William Navarrete entrevista a Mina Novick, una cubanoamericana de origen judío que acumula un siglo de vida: “A pesar de que mis orígenes son otros, nunca me he sentido otra cosa que cubana”
Tomado de https://www.cubanet.org/
“A pesar de que mis orígenes son otros, nunca me he sentido otra cosa que cubana”
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El escritor William Navarrete entrevista a Mina Novick, una cubanoamericana de origen judío que acumula un siglo de vida
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Por William Navarrete
1 de febrero, 2024
MIAMI, Estados Unidos. – Conocí a Mina Novick una tarde dominical de enero de este año en su propio apartamento de Sunny Isles y gracias Julia Velázquez, quien la acompaña y quien primero me habló de ella. A Mina, en la Cuba de otros tiempos, la hubiéramos llamado “Doña Mina”, pues acaba de cumplir 100 años y, dato excepcional, goza de excelente salud y memoria, y es completamente autónoma.
Durante mi visita, en la que me acompañaba también mi madre, empezaron a desfilar vecinos, casi todos rondando como ella el siglo de vida, con quienes comparte el mismo edificio desde hace décadas. Uno vino a traerle, como cada día, El Nuevo Herald, otro a conversar y una tercera a saludarla. De modo que, un poco en broma, un poco en serio, le pregunté qué le echaban al agua de aquel edificio de Sunny Isles para que llegaran todos a tan avanzadas edades y en tan buen estado físico y mental.
Pero también la dulzura, el trato afable, la amabilidad y suavidad de gestos, así como su perfecta dicción en español, hacen de Mina un ser excepcional. No ha perdido tampoco, a pesar de más de seis décadas de exilio, su amor por Cuba, la tierra que acogió a sus padres cuando emigraron desde Austria después de la Primera Guerra Mundial.
En el transcurso de mi primera visita fue que me di cuenta de que valía la pena entrevistarla. Y regresé, una semana después, para hacerlo. Siempre digo que no hay persona de origen judío sin una historia interesante detrás, a pesar de que casi siempre esta tenga relación con éxodos, persecuciones, obstáculos y vidas truncas y recomenzadas, casi siempre con el éxito que impone la propia incertidumbre y los avatares de la Historia. La vida de Mina confirma mi idea y es mejor que sea ella quien nos la cuente.
―Empezaremos, como con todos mis entrevistados, por sus orígenes y la manera en que Cuba apareció en sus vidas.
―Mi padre, Samuel Weber, era un judío askenazí, nacido en Chorostkow, un pueblo que perteneció al Imperio Austro-Húngaro, pero que tras su disolución en 1918 comenzó a formar parte de Polonia y, finalmente, fue ocupado por el Ejército Rojo en 1939 y anexado por la Unión Soviética. Hoy es parte de Ucrania. Su madre, Hashe Weisbrot, nació en otro pueblo de ese mismo Imperio que corrió con suerte similar y tuvo, además de a mi padre, a dos hijos más: Moisés y Julius.
Sarah Weister, mi madre, venía también de un pueblo austríaco; su madre falleció cuando ella tenía 15 años. Su padre, Abraham, era sastre en ese pueblo. A mi madre la enviaron en una caravana con otros paisanos a Siberia pero el gobierno estadounidense se enteró de aquel traslado forzoso y protestó, de modo que los devolvieron. La historia que contaban es que, al regreso, encontraron que el pueblo había sido destruido y es la razón por la que fueron acogidos en el de mi padre. De modo que así fue como se conocieron
Mis padres se casaron en Polonia, y como deseaban emigrar a Estados Unidos, donde ya teníamos familiares, se enteraron de que Washington no estaba autorizando la entrada de emigrantes judíos a su territorio. A mi padre le comunicaron que el Gobierno de “una isla llamada Cuba” estaba dando visas. Dada la proximidad geográfica hizo las gestiones pertinentes y obtuvieron la famosa visa. Viajaron entonces en barco de Polonia a Francia y, desde ese país, en un trasatlántico a La Habana, ciudad a la que llegaron en 1920. Inmediatamente se sintieron a gusto, y tanto que, cuando les avisaron de que ya podían emigrar a Estados Unidos mi padre dijo que su país era Cuba y que ellos estaban muy bien allí. Por eso nací en Candelaria, pueblo de la provincia de Pinar del Río, en 1923.
―¿Por qué Candelaria? ¿Qué recuerdos tiene de ese pueblo? ¿Cursó allí su primera escolaridad?
―Candelaria era un pueblo pequeño fundado a principios del siglo XIX y cuya economía se basaba fundamentalmente en los cultivos de tabaco y café. Había dos familias conocidas, los Amador y los Llera. También dos familias judías, los Goldenberg y los Waxman. Yo sospecho que fue por estas que mis padres se instalaron allí. La atracción turística fundamental era el salto de Soroa, cascada que se encontraba en el territorio de la municipalidad.
En ese pueblo mi padre puso una tienda de ropa. Recuerdo que el único hotel y restaurante se llamaba Núñez. La escuela primaria, hasta el quinto grado, la hice en una academia privada cuyo dueño y maestro era Pepe Lavandera, un maestro cuya buena reputación era conocida en toda la región.
―¿Y luego?
―En 1933 la situación económica con la crisis del final del gobierno de Gerardo Machado no era buena. Para colmos, y tal vez por eso, robaron en la tienda de mi padre, instalada en un edificio que alquilaba a José y Benigno, dos españoles. Con lo del robo, mi madre se puso muy nerviosa y no quiso seguir viviendo allí. Así que, cuando yo cumplí los 12 años, decidieron mudarse para Marianao, en La Habana, pues alguien le dijo a mi padre que estaban vendiendo una tienda en ese barrio. Y eso, a pesar de que la policía había logrado arrestar a los ladrones de la tienda en el momento en que intentaban vender en una casa de empeño parte de la mercancía que habían robado.
Una vez en Marianao, me matricularon en el Instituto de Segunda Enseñanza, del que siempre recordaré con admiración a la Dra. Torres, mi maestra de Matemáticas. Vivimos allí hasta 1937, de modo que pude terminar el bachillerato en este lugar.
―¿Tenían relaciones con la comunidad judía? ¿Practicaban la religión hebrea?
―En Candelaria no había sinagoga. La única que cumplía con ciertas reglas, como no trabajar los sábados, era mi madre. Ella me contaba historias de Europa, pero mi padre se mantenía alejado de la religión y su calendario litúrgico, tal vez un poco escéptico, porque para él los sufrimientos por los que había pasado el pueblo judío y los atropellos durante la Segunda Guerra Mundial hicieron que se desencantara con todo eso.
Después de Marianao, en 1938, cuando nos mudamos para La Habana Vieja, exactamente para la calle Picota, pudimos comenzar a frecuentar la sinagoga de esa misma calle. Además, en ese barrio, a lo largo de toda la calle Muralla, había gran cantidad de comerciantes judíos, la mayor parte dueños de comercios mayoristas. Luego vivimos en la calle Sol, después en Bernaza, y por último en Sol.
―¿Fue a la Universidad?
―Cuando terminé el bachillerato quise estudiar Ciencias Comerciales, pero como los cursos eran nocturnos mi madre no quiso. Eso sí, después del bachillerato me regalaron un viaje a Nueva York, en donde pude conocer a uno de mis tíos y a su familia, pues vivían en el Bronx. Cuando ellos me preguntaron si me interesaba quedarme a vivir allí les respondí que en donde me gustaba vivir era en Cuba. ¡Quién me iba a decir que dos décadas después el cambio fuera tan radical y nuestros deseos otros!
Entonces comenzó la Segunda Guerra Mundial y llegaron a La Habana muchos diamanteros judíos provenientes de Bélgica y Holanda, y abrieron fábricas en la capital cubana. En una de estas, sita en la calle Almendares, empecé a trabajar. Cuando la guerra terminó muchos volvieron a Europa y como me había quedado sin trabajo una amiga me recomendó para que me aceptaran en las oficinas de los laboratorios de la Kodak, que se hallaban en la calle Águila, casi en frente de los grandes almacenes de lujo Fin de Siglo.
Mi padre trabajaba ya en esa época como viajante, recorriendo diferentes pueblos de provincias, a donde llevaba mercancías para vender cuantas novedades llegaban a La Habana.
―Vivieron la época que siguió al golpe de Batista. ¿Hablaban en su casa de los temas políticos que acaparaban la atención entonces?
―Nosotros nunca tuvimos problemas con Fulgencio Batista porque en realidad nunca nos hizo ningún daño. Por otro lado, el 15 de diciembre de 1951, me casé en el Centro Israelita de la calle Ejido con mi esposo Aron Novick, quien descendía de judíos rusos y tenía un almacén de telas en la calle Compostela, entre Muralla y Teniente Rey. Acto seguido, nos mudamos para la calle Estrada Palma y La Sola, en Santos Suárez, a un edificio completamente nuevo que estrenábamos como inquilinos. Allí nacieron nuestras dos primeras hijas, como cubanas: Ena y Marcia. La vida seguía su rumbo, Cuba era un país próspero en donde se vivía bien y se podía, incluso sin ser propietario de la vivienda, cubrir todas las necesidades gracias al trabajo.
―¿Tras el triunfo de la Revolución de 1959, en qué momento se dan cuenta de que deben abandonar el país?
―Yo no creía que los cambios iban a ser tan radicales, pero Aron se dio cuenta enseguida de que aquello era comunismo. Decretaron una ley en que obligaron a los propietarios a bajar los alquileres de la mitad, con lo cual él, que estaba informado de la manera de proceder de los comunistas, me dijo: “Mina, esto es comunismo. Si los hubieran bajado un 5 o 10 % no, pero de la mitad, y aun cuando estemos del lado de los beneficiados, te puedo garantizar que esto es cosa de comunistas”.
Así fue como presentamos la salida del país, algo que no pudo suceder hasta el 13 de junio de 1961.
―¿Tiene algún recuerdo en particular de ese momento?
―¡Por supuesto! Lo primero fue que tuvimos que hacer todos los preparativos en silencio, para no llamar la atención. Nosotros nos íbamos con las dos niñas, pero mis padres se quedaban. Ellos vinieron a despedirnos en el aeropuerto de Rancho Boyeros. Cuando pasamos el control, un funcionario nos dijo que no podíamos viajar con joyas, ni siquiera las alianzas matrimoniales. Nosotros habíamos pretextado que íbamos a Miami para llevar a nuestra hija de ocho años a ver a un médico. Fue entonces que, al constatar que del otro lado del cristal que cubría la mitad del puntal y servía para separar a los que se iban de quienes venían a despedirlos, aún se encontraban mis padres, el funcionario de turno nos dijo: “Bueno, si piensan regresar entonces no tendrán inconvenientes en dejar las prendas con la familia”, e indicó hacia el otro lado de “la pecera”, que es como llamaban al cristal. Entonces reuní todas nuestras prendas en una especie de pañuelo que me sirvió de talego y por encima del panel transparente las lancé para que mis padres pudieran recogerlas y salvarlas de las garras de aquella gente.
Lo peor de las cosas que ocurrieron y siguen ocurriendo en Cuba es que se cuentan con normalidad, pero nada de aquello lo fue y sigue sin serlo.
―Miami se convirtió en su segunda casa hasta el día de hoy, 62 años después…
―En efecto. Mis padres quedaron atrás, pero pudieron reunirse con nosotros, primero mi madre seis meses después y uno más tarde, en enero de 1962, mi padre. Aquí adquirimos el estatus de refugiados políticos cubanos.
Al principio, mi esposo trabajó como vendedor ambulante, pero viajó a Nueva York y consiguió un crédito para abrir en Miami un local de telas en North Miami Avenue. Cuando las señoras cubanas se enteraron de que un “polaco” ―como llamaban a los judíos en Cuba― había abierto una tienda, venían todas a comprarle cintas, adornos, telas, hombreras, etc. Así fue cómo el negocio fue prosperando y la Novick’s Fabric mantuvo sus puertas abiertas hasta que Aron se retiró en 1997. Un negocio en el que yo solía ayudar cuando él se iba de compras a Nueva York.
Pero mi esposo, al principio, no quería hacerse ciudadano porque creía que el castrismo no duraría mucho y que regresaríamos a La Habana. Por otro lado, Beatriz “Bebe”, la menor de nuestras hijas, había nacido ya en Miami. Fue mi hija mayor quien, al ver el tiempo pasar y a sabiendas de que sin la ciudadanía estadounidense no podríamos integrarnos plenamente a la vida norteamericana, lo convenció para que nos hiciéramos ciudadanos.
Así nos fuimos quedando en Miami. Primero vivimos en Meridian (South Beach), luego en la 16 (cerca de Lincoln Road Mall), también en Euclid y, por último, en la 13 Terrace (una calle que ya no existe) y la West Avenue, a orillas de la bahía. Asistíamos todos los sábados al Círculo Hebreo Cubano, de la calle Michigan, en donde reanudamos contactos con las familias judías exiliadas cubanas. Y, por supuesto, en casa nunca faltaron las comidas de la Isla y, entre mis preferidas, el arroz con pollo y los plátanos maduros fritos.
―¿Nunca pensó en volver a Cuba, aunque fuera de visita?
―Ganas no me han faltado, pero Aron en eso estuvo siempre claro pues era consciente de que viajando a Cuba todo el dinero que allí gastáramos iba a terminar en las arcas de la dictadura. De mis hijas, la del medio, que nació en Cuba y vino para Miami con nosotros a la edad de cuatro años, quiso ir. Estuvo en la casa en donde nació en Santos Suárez, y la familia que vive allí la dejó pasar muy amablemente. A su regreso me contó que pudo reconocer el cuarto que compartía con su hermana mayor. A mis hijas, aunque casadas todas con norteamericanos, las obligué a aprender español y lo hablan perfectamente. Pues a pesar de que mis orígenes genéticos son otros yo nunca me he sentido otra cosa que cubana.
―¿Cuál es su secreto para haber llegado tan bien al siglo de vida?
―El principal es no guardar nunca rencores que nos envenenen la vida. Creo en Dios y le rezo cada noche, primero para agradecerle por todo lo que me da cada día y, luego, para pedirle salud para todos los que quiero y me rodean. Aron falleció en 2005 sin cumplir su sueño de volver a Cuba. Mi padre en 1976, aquí en Miami, y mi madre también, 20 años después, sin poder volver tampoco.
Yo también me iré sin ese anhelo cumplido. Pero sé que nada es eterno. Todo tiene un principio y un final. Hoy por hoy, estoy rodeada de amor y de cosas que me recuerdan mis orígenes. Veo la televisión en español, leo los periódicos y las noticias de Cuba en la prensa, disfruto el olor del cafecito cubano que, aunque no debo tomar, solo con olerlo ya soy feliz porque su aroma es inconfundible. Y, sobre todo, disfruto de la paz que me da saber que mis tres hijas y yernos, mis seis nietos y ocho bisnietos viven en un país libre y democrático que dejó de ser nuestra segunda casa para convertirse en nuestro hogar para toda la vida.
Etiquetas: aeropuerto, Batista, cuba, decomiso, emigrar, entrevista, joyas, judios, Mina Novick, polacos, prosperidad, represión, Salvador Lew, Vida, William Navarrete
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