lunes, marzo 20, 2006

LA FIESTA DEL CHIVO LLEGA A LA PANTALLA GRANDE

La fiesta del Chivo llega a la pantalla grande

Pensé que era prácticamente imposible llevar al cine La fiesta del Chivo, la novela de Mario Vargas Llosa publicada en el año 2000 con extraordinario éxito. Me equivoqué. Primero en el festival de cine de Berlín, y luego en Madrid, se acaba de exhibir una buena película escrita y protagonizada en inglés, dirigida por el peruano Luis Llosa, cuñado y primo del novelista.

Luis Llosa es un experimentado realizador de cine, conocido en toda América Latina por sus telenovelas y en Hollywood por dos filmes de aventuras muy taquilleros: El especialista con Sylvester Stallone y Sharon Stone, y Anaconda con Jennifer López. La actuación de La fiesta del Chivo estuvo a cargo de un reparto fundamentalmente europeo: Isabella Rosellini, Tomás Milián, —un cubanoitaliano formado en el Actors' Studio de New York— una espléndida Stephanie Leonidas y el británico Paul Freeman, excelente actor de carácter capaz de transmitir con unos pocos gestos toda la infamia, la ambigüedad y el dolor de un padre que le entrega su hija adolescente al anciano dictador para que la desvirgue a cambio de recuperar sus privilegios políticos.

La película de Lucho Llosa cuenta dos historias perfectamente articuladas: la de la muchacha deshonrada y la de la conspiración para asesinar al dictador Rafael L. Trujillo, ajusticiado el 30 de mayo de 1961 por un comando formado por ex partidarios del gobierno que se habían convertido en enemigos del Chivo, uno de los sobrenombres con que el pueblo se refería al despótico militar.

Pero, al margen de las anécdotas con que se trenza ese hilo argumental, hay algo todavía mucho más importante que trasciende en el filme: la atmósfera de terror, adulonería y salvajismo a que fue sometida la sociedad dominicana durante tres interminables décadas de horror y degradación. Trujillo fue el más monstruoso, arbitrario y pintoresco de la larga cadena de dictadores que ha padecido América Latina. Le quitó el nombre a la ciudad más antigua de América, Santo Domingo, y la bautizó como Ciudad Trujillo. En las ceremonias se cubría la cabeza con un bicornio emplumado y el pecho con mil estrafalarias medallas. Hacía despedazar a sus enemigos y con los restos de los cadáveres alimentaba tiburones o perros feroces. Se acostaba con cualquier mujer que le apetecía, ya fuera la esposa de un colaborador o la hija de un campesino. Nombró coronel del ejército a uno de sus hijos cuando tenía siete años. A los diez lo hizo general. Ordenó que le llamaran Primer Maestro, Primer Médico, Primer Periodista de la República y Benefactor de la Patria. Se le calificaba de Genio de la Paz, Protector de todos los obreros, Salvador de la Patria y Generalísimo Invicto de los Ejércitos Dominicanos. Organizó campañas para obtener el premio Nobel de la paz para él y el de literatura para su mujer, una señora cursi que amaba la ópera Aída y por eso le puso a dos de sus hijos Ramfis (el precoz militar) y Rhadamés.

El mundo creado por este psicópata tal vez no ha tenido parangón en Latinoamérica. Ni Fidel Castro con sus vacas enanas, sus diez mil muertos, su histrionismo de feria y sus discursos de ocho horas; ni José Gaspar Rodríguez de Francia, el Supremo, el paraguayo que en la primera mitad del siglo XIX secuestró a su país y lo aisló del mundo durante 26 años; ni el irresponsable Antonio López de Santa Anna, perdedor de Texas, el dictador mexicano que hizo enterrar con honores militares una pierna cercenada en combate, que ni siquiera era la suya, se comparan en ridiculez, crueldad y perfidia al dominicano Trujillo, arquitecto de la dictadura más loca y terrible de cuantas ha padecido la región.
Pero es, precisamente, esa criminal desmesura lo que se convirtió en el gran reto de esta película. ¿Sería creíble ver en pantalla a Trujillo humillando públicamente a uno de los jefes militares con el detallado relato del placer sexual que le proporcionaba la esposa de su subordinado? Tomás Milián lo logra. Consigue hacer verosímil al personaje, de la misma manera que Marlon Brando le dio vida al loco coronel Kurtz en Apocalypsis Now. Nada de insinuar los rasgos del demente. Había que mostrarlos sin recato, incluso exagerando, porque no hay otra forma de encapsular en cuatro escenas y apenas ciento veinte minutos todo el horror y la perversión de una tragedia brutal que duró treinta años y envileció a casi toda la sociedad en ese largo período. Cuando se apagan las luces los espectadores, consternados, salen en silencio, cabizbajos. Creo que han comprendido.

Marzo 20, 2006