donde a la sazón no estaban dadas, como ahora mismo lo están, las condiciones objetivas para un estallido social— podrá ser condición necesaria pero no suficiente para entender el triunfo de la revolución castrista. Y mucho menos aún, su consolidación y permanencia en el poder.
Mi interpretación personal es que la historia nos ha jugado una mala pasada a los cubanos. Si la insurrección de los barbudos prácticamente no contaba al inicio con posibilidades militares de triunfo, la increíble inoperancia de un ejército profesional a la desbandada vino a ponerle a Fidel Castro la victoria en bandeja. Una vez derrocada la dictadura de Batista, la rueda de la fortuna se le mostró más que favorable a Castro. El nuevo dictador llegó y se aferró al poder ingeniándoselas para aplastar a la oposición, silenciar la prensa libre y someter a todo el mundo con el apoyo inicial de vastos sectores de un pueblo manipulado, incluyendo a las clases medias y altas.
La vacilación de Estados Unidos hizo el resto. Primero el fiasco de Bahía de Cochinos y, después, el sacrificio de la Isla en un gambito de la Guerra Fría, a raíz de la Crisis de los Misiles en 1962, le permitieron a Castro completar el diseño totalitario, colocándose en el mismo epicentro del conflicto Este-Oeste. Tan claro como inconcebible que en ese proceso nada ni nadie le cerrara el paso o lo quitara de en medio.
La explicación más plausible del desastre cubano, por elemental que parezca, es que como pueblo hemos tenido muy mala suerte, si como tal entendemos una combinación accidental y fortuita de circunstancias adversas y sucesos aciagos. Igual que al desdichado de la telenovela le ocurre una desgracia tras otra sin acabar de entender el porqué de su destino, al pueblo cubano le aguaron la fiesta inexplicablemente y cuando abrió los ojos ya nada pudo detener la espiral de horrores.
Tan mala ha sido nuestra suerte que no se explica por la tradición de violencia y demás males de la tan denostada República. Ni tampoco por las truculencias de un tirano astuto e inescrupuloso. O ni siquiera por todo eso junto. Es esa mala suerte cubana, tan trágica como absurda, que en el habla popular recibe el nombre de salación.
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