UN TIRON A LA VENDA
Un tirón a la venda
Por Manuel Vázquez Portal
Cuando desapareció Camilo Cienfuegos yo acababa de cumplir ocho años. Alegre como un canto o como un niño cantando, atravesaba aquellos días turbulentos en que sin saber por qué mis padres me apartaban del televisor en ciertos momentos que, de antemano, ellos sabían resultarían demasiado violentos. No me dejaban ver periódicos que rebosaban rabia, revistas que chorreaban sangre por sus márgenes. Querían mantenerme ajeno a la locura.
Era 1959. Celadas. Trampas. Persecuciones. Arrestos. Juicios sumarísimos. Fusilamientos. Se sucedían cotidianamente. Y había el desparpajo de televisarlos. Una especie de escarmiento general. Como para que todos supieran que la radical guillotina jacobina estaba alzada en cualquier esquina de Cuba. Y no había contemplaciones.
Cuando pregunté, mi abuelo, con aire filosófico, me respondió que eran cosas de revoluciones, que no me preocupara, que me apartara, que ya la fiebre cesaría. Y en eso me sorprendió la desaparición de Camilo.
Aquel hombre de sombrero alón, sonrisa eterna, carisma desbordante había devenido una especie de símbolo del pueblo. Y nada más peligroso para alguien que convertirse en paradigma cuando se está gestando una dictadura. La vida pende entonces de un fragilísimo hilo que se enhebra en las manos de un hábil aspirante al poder absoluto. Y un símbolo convertido en mártir es entonces doble símbolo. Más convincente, más romántico, más atractivo. Más útil en las garras de un manipulador de conciencias candorosas, una plañidera telenovela acaso. Pero entonces no lo sabía, no lo sabíamos. Y las personas mayores tampoco supieron explicárnoslo, aunque algunos, como mi abuelo, tal vez lo suponían.
( Camilo Cienfuegos )
Crecimos con los ojos vendados, las respuestas a medias, las insinuaciones cuchicheadas. Y nos envolvió o nos arrolló el mito. Aquel Camilo humano, cercano a la gente común, aventurero, a veces procaz, fue despojado de todo lo que enturbiara la imagen marmórea que se pretendía fabricar. Ya era una gorra de plato con el escudo nacional al frente, miles de niños vestidos de verde oliva preparándose para ser los tiernos guerreros del luminoso porvenir de la patria, y otros miles de niños llevando flores a las costas, los ríos, los arroyos, los charcos si era preciso. Miles de vallas, afiches, pancartas con su foto sonriente, cientos de discursos elevándolo al olimpo mínimo que en ocasiones necesita la ingenuidad humana.
Ese fue el cristal del enrevesado caleidoscopio cubano por el que nos dejaron mirar. Corrían rumores. Era cierto. Pero asordinados, temerosos, volteando la cabeza para descubrir los oídos delatores. Nadie atrevía con seguridad una respuesta verdadera. A lo mejor nadie la sabía, o preferían callarla, o estaban estercolados con el asunto, o el miedo los silenciaba. Hubo que esperar.
Para suerte la historia es una especie de Jano, tiene más de un rostro y da más de una oportunidad. Los que un día callaron pudieron hablar; los que un día estuvieron embadurnados con la filfa de los sucesos, asqueados, decidieron librarse del hediondo escatol; los crédulos quedaron atónitos frente a los matices del acontecimiento vuelto a contar.
¿Asesinaron los Castros a Camilo? Esa es la incógnita a descifrar propuesta por el documental que el Instituto de la Memoria Histórica contra el Totalitarismo ha presentado al público recientemente en varias ciudades.
Se trata de un material puramente periodístico, sin más aspiraciones estéticas que aquellas que emanan de una coherencia y una objetividad ejemplar. No hay una sola opinión de sus productores. Son los actores, o los supuestos actores de los hechos, quienes cuentan, debaten, confluyen, se contraponen. Es un nuevo archivo de imágenes y anécdotas que queda para los futuros estudiosos. Es un esfuerzo de años de investigación, de paciencia y pericia, de amor por la historia y la verdad. Es otro tanto que se anotan Luis Guardia como director, Pedro Corzo como productor general y Francisco Lorenzo como coordinador. Pero es sobre todo un tirón a la venda con que nos obligaron a crecer.
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