martes, diciembre 31, 2019

Memorias del Año Nuevo. Vicente Echerri: 'La celebración lleva consigo la idea de un renacer, de puertas que se abren y de oportunidades que se repiten; pero, al mismo tiempo, es una invitación a reflexionar y a recordar.'



Memorias del Año Nuevo

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'La celebración lleva consigo la idea de un renacer, de puertas que se abren y de oportunidades que se repiten; pero, al mismo tiempo, es una invitación a reflexionar y a recordar.'
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Por Vicente Echerri
Nueva York
30 Dic 2019

El comienzo de un nuevo año, por convencional que parezca, es siempre un acontecimiento memorable. La celebración del Año Nuevo lleva consigo la idea de un renacer, de puertas que se abren y de oportunidades que se repiten; pero, al mismo tiempo, es una invitación, bastante perentoria a veces, a reflexionar y a recordar.

Personalmente, tengo muchos recuerdos asociados a la llegada de un nuevo año, si bien no siempre puedo precisar el año que esos recuerdos inauguran. El más antiguo es el de unas mujeres hermosas y elegantes que se preparan para salir a despedir la Noche Vieja. Han llegado a casa, no sé de donde, y se retocan, entre risas y algarabías, en el espejo de mi madre, que ya para entonces ha renunciado al mundo y a sus fiestas. Yo miro a estas mujeres desde mi estatura de niño muy pequeño y me parecen gigantescas. Llevan amplios escotes y peinados altos. Una de ellas es pelirroja. Un rato después se han marchado y la casa vuelve a estar en silencio; un silencio que me hace echar de menos la alegría que la ha animado un momento antes y que ahora sigue animando otra dimensión a la que no tengo acceso.

Casi tres décadas después, palpo el mismo contraste. Ha comenzado el Año Nuevo y estoy solo en el estudio en que vivo en París. He rehusado todas las invitaciones que me han hecho y he optado por esperar el año conmigo mismo, inmerso en mis recuerdos; pero el bullicio del mundo se deja oír afuera  y otra vez soy el niño que quiere seguir a aquellas extrañas mujeres a la fiesta. De momento, mi pesar de exiliado cede lugar a la curiosidad y me encamino hasta el Arco del Triunfo de la Estrella, que me queda a unas dos cuadras y que, en ese momento, es el punto donde se concentra el estruendo y el júbilo.

Todos se besan. Damas envueltas en visones y armiños salen de limusinas para abrazar efusivamente a los mendigos. Por los Campos Elíseos hay un mar de bengalas que se extiende hasta la Plaza de la Concordia. Me pierdo entre la multitud de celebrantes al tiempo que recuerdo los versos de Andrés Eloy Blanco "...esta noche se nos muere un año/ zambombas, serenatas, gritos...¡ay, como gritan!" y a mi madre recitándomelos junto a la luz mágica del árbol de Navidad mientras suenan las doce campanadas que anuncian la llegada de otro Año Nuevo.

Pero la fiesta puede ser menos anónima, aunque de numerosos invitados, más de cien, que llenan una de esas casonas coloniales de Trinidad de Cuba, en la que  es posible que esa familia nunca más —por luto, privaciones y persecuciones— dé  una fiesta como esta. Aunque han pasado unos seis años del ascenso de Castro al poder, todavía en la fiesta de estos amigos se come y se bebe como en los buenos tiempos. Se baila en algunos salones y se conversa en otros. Las bandejas siguen a los invitados a algunos de los amplios dormitorios donde se han improvisado diferentes tertulias. Me entusiasma esta frívola diversidad por la que transito, adolescente con la copa en la mano, cuando un apagón súbito, al que responde un enardecido vocerío, anuncia el Año Nuevo.

Ahora, desde mi asiento, miro bailar a las parejas, esta vez en el ambiente menos espacioso de otra casa en la madrugada de otro Año Nuevo. Algunos de mis amigos y amigas me sonríen desde el baile, ¡parecen tan felices!, y algo semejante a la ternura me humedece los ojos mientras  los veo moverse al compás de la música, que,  en la memoria, es un vals, o una rumba —que los invitados siguen haciendo un ruedo— en una terraza cerca del mar de Cuba,  o es  la "Sonata de la despedida" que toca una orquesta en un hotel victoriano frente al paisaje nevado de  Catsckill, o en un rutilante  cabaret de Manhattan junto al East River; o es el canto grave de un coro religioso en el Watch Night Service, que oigo casi al unísono en Nueva York y en La Habana.

Pero el amanecer del Año Nuevo es menos diverso. A todos los otros recuerdos se sobreimpone implacable el de aquella primera mañana de 1959 en la que el pueblo de Cuba estrenó una esperanza que nunca compartí: la voz de mis mayores que me sacan del sueño y de la infancia para entrar en una pesadilla que aún perdura.