PELOTON A LA VISTA EMIGRAR AL PATIBULO
Pelotón a la vista
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Lo dicen los hechos: el gobierno castiga incluso con la muerte los intentos de salida ilegal del país, sean o no violentos.
viernes 11 de mayo de 2007 6:00:00
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Por Tania Quintero
Lucerna, Suiza
A pesar de no haber matado a nadie, en la madrugada del 11 de abril de 2003, Lorenzo Enrique Copello, Bárbaro Leodán Sevilla y Jorge Luis Martínez pagaron con su vida el intento de secuestro de una embarcación para salir del país. Cuatro de los involucrados fueron condenados a cadena perpetua: Maikel Delgado, Yoannis González, Harold Alcalá y Ramón Grillo, y a 30 años de privación de libertad, Wilmer Ledea.
Son, pues, previsibles las consecuencias del último intento de secuestro, en este caso de un avión, protagonizado el pasado 3 de mayo por Leandro Cerezo, de 19 años de edad, y Yoan Torres, de 21. Según medios oficiales, durante la fuga de la unidad donde pasaban el servicio militar, en la localidad de Managua, ambos jóvenes, junto al también recluta Alain Forbus, dispararon a otro recluta con fusiles Ak-47 robados. Luego, en el intento de secuestro, Cerezo y Torres causaron la muerte a un oficial que ofreció resistencia.
(Bárbaro Leodán Sevilla )
Algunos antecedentes
El anterior intento de secuestro violento de un avión se produjo el 10 de abril de 2003, en el municipio especial Isla de la Juventud. Cinco personas, de "forma sorpresiva y violenta", arrebataron un fusil Ak-47 a un soldado de guardia cerca del poblado pinero La Fe. Dos horas después, cuatro de los asaltantes fueron detenidos en las cercanías del parqueo del aeropuerto de Nueva Gerona, y les fueron incautados el fusil, dos cuchillos y pesas de hacer ejercicios.
Según las autoridades, el plan consistía en esperar la llegada de un vuelo procedente de La Habana, romper con las pesas una pared de cristal de la terminal aérea y salir a la pista cuando bajaran entre seis y diez pasajeros, secuestrando al resto de los ocupantes, unos treinta.
( Lorenzo Enrique Copello)
Ese intento de secuestro ocurrió tras dos incidentes aéreos ocurridos semanas antes. El 19 de marzo de 2003, seis hombres pertrechados con armas blancas secuestraron un DC-3 que hacía la ruta La Habana-Nueva Gerona, con seis tripulantes y veintinueve pasajeros. La aeronave, fabricada en los años cincuenta, fue interceptada por aviones militares de Estados Unidos y conminada a aterrizar en Cayo Hueso, Florida, donde diecisiete personas solicitaron asilo y dieciséis optaron por regresar a la Isla. Los secuestradores fueron arrestados, juzgados y condenados en Estados Unidos.
En la noche del 31 de marzo, la tripulación de un AN-24 que cubría la ruta Nueva Gerona-La Habana, fue amenazada por un hombre que portaba dos "granadas" y exigió desviar la nave hacia Miami. Sin embargo, al no contar con suficiente combustible, los pilotos tuvieron que aterrizar en el aeropuerto internacional José Martí, en La Habana. Tras muchas negociaciones en medio de un fuerte despliegue policial, el individuo fue reducido y arrestado, y se comprobó que las "granadas" eran de juguete.
La ola de secuestros que se desató en 2003 —tres aéreos y uno marítimo— pudo haber tenido como "aliciente" otro incidente ocurrido el 11 de noviembre de 2002, en la provincia de Pinar del Río: ocho personas secuestraron un AN-2 —viejo y pequeño monomotor de fabricación soviética utilizado para labores agrícolas— y, sin mayores incidentes, lograron aterrizar en Cayo Hueso. Los ocupantes de la avioneta obtuvieron permiso para permanecer en Estados Unidos.
Anteriormente, el 19 de septiembre de 2002, otro AN-2, destinado a la fumigación y fertilización de arroz, también en Pinar del Río, fue conducido por el piloto hacia Estados Unidos con nueve personas a bordo. El aparato cayó al mar y una persona murió. El resto fue rescatado por un mercante panameño y conducido a territorio estadounidense.
El 16 de agosto de 1996, tres hombres armados desviaron de su ruta entre La Habana y Varadero una avioneta tipo Wilga, perteneciente a la Empresa Nacional de Servicios Aéreos. La nave amarizó frente a las costas de Fort Myers, Estados Unidos.
Apenas un mes antes, el 7 de julio, un avión comercial de Cubana de Aviación que cubría la ruta Santiago de Cuba-Guantánamo con ocho pasajeros a bordo, fue secuestrado a punta de pistola por un militar cubano, que aterrizó en la Base Naval de Guantánamo.
El 8 de mayo de 1994, un AN-24 que volaba entre La Habana y Nassau, con treinta pasajeros a bordo, fue desviado por el piloto hacia el sur de la Florida.
El 15 de noviembre de 1993, dos pilotos de la Empresa Nacional de Servicios Aéreos, que portaban armas de fuego, desviaron un AN-2 hacia Estados Unidos desde el aeropuerto de Camagüey.
En todos los casos, las penas para los arrestados en Cuba van de cadena perpetua a 30 años de privación de libertad. En 2003, el régimen de Fidel Castro decidió comenzar el año con más mano dura, aplicando las leyes no sólo para condenar delitos o supuestos delitos, sino sobre todo para atemorizar y hacer que sirvan de lección ejemplarizante.
En enero de 2003, se puso en marcha la Operación Coraza, la mayor redada contra el tráfico y consumo de drogas hasta ese momento conocida en la Isla.
En marzo, la Primavera Negra, la brutal oleada represiva contra la oposición pacífica, con sanciones de entre 13 y 28 años de prisión a 75 disidentes y periodistas independientes de todo el país. Y en el mes de abril de ese mismo año, sin importar un ápice la opinión pública internacional, muy alarmada por las detenciones y exageradas condenas a los opositores, fueron fusilados tres de los secuestradores de la lancha Baraguá. Los tres eran negros, jóvenes y de origen humilde.
Algunas víctimas
Los intentos de secuestro de naves aéreas y marítimas, o de penetrar en sedes diplomáticas, acciones que se han producido desde los primeros años de la llegada al poder de Fidel Castro, excepcionalmente han dejado víctimas mortales: en innumerables ocasiones, los secuestradores han pagado con su vida sus aspiraciones de irse del país. Así lo demuestran testimonios aportados por Archivo Cuba, una de las más importantes y serias organizaciones del exilio encargadas de recopilar y verificar casos de muertos, fusilados y desaparecidos a partir de 1959.
Es el caso de Angelo López, de 15 años de edad, y Nelson Rodríguez, de 18, fusilados en 1971 en la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña tras el infructuoso intento de secuestrar un avión de Cubana de Aviación.
Diez años después, el 2 de enero de 1981, tres hermanos de apellido García Marín, fueron capturados dentro de la Embajada del Vaticano en La Habana y posteriormente fusilados.
Apenas tres meses más tarde, el 23 de marzo de ese mismo año, Owen Delgado, de 15 años, murió de una golpiza en el cuartel de la policía política Villa Marista. Agentes de la Seguridad del Estado penetraron en la Embajada de Ecuador en La Habana, donde Owen se había refugiado con su familia. En esa misma sede diplomática, el 11 de diciembre de 1961, fue abatido Alberto Hernández.
Al intentar salir de la Isla en una lancha por el puerto de Palo Alto, Ciego de Ávila, el 19 de mayo de 1991, Miguel Mariano Guerra, de 33 años, fue presuntamente asesinado. Luego se reportó como desaparecido al no aparecer su cadáver.
El primer caso conocido de un cubano muerto en el tren de aterrizaje de un avión data del 21 de julio de 1991. Alexis Hernández, de 19 años, intentó escapar en un vuelo de Iberia que cubría la ruta La Habana-Madrid.
El 19 de septiembre de 1999, Roberto García, de 47 años, logró huir de Cuba en el tren de aterrizaje de una nave de Alitalia. Su cuerpo sin vida fue hallado en el aeropuerto de Malpensa, Milán.
Félix Julián García, de 28 años, cuyos restos han sido reclamados durante años por sus familiares residentes en Miami, murió asfixiado el 22 de agosto de 1999. Su cuerpo fue hallado en una rueda de un avión de British Airways tras aterrizar en Londres.
También en el tren de aterrizaje de una aeronave de la compañía British Airways intentaron escapar de la Isla dos estudiantes de las escuelas militares Camilo Cienfuegos. Maikel Fonseca, de 16 años, y Alberto Esteban Vázquez, de 17, murieron congelados durante la larga travesía, en la Navidad del año 2000.
Menos conocidos han sido los intentos por tratar de llegar a la Base Naval de Guantánamo. En 1993, Manuel Whitaker, de 16 años, murió en el intento tras estallarle una mina. El 19 de enero de 1994, Luis Iskander Malenas y Ángel Valverde tampoco pudieron alcanzar territorio estadounidense, pues fueron ametrallados por guardafronteras cubanos.
Según Archivo Cuba, hasta mayo de 2004 el estimado de menores muertos en intentos de salidas por mar se situaba entre 10.926 y 12.916 (la cifra de cubanos adultos es varias veces superior).
Los casos más terribles son dos masacres. La del río Canimar, en la provincia de Matanzas: el 6 de julio de 1980, cuatro menores de edad se ahogaron junto con 62 personas cuando la marina cubana hundió la embarcación XX Aniversario, secuestrada con el fin de salir ilegalmente del país. Y la de la Bahía de La Habana: el 13 de julio de 1994 un guardacostas cubano hundió el remolcador el 13 de Marzo, secuestrado horas antes. Doce menores, entre ellos un bebé de seis meses, perecieron junto con sus padres y otros familiares. En total, murieron cerca de 35 personas.
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Por Ricardo González Alfonso
Prisionero de conciencia /
Prisión Combinado del Este, Ciudad de La Habana
Convivir en un calabozo con un condenado a muerte es intrincarse en el laberinto de una vida ajena, que comienza a pertenecernos, a dolernos.
Cuando abrieron la puerta de la celda tapiada y vi por primera vez a Lorenzo Enrique Copello Castillo, no imaginé que lo fusilarían en una semana, tras uno de esos juicios sumarísimos de la primavera del 2003.
Lorenzo era un negro de treinta y tantos años, de buen aspecto, que caminaba cojo por la golpiza que le propinaron cuando lo arrestaron en el puerto del Mariel, al oeste de La Habana. Los zapatos negros y sin cordones tenían marcas de salitre, y sus ojos reflejaban la extenuación de los náufragos, de esos que aún huelen a mar.
Nos saludó con una sonrisa doble: la de sus labios y la de sus ojos. Se acostó, y al instante dormía con la inmovilidad de los difuntos.
Mis compañeros de celda - el chino, un joven acusado de vender drogas, y un muchacho condenado por asesinato e involucrado en un tráfico de emigrantes- nos sentimos desilusionados. Nos sabíamos de memoria nuestras respectivas historias –o leyendas– y esperábamos del recién llegado una de estreno. En los calabozos de Villa Marista, sede nacional de la Seguridad del Estado Cubana, no hay espacio para caminar; y la única opción, entre interrogatorio e interrogatorio, es conversar sobre cualquier tema, para no pensar.
Por la mañana descubrimos que Lorenzo era un criollazo. Nos relató, como quien cuenta una película, que a medianoche abordó con varios amigos y amigas la lancha Baraguá, una de esas que cruzan con pasajeros la bahía habanera. El grupo de piratas debutantes llevaba oculto en sus mochilas recipientes con combustible; y, además, contaban con un arsenal de desconsuelo: un revólver y un cuchillo. Lorenzo apoyaba su narración con mímica teatral. “Llegué hasta la cabina y disparé dos veces. Una contra la proa y otra al mar. Entonces grité: “¡Esto se jodió, nos vamos pa’ Miami!”.
Al principio todo resultó a pedir de sueños. Entre los pasajeros habían dos extranjeras –magníficas piezas de cambio– acompañadas por un par de Rastafaris. En total tenían una treintena de rehenes. La Bahía de La Habana quedaba atrás, y la embarcación se adentraba en el anchísimo Estrecho de la Florida.
Lorenzo cerró los ojos para disfrutar mejor de sus palabras. “Oigan, ya nos veíamos en las costas de Cayo Hueso enseñando unos carteles que habíamos hecho con frases contra el comunismo, para que los americanos nos dieran asilo político”. Lorenzo sonrió, como un chiquillo que recuerda una travesura. Al abrir los ojos, despertó de su aventura onírica. Su expresión se transformó en la de un adulto en peligro.
Nos contó, siempre auxiliándose con su gestualidad criolla, como el mar -un mar histérico- cambió de humor repentinamente. Imaginé las olas como cascadas continuas, la lancha a la deriva, a merced de ascensos y descensos bruscos y constantes. Vi en el rostro del negro el terror que sintieron aquellos cachorros de mar -secuestradores y rehenes- al saber que en esa situación de espanto se había agotado el combustible, incluido el de reserva.
Un guardacostas cubano se aproximó. A través de un megáfono uno de los guardafronteras los conminó a entregarse. “Pero nosotros, de eso nada. Respondí a gritos que teníamos a dos extranjeras. Que nos dieran combustible o la cosa iba a terminar mal”.
Llegaron a un acuerdo. El guardacosta remolcaría a la Baraguá hasta el puerto del Mariel. Allí le proporcionarían lo necesario para llegar a Estados Unidos, a cambio que no lastimaran a los rehenes.
Lorenzo intentó esgrimir una sonrisa de consuelo, pero, errático, emitió un suspiro triste. “Era una trampa. Muy cerca del muelle, un hombre rana del Ministerio del Interior le hizo una seña a las extranjeras para que se lanzaran al agua.
Una de ellas se tiró. Traté de impedir que la otra hiciera lo mismo, pero un pasajero –después supe que era un militar vestido de civil– me empujó, caí al mar y perdí el arma. Varios hombres ranas me atraparon. En el agua comenzaron a golpearme. Continuaron en el muelle. Mis compañeros también estaban dominados”.
“La cosa fue grande. Vino hasta Fidel. Nos dijo que si nos hubiéramos ido, dentro de unos años hubiéramos querido regresar”.
Lorenzo movió la cabeza seguro de su negativa. “¡Qué va!. Yo hubiera hecho como mi padre, que se pasó la mitad de la vida preso; pero en el 80, cuando lo del Mariel, se fue a Estados Unidos, se cambió el nombre, estudió y se hizo ingeniero. Sí, yo iba a hacer lo mismo. Después reclamaría a Muñe, mi mujer actual; y a Rorro, mi hija, que es del primer matrimonio”.
Muñe –apócope de muñeca- vendía pizzas en su casa. Lorenzo la describía como una Venus de Milo, pero con brazos, cálida y cándida. Al hablar de Muñe la expresión del negro se asemejaba a la de un amante primerizo.
Pero ella, como Rorro, desconocía que Lorenzo vivía dos existencias paralelas, y que con esa doble vida recorría su laberinto personal. El era una moneda que giraba por el aire a cara o cruz, a mal o bien.
Lorenzo trabajaba días alternos como custodio de una policlínica del municipio de Centro Habana. Allí su actitud era ejemplar, nos aseguró. Mas sus días libres eran libertinos. Se dedicaba al proxenetismo y a la estafa. Esta la ejercía a veces a través de juegos de azar; otras, como “guía” de turistas inexpertos.
“Una vez -nos relató entusiasmado- viajé a Pinar del Río con un francés. ¡Qué vida! El lo pagaba todo: un apartamento que alquiló, bebida de la buena y a las mejores jineteras(1). Allá conoció a una temba(2) y se quedó con ella. No sé que le vio. El francés era un buen hombre. Yo siempre me porté bien con él. Aunque era muy confiado, jamás me aproveché de eso”. Nos miró con picardía y añadió: “¡Pero a otros...!”.
En una ocasión Lorenzo me dijo: “Ricardo, qué lástima que te dio por la política. Con tu pinta y facilidad de palabras, serías un estafador de primera”.
También nos hablaba de Rorro. Una linda adolescente que sabía valerse por sí misma. “Es como yo, pero honrada”. El sobrenombre surgió cuando era una bebé, pues la madre y Lorenzo le cantaban para dormirla: “A rorro mi niña, a rorro mi amor”. La muchacha estudiaba la enseñanza media en Miramar, un reparto de la antigua –y actual– clase alta. “Papi, allá los autos son cómicos, la gente se viste cómico(3), las casas son cómicas. En fin, Miramar es una comedia”.
El día que a Lorenzo le entregaron la petición fiscal, le dijo al guardia que servía la comida: “Échame más, ¡qué soy un pena de muerte!”. Y se rió. Pero un rato después nos miró serio y comentó en voz baja, casi consigo: “quién lo hubiera dicho, ¡yo deseando una sanción de 30 años!”.
Lorenzo regresó del juicio muy optimista. “Mi abogado dijo que cómo se iba a pedir sangre, si no se derramó una gota de sangre”. Y repetía a cada rato estas palabras, con el fervor que un moribundo invoca a Dios.
También nos comentó: “Ustedes no me van a creer, pero sentí más miedo cuando en el juicio vi el video de la lancha subiendo y bajando en aquel mar furioso, que cuando yo estaba allí mismito, jugándome la vida”.
Esa noche nos llevaron a una oficina. A los cuatro por separado. Cuando llegó mi turno, un capitán me explicó que aunque a Lorenzo le pedían la pena de muerte, eso no significaba que lo fusilarían. “Pero -puntualizó el oficial- algunos condenados a la pena capital se desesperan y se suicidan por gusto, pues la sanción no es ratificada por el Tribunal Supremo o por el Consejo de Estado”. Con este argumento solicitó mi cooperación para impedir -dado el caso- que Lorenzo atentara contra su vida. Accedí. Después me enteré que a mis otros dos compañeros de celda le pidieron lo mismo. Nunca supe que le dijeron a Lorenzo.
Desde entonces la ventanilla de la puerta tapiada la mantuvieron abierta; y afuera, un policía permaneció de guardia.
Al otro día por la tarde vinieron a buscar a Lorenzo. Regresó muy contento. “La Seguridad del Estado trajo en un auto a Rorro, a la mamá de ella y a mi madre. Me dijeron que el director del policlínico le iba a escribir al Consejo de Estado hablándole de mi buena actitud laboral”. Al rato vinieron de nuevo por él.
Ya a solas, el Chino, el otro muchacho y yo comentamos que esa visita era la despedida final. La policía política -y la otra- no acostumbra a traer a nuestros familiares para que nos visiten. Estábamos equivocados. No era la última despedida, sino la penúltima.
Lorenzo retornó feliz. Dos oficiales fueron a buscar a Muñe y había tenido una visita con ella. A discreción, mis compañeros de celda y yo nos miramos consternados. Comprendimos que Lorenzo sería ejecutado próximamente.
Aquella tarde la comida fue diferente a la habitual: medio pollo, arroz con moros, ensalada, vianda, postre y refresco. Lorenzo sospechó. “¿Medio pollo para cada uno?”. El guardián lo tranquilizó argumentando que habían traído tantos pollos que no cabían en las neveras, y a todos los detenidos les estaban sirviendo la misma ración. Lorenzo le creyó –o simuló creerle– era su última cena.
Horas después Lorenzo sintió un dolor en el pecho. Avisé al guardia. Se lo llevaron inmediatamente a la posta médica. Regresó al rato. Nos aseguró que se sentía mejor después que lo inyectaron. Estaba soñoliento. Obviamente lo drogaron. Transcurridos unos minutos, dormía otra vez con la inmovilidad de los difuntos. Recordé la noche que lo conocí. Apenas -y a penas- había pasado una semana.
Sería medianoche cuando abrieron la puerta. En el pasillo vi a seis guardias. Uno entró y despertó a Lorenzo. Se levantó aturdido. Se calzó con torpeza sus zapatos sin cordones. Me miró como preguntándome: “¿Qué ocurre?”. Se lo expliqué con una mirada. Le di una palmada en el hombro, y lo vi partir a la muerte.
Hospital Nacional de Reclusos. Prisión Combinado del Este. Ciudad de La Habana, septiembre del 2005.
1 Comments:
he aqui uno de los mas de 12000 fusilados y uno de los mas horrendos crimenes del castrismo ,quitarle la vida a unos jovenes que no mataron a nadie ,hoy sus madres sufren en lo mas hondo de sus corazones la ausencia de sus hijos hoy martires de la patria, hoy recuerdo a mis dos hermanos de mi madre uno fusilado y el otro muerto en combate.dios patria y libertad para el pueblo de cuba.
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