EL PESIMISMO REAL
El pesimismo real
En un par de conferencias recientes, Carlos Alberto Montaner ha colocado en el centro del debate cubano la tensión entre actitudes optimistas y pesimistas frente al futuro de la isla. Con su lucidez habitual, Montaner detecta una corriente de desaliento y escepticismo en nuestra vida pública y se apresta a insuflar esperanza con la visión de una nueva era de bienestar y progreso.
Entre algunos jóvenes del exilio el pronóstico de Montaner ha sido leído como otro paraíso a la vuelta de la esquina, como una utopía más que debe ser asumida con reserva. Lo curioso es que, en este caso, se trata de una utopía no comunitaria o colectivista, sino liberal, pragmática: la representación de una Cuba ideal desde los instrumentos realistas y tangibles del mercado y la democracia.
Aunque coincido con Montaner en que una transición rápida y exitosa a la democracia y el mercado es posible --la historia es una diversidad de opciones, no un destino fatal-- creo que ese pesimismo no es nuevo, que sus únicos antecedentes no son los lamentos intelectuales de Varona, Ortiz y Mañach, ni que la edificación de un orden democrático, pactado y no impuesto, como el que él prefigura, sea tan sencilla.
El pesimismo informa toda una tradición en la historia de Cuba. Tan sólo habría que recordar qué pensaban sobre el futuro de su patria, antes de morir, cuatro fundadores de la nacionalidad en el siglo XIX: Félix Varela, José Antonio Saco, José de la Luz y Caballero y José Martí. Tan lejos o tan temprano como 1887, Eliseo Giberga pronunció un discurso sobre el pesimismo cubano en el Círculo Autonomista de la Habana.
Giberga y otros líderes autonomistas se sentían frustrados ante el rechazo de España a conceder plenos derechos de autogobierno a la ciudadanía de la isla. Al estallar la guerra de 1895 aquella frustración adoptó en muchos de ellos un tono sombrío, de duda irremediable sobre la posibilidad de un futuro liberal y democrático para Cuba. Pero tampoco los separatistas se libraron del desencanto: a partir de 1901 no pocos sintieron que la independencia por la que habían luchado se malograba con la Enmienda Platt.
La historia republicana de la isla, como se sabe, fue una sucesión de promesas incumplidas, de utopías y desencantos. Tanta violencia, en efecto, no impidió que la economía creciera, que se consolidaran instituciones, que la clase media creciera y que la inmigración fluyera. Pero el pesimismo no fue sólo una manía intelectual de los años 20 y 30. Importantes políticos de la primera mitad del siglo XX --Tomás Estrada Palma, José Miguel Gómez, Gerardo Machado, Fulgencio Batista, Ramón Grau San Martín, Eduardo Chibás, Carlos Prío Socarrás-- terminaron en el ostracismo, el suicidio o el exilio, descreídos de la entereza cívica de los cubanos.
Es cierto que esa historia no ha sido más trágica que la de cualquier otro país latinoamericano, pero ha sido más breve, más compacta y la única que ha desembocado en un totalitarismo comunista. De un régimen así, como ilustran los casos de Rusia y China, donde el comunismo también fue una creación endógena, no se sale fácilmente. Una ciudadanía moldeada por cinco décadas de totalitarismo, aunque ávida de libertades, no asimila de la noche a la mañana la racionalidad de la democracia y el mercado.
Tampoco es acertado entender el pesimismo, sólo, como un ''síndrome'' de élites, intelectuales o políticas, y no como un sentimiento popular. En aquel discurso de 1887, Giberga afirmaba que el pesimismo de los cubanos, a diferencia del de los alemanes o los franceses, no era ''filosófico o religioso'', ya que carecía de ''pretensiones doctrinales''. El pesimismo cubano, decía, era ''espontáneo, indeliberado y práctico'', abastecido por una intensa noción de la realidad. Entonces y ahora los cubanos tenían poderosas razones para desconfiar de sí mismos. Tanto suicidio y tanto exilio no se explican de otra manera.
Cómo no ser pesimistas, hoy, si después de medio siglo de partido único, economía estatal y ausencia de libertades, la convalecencia del dictador provoca, ya no una sucesión, sino el reemplazo temporal de un castrismo por otro. Ese nuevo castrismo, el de Raúl, ni siquiera es nuevo: es el del Partido y el Ejército, el de la ''apertura'' económica --inversiones extranjeras, subida de salarios, eficiencia productiva-- y el cierre político: aumento de la represión, control policíaco de la ciudadanía, exclusión de opositores y exiliados.
El castrismo ejecutivo y pragmático de Raúl no desaparece el castrismo mesiánico y numantino de Fidel. Las mesas redondas, la conexión chavista y el odio a Miami siguen ahí, latentes, con un perfil rebajado, pero listos para recobrar el protagonismo cuando el interregno raulista de muestras de agotamiento. Cómo no ser pesimistas, digo, si apenas un ajuste en el estilo y la retórica y una promesa de ''cambios estructurales'' bastan para que la comunidad internacional y muchos cubanos, dentro y fuera de la isla, sientan, de buena fe, que la democracia se acerca.
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