En el funeral de Castro, mientras más alto en la cúspide totalitaria, menos lágrimas
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Fidel, que esta es tu Revolución. La espantosa tumba de la patria. Llegaste como Aquiles y te vas como el chupacabras. Una completa obra en negro. El campo estéril. Las ciudades en ruinas. Las niñas soñando con los dólares de los pedófilos de toda Europa
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Por Andrés Reynaldo
Diciembre 1 de 2016
Pues bien, Fidel, ahora sí te has muerto.
Ya era tiempo. Bajo un estado de inconfesada ley marcial, Raúl ha impuesto el duelo. Si alguien te lloró cuando dieron la noticia en la noche del viernes, al menos yo no lo vi.
Hubo que esperar a que el circo de la despedida oficial abriera el lunes sus decrépitas cortinas. Un policía a la puerta de cada opositor. A cada metro de la compulsoria fila para honrarte en la foto juvenil, de pose heroica, que te retrata tal como no fuiste. Como no tenías madera para ser.
Te digo que me esperaba otra cosa, por mucho que haya deseado tu muerte. Pero a la mañana del jueves, cuando escribo bajo la fuerte tentación de descorchar otro champán, el espectáculo mantenía su fraudulento tono, su grasienta atmósfera balcánica. Bueno, eso fue lo que hiciste de Cuba: una siniestra aldea de montaña. Prohibida la memoria, la duda, la diferencia. Contigo nos quedamos búlgaros.
El mar, la noche y el norte como únicos referentes de libertad. De aquella Cuba, próspera, alegre, bien
vestida y bien comida, ¿qué hiciste Fidel? ¿Por qué? ¿Qué tenías, Fidel, contra aquella Cuba mediterránea, cosmopolita, frenética de creatividad?
Una y otra vez me he preguntado por qué aquella Cuba no pudo detenerte. ¿Cuáles fueron sus taras? ¿Cuáles sus pecados? Sí, podemos hablar de la mesiánica, violenta y excluyente tradición revolucionaria. De la fraccionada, antimoderna y acomplejada herencia iberoamericana. De Batista, si te conviene, hablamos. De la ligereza de un tropical pueblo joven que por detrás de cada esfuerzo sublime, de cada aspiración normativa, de cada hallazgo de la razón, de cada exigencia de la forma y la profundidad sostiene su insidioso coro en sordina: ¡Echale salsitaaaa!!!
Cierto, el Caribe tiene que ver. La esclavitud, Estados Unidos, nuestra endeble fibra intelectual… El azúcar y Martí tienen que ver. Sin embargo, no te adueñaste del país porque estaba podrido en sus defectos sino porque estaba confiado en sus virtudes.
Nos engañaste, Fidel, y de qué manera. Engañas todavía muerto. Por arte de terror. Mientras la caravana de tus cenizas (¡no sabemos ni siquiera que sean tus cenizas!) va cobrando a lo largo de la
isla su tributo en abyección y estupidez. El llanto en proporción a la escala social. Los de abajo han de llorar más que los de arriba. En la cúspide de la cadena totalitaria, acaso un par de lágrimas. Raúl hasta se permite un chiste al final del soporífero acto con los dignatarios extranjeros en la Plaza de la Revolución: “Para tranquilidad de todos, yo soy el último orador”.
(Montaje fotográfico)
El teatro de las lloronas no pretende hacernos creer que la gente te amaba. A simple vista, nadie se lo cree. Nadie nunca se lo ha creído. Ahí lo que se busca es advertirle al cubano, con inequívoco rigor, que aún tienes el poder de obligarlo a llorar. Así como ayer lo obligabas a aplaudir.
De modo, Fidel, que esta es tu Revolución. La espantosa tumba de la patria. Llegaste como Aquiles y te vas como el chupacabras. Una completa obra en negro. El campo estéril. Las ciudades en ruinas. Las niñas soñando con los dólares de los pedófilos de toda Europa. En fin, el Hombre Nuevo, con una mentalidad de esclavo viejo.
Trátese de la siembra del café, el tejido urbanístico, las artes y las letras, los policlínicos o los ferrocarriles, en todo lo que has tocado dejas una marca de estiércol. Hambre. Dolor. Mal gusto. El radical mal gusto que acompaña al mal radical.
¿Cómo quieres, Fidel, que no celebre tu muerte?
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