BOSTEZOS CHILENOS
BOSTEZOS CHILENOS
Lo prototípico de una elección tercermundista es que en ella todo parece estar en cuestión y volver a fojas cero, desde la naturaleza misma de las instituciones hasta la política económica y las relaciones entre el poder y la sociedad. Todo puede revertirse de acuerdo al resultado electoral y, en consecuencia, el país retroceder de golpe, perdiendo de la noche a la mañana todo lo ganado a lo largo de años o seguir perseverando infinitamente en el error. Por eso, lo característico del subdesarrollo es vivir saltando, más hacia atrás que hacia delante, o en el mismo sitio, sin avanzar.
Aunque no sea aún un país del primer mundo, y le falte bastante para serlo, Chile ya no es un país subdesarrollado. En el último cuarto de siglo ha progresado de manera sistemática, afianzando su sistema democrático, abriendo su economía e integrándose al mundo y fortaleciendo su sociedad civil de una manera que no tiene parangón en el continente latinoamericano. Su progreso ha sido simultáneo en los ámbitos político, social, económico y cultural. Ha reducido los niveles de pobreza a un 18% de la población (el promedio en América Latina es de 45%), ritmo de progreso comparable al de España o Irlanda, y su clase media ha crecido sin tregua hasta ser, hoy, comparativamente, la más extendida de América Latina. Un millón de chilenos han dejado de ser pobres en los últimos diez años. A ello se debe la extraordinaria estabilidad de que goza la sociedad chilena y que sea capaz de atraer todas las inversiones extranjeras que quiere y que con tanta facilidad firme tratados de libre comercio con medio mundo (Estados Unidos, la Unión Europea, Corea del Sur, y ahora los negocia con India, China y Japón).
Todo ello ha aflorado de manera prístina en estas elecciones. En el debate entre Michelle Bachelet y Sebastián Piñera, que tuvo lugar pocos días antes del final de la segunda vuelta, había que ser vidente o rabdomante para descubrir aquellos puntos en que los candidatos de la izquierda y la derecha discrepaban de manera frontal. Pese a sus respectivos esfuerzos para distanciarse uno de otro, la verdad es que las diferencias no tocaban ningún tema neurálgico, sino asuntos más bien cuantitativos (para no decir nimios). Piñera, por ejemplo, quería poner más policías en las calles que la Bachelet.
Cuando una sociedad abierta alcanza esos niveles de consenso, está bien enrumbada en el camino de la civilización. Ésta es una palabreja muy poco admirada por los intelectuales enamorados de la barbarie -es cierto que esta última es, vista desde lejos y en lugar seguro, mucho más divertida y excitante que aquélla, sinónimo de tedio y rutina-, pero el marco más efectivo para derrotar el hambre, el desempleo, la ignorancia, los atropellos a los derechos humanos y la corrupción. Y el único entorno que garantiza a los ciudadanos el ejercicio de la libertad.
El presidente Ricardo Lagos deja el poder con un 75% de aprobación, porcentaje realmente insólito en una democracia: sólo los dictadores, gracias a sus estadísticas amañadas, aparentan alcanzar semejante cota de popularidad. En el caso de Ricardo Lagos es perfectamente merecida. Ha sido un socialista que, como Felipe González o Tony Blair, supo aprovechar las lecciones de la historia y promover, sin complejos de inferioridad, una política económica moderna, de corte liberal, de apertura al mundo, de apoyo a la iniciativa privada y de diseminación de la propiedad, que en sus años de gobierno ha impulsado en Chile un formidable crecimiento.
Se trata, por otra parte, de un político inteligente y con ideas, de palabra sobria, nada carismático, un gobernante al que se puede hacer el mejor de los elogios: que deja a su país mucho mejor de como lo encontró. Durante su administración, los vestigios antidemocráticos que la dictadura de Pinochet sembró han ido corrigiéndose y desapareciendo. Y el propio ex dictador, en estos años, gracias a la acción tenaz y paciente de algunos jueces, ha ido apareciendo ante el mundo sin las caretas de autócrata probo que sus partidarios le habían fabricado. Ya nadie se atrevería a afirmar que Pinochet "fue el único dictador que no robó". Robó, y a manos llenas, y por eso él y sus familiares y cómplices más cercanos están hoy enjuiciados e investigados para que respondan por transacciones mal habidas de por lo menos 35 millones de dólares.
En estas elecciones la derecha chilena, gracias a la irrupción de Sebastián Piñera, se ha sacudido, si no todo, buena parte de su pecado original: sus vinculaciones con la dictadura. Piñera hizo campaña contra el dictador en el referéndum y nadie que lo conozca pondría en duda sus convicciones democráticas. El que haya construido una verdadero imperio económico, pensaron muchos, sería un serio obstáculo para alcanzar un liderazgo político. Pero no ha sido así, y, por el contrario, la energía y la inteligencia con que defendió su candidatura parecen haberle garantizado un sólido futuro como líder de la derecha chilena.
La victoria de Michelle Bachelet es, además de otras cosas, una reparación moral del pueblo de Chile a todos quienes fueron afrentados, torturados, exiliados o amordazados en los años de la dictadura. Y un paso gigante hacia la igualdad de hombres y mujeres en un país donde el machismo parecía inamovible. (Ha sido el último país de América Latina en aprobar el divorcio). Pero no sólo la promoción de la mujer en la sociedad chilena recibirá, con la nueva presidenta de Chile, un apoyo importante. También, el laicismo, ese indispensable requisito del progreso democrático. La Iglesia católica ha tenido en Chile una influencia mucho mayor que en todo el resto de América Latina.Pese a todos estos indicios promisorios, Chile no puede dormirse sobre sus laureles si quiere seguir progresando. Una de sus carencias más graves es la energía, para hacer frente a la demanda creciente de su industria e infraestructura en expansión. Para ello, es imprescindible que Chile lime las asperezas que dificultan y a rato crispan sus relaciones con sus vecinos, en especial Bolivia, a quien la opone un conflicto que tiene sus raíces en la guerra del Pacífico, de 1879, en razón de la cual el país del Altiplano perdió su acceso al mar. Uno de los grandes desafíos que tiene por delante el gobierno de Michelle Bachelet es poner fin de una vez por todas al diferendo con Bolivia, y las rencillas marítimas con el Perú, de modo que la colaboración activa entre estos tres países traiga a unos y otros beneficios tangibles: la energía que Chile necesita y que en Bolivia abunda, y a ésta y al Perú el próspero mercado chileno para sus productos y las inversiones y la tecnología que requieran para su propio desarrollo y que Chile está en condiciones de brindar. Esa colaboración, además, permitirá que cese, y comience a reducirse, el inútil y peligroso armamentismo, de nefasta memoria en la región, y fuente de la suspicacia y desconfianza que alienta los nacionalismos xenófobos. Chile es el país que más gasta en armamento en América del Sur y sólo en el Gobierno de Lagos se han invertido dos mil quinientos millones de dólares en equipos militares.
Comparado con sus vecinos, el civilizado Chile de nuestros días es un país muy aburrido. Nosotros, en cambio, los peruanos, los bolivianos, los argentinos, los ecuatorianos, vivimos peligrosamente y no nos aburrimos nunca. Por eso nos va como nos va. ¡Quién como los chilenos que ahora buscan experiencias fuertes en la literatura, el cine o los deportes en vez de la política!
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