EL VENDEDOR DE BIBLIAS.
Por Esteban Fernández
25 de enero de 2019
No me siento muy orgulloso de esta historia, pero se las cuento de todas maneras. Comienzo por decirles que yo soy muy malo y que reacciono extremadamente pesado cuando alguien me atosiga y me trata de confundir y envolver.
¿Como llegó este tipo a la sala de mi apartamento en la calle Victory? No tengo la menor idea porque yo no soy muy prodigo permitiéndole la entrada a los desconocidos.
La cuestión fue que el hombre me sacó de una enorme cartera una bella Biblia. Le llevó como 15 minutos para expresarme que su intención era vendérmela. Y casi una hora para darme el exorbitante precio que por ella quería.
Él era parte de un gran grupo de hombres y mujeres repartidos por todo el barrio vendiendo las Biblias.
Para acomplejarme no se refería a ellas como Biblias, sino que estaba vendiéndome “La Palabra del Señor”.
Eso sólo fue el principio de una barraje de palabras en una verborrea perspicaz intentando atolondrarme. No sabía que eso para mí es peor que mentarme la madre.
Yo me sonreía y respondía con simples monosílabos hasta que al fin llegó el esperado momento de que me dijera que “La sagrada Palabra de Dios” me costaría cerca de 300 dólares. Ahí me levanté de
mi asiento y le dije cuatro palabras: “¡Campeón, no estoy interesado!”
Yo suponía que eso era todo, que ahí se iría con sus Biblias a buscar otras víctimas, pero de eso nada, no se inmutó, mi negativa sólo logró que intensificara su campaña convencedora.
Y ahí comenzó a dar unos pasos en falso tratando de hacerme sentir mal y de rebajarme. Preguntas personales como: “¿Cuánto tú ganas mensualmente?” “¿Tú no tienes hijos y nietos que les sería de mucho valor que les dejaras de herencia esta valiosa Biblia?” “¿Cómo es posible que viviendo tantos años en este país tú no tenga dinero para hacer esta sagrada compra?” “¿Tú no crees en Dios, tú no quieres que tus familiares más cercanos crean en Jesucristo?”
Y yo me seguía sonriendo a pesar de ante cada insolente pregunta yo iba encambronándome más y más. Solo le repetía: “No, no estoy interesado” y él ignoraba mis negativas y seguía insistiendo.
De pronto le dije: “Espérate un segundo que voy al cuarto a buscar la libreta de cheques”. Regresé con mi pistola Browning 9 milímetros en mis manos, sabiendo perfectamente que estaba rompiendo una regla que todo portador de armas debe cumplir: solo sacar a relucir la pistola cuando su vida está en grave peligro.
Simplemente le dije: “Te callas y te vas o te mato”. Metió su Biblia en su maletín y se fue como bola por tronera sin despedirse.
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