¿ DICTADURA ?
Tomado de Cuba Encuentro.com
¿Dictadura?
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Alexandr Solzhenitsyn enseñó al mundo que detrás de las idílicas vitrinas comunistas, sólo había un infierno de dolor y miedo.
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Por Nilda Navarrete,ç
Praga
Hace poco el Kremlin otorgó por primera vez el más alto premio del país al escritor Alexandr Solzhenitsyn (1918), quien con libros como El Archipiélago GULAG (GULAG es un acrónimo para denominar la Dirección General de Campos de Trabajo) y otros enseñó al mundo que detrás de las vitrinas comunistas en que se vendía una imagen idílica del socialismo real sólo había un infierno de dolor y miedo.
Su obra, que comenzó a conocerse en el extranjero en los años setenta, cuando recibió el Premio Nobel de Literatura, cambió la vida de muchos comunistas europeos y de otros países del mundo, quienes por entonces adoraban a la URSS por ser el primer Estado obrero del planeta y derrotar a Hitler.
Eran tiempos, por ejemplo, en que los comunistas españoles eran protagonistas de la transición y defendían los derechos humanos, la reconciliación, las elecciones libres y la democracia.
( Alexandr Solzhenitsyn, durante su reclusión en el GULAG.)
Sin embargo, eran indulgentes con la dictadura del proletariado, como ahora lo siguen siendo muchos europeos y latinoamericanos con Cuba, y achacaban a la propaganda imperialista las purgas, el hambre, la policía política, el aislamiento, el cerco y la represión contra quien se atrevía a opinar contra el régimen.
Pero después que se publicó Un día en la vida de Iván Denisovich, El Primer Círculo y, sobre todo, El Archipiélago GULAG, nadie pudo quedarse indiferente. En las páginas de aquellos libros descubrieron el infierno de la verdad y se identificaron a sí mismos entre los desaparecidos y entre los testigos que Solzhenitsyn cita en su obra.
Pocas veces un libro se leyó con tanto dolor. La izquierda internacional que había gritado viva la URSS sólo poco tiempo atrás adivinó con espanto que una policía sanguinaria había organizado campos de concentración en el paraíso del proletariado. Los analistas estiman que Solzhenitsyn hizo más anticomunistas que toda la CIA.
Sus libros dicen con una claridad irrebatible, apoyada en su propia experiencia y en los cientos de testigos que en ella son mencionados, que el estalinismo era una inmensa máquina que trituró a comunistas creyentes, a héroes antifascistas, a obreros de los koljós, a los intelectuales que pensaban por su cuenta y a todo el que se opuso a los dictados de la dictadura totalitaria.
Una nota del autor en la primera edición decía: "En este libro no hay personajes ni eventos ficticios. La gente y los lugares son llamados con sus propios nombres. Si son identificados por sus iniciales en vez de sus nombres, es por consideraciones personales. Si no son nombrados en absoluto, es sólo porque la memoria humana ha fallado al preservar sus nombres. Pero todo tuvo lugar tal y cómo se describe aquí. Dedico este libro a todos los que no vivieron para contarlo, y que por favor me perdonen por no haberlo visto todo, por no recordar todo, y por no poder decirlo todo".
De parte del infierno
Es cierto que Sartre había avisado que el estalinismo era incompatible con el ejercicio honrado de la literatura y que, sin saberlo, las mejores mentes del mundo habían estado de parte del infierno.
Todos los pánicos que profetizó Kafka se cumplieron en la URSS, donde desfilaron por las páginas de las novelas de Solzhenitsyn caravanas de esclavos, de prisioneros que no eran sólo los troskistas, sino los mejores bolcheviques, escritores, comisarios, maestros, soldados y héroes de la guerra.
"El miedo, el instinto de conservación, instinto animal, compartido por todos los seres humanos, fue utilizado por la policía política comunista para destruir a la gente obligándola a aceptar compromisos morales", explica el ex presidente checo Vaclav Havel sobre el comunismo y sus mecanismos.
( cadáveres de un Gulag soviético )
Y agrega: "unas veces era colocar un cartel o firmar un informe denunciando a un colega por hacer algo que al Estado no le gustaba, otras permanecer silencioso. El comunismo trató de convertir a todos en cómplices morales". Hubo disidentes, pero el disidente por excelencia es Solzhenitsyn, quien nos explicó cómo el comunismo se corrompió y se manchó las manos de sangre en las estepas rusas.
Solzhenitsyn también ha sido un crítico de Occidente. En un discurso pronunciado en la Universidad de Harvard, en Estados Unidos, después que en 1974 fuera expulsado de la URSS y despojado de la ciudadanía rusa, aclaró: "muchos en Occidente están insatisfechos con su propia sociedad, la desprecian o la acusan de no estar al nivel de lo que requiere la humanidad. Y esto los empuja a inclinarse por el socialismo, lo cual es una falsa y peligrosa tendencia… Con la experiencia que tengo no hablaré de una alternativa así… el Socialismo de cualquier tipo o matiz conduce a la destrucción total del espíritu humano y a la nivelación de la humanidad en la muerte".
Después de la desaparición de la URSS, Solzhenitsyn se opuso al capitalismo salvaje instaurado en Rusia por Boris Yeltsin. El escritor se negó a recibirlo, rechazó entonces el premio que le quería dar y aplazó su regreso a la patria hasta 1994.
( Alexandr Solzhenitsyn, hace pocos años atrás)
Recientemente, el Nóbel de Literatura, de 88 años, recibió en su finca de Troitse-Likovo, en las afueras de Moscú, el galardón que le entregó personalmente el presidente Vladimir Putin, a quien pidió disculpas por recibirle sentado, porque a su edad le cuesta mucho ponerse de pie.
Según la agencia Interfax, el encuentro fue como sigue: "Tengo en gran estima su visita. Usted tiene un millón de tareas en aras de Rusia y todavía pudo encontrar tiempo para acudir a verme", dijo el anciano al presidente. El jefe del Kremlin felicitó al escritor y le dijo que su obra completa será reeditada en 30 tomos por la Editorial Vremya en 2010.
Fragmentos de 'Archipiélago GULAG'
El sentimiento general de inocencia engendraba una parálisis también general ¿Y si, a lo mejor, a mí no me cogen? ¿Y si todo se arregla? A. Y. Ladyzhenski era jefe de estudios en la escuela del remoto pueblo de Kologriv. En 1937 un campesino se acercó a él en el mercado y le dijo de parte de alguien: "¡Márchate, Alexandr Iványch, estás en las listas!". Pero se quedó: "Soy yo el que lleva el peso de la escuela y da clases a sus hijos, ¿cómo pueden detenerme?" (Lo detuvieron al cabo de unos días). No todo el mundo veía las cosas como Vania Levitski a los catorce años: "Toda persona honrada tiene que pasar por la cárcel. Ahora está papá, cuando yo sea mayor también me encerrarán a mí". (Lo tuvieron en prisión veintitrés años). La mayoría se aferra a una fútil esperanza: "Si no soy culpable ¿a santo de qué pueden detenerme? ¡Es un error! ¡Tan pronto como se aclare me soltarán!". Y aunque a los demás los detengan en masa, lo que también es absurdo, siempre podemos dudar ante cada caso individual: "¿Quién sabe si éste, precisamente…?". ¡Pero tú, qué va! ¡Tú eres inocente, claro que sí! Todavía crees que los órganos de la Seguridad del Estado son un ente humano y lógico: tan pronto como se aclare me soltarán. Entonces, ¿para qué huir?, ¿para qué oponer resistencia? No harías más que empeorar tu situación, les impedirías aclarar el error. Y no sólo te resistes, sino que incluso bajas la escalera de puntillas, como te han mandado, para que no se enteren los vecinos…
Y luego en los campos penitenciarios te reconcome una idea. ¿Qué hubiera pasado si cada agente que sale por la noche a detener a alguien no pudiera estar seguro de volver con vida y tuviera que despedirse cada vez de su familia? ¿Qué habría pasado si durante una época de arrestos masivos, como por ejemplo Leningrado, cuando metieron en la cárcel a la cuarta parte de la población, la gente no se hubiera quedado en su madriguera, paralizada de horror al oír un portazo en la calle o pasos en la escalera? ¿Y si hubieran comprendido que ya no había nada que perder? ¿Y si los hubiéramos recibido con una barricada en el vestíbulo, con varios hombres armados de hachas, martillos, hurgones o lo que hubiera a mano? Sabíamos por anticipado que esas aves nocturnas tocadas con gorros no venían con buenas intenciones. No habría sido ninguna equivocación recibir a golpes a esos asesinos. O también podríamos haberles robado el coche o pinchado los neumáticos a ese "cuervo" que esperaba en la calle con sólo el chofer dentro. A los órganos de Seguridad del Estado pronto les habrían faltado agentes y material móvil, y por más que se empeñara Stalin se habría detenido la maldita máquina.
Si se hubiera hecho tal cosa, si se hubiera hecho tal otra… Sencillamente, nos hemos merecido todo lo que vino después…
Después de veinticuatro horas en el contraespionaje del Ejército, después de tres días en el contraespionaje del segundo Frente Bielorruso, donde mis compañeros de celda ya me habían puesto al corriente de todo (de las argucias de los jueces de instrucción, de las amenazas, las palizas; de que una vez detenido ya nunca te sueltan; de la inevitable condena de diez años), de pronto me encontraba milagrosamente libre, y ya llevaba cuatro días viajando como un hombre "libre" entre hombres libres, aunque mis costados ya habían descansado sobre la paja podrida que rodea las letrinas, mis ojos habían visto a hombres apaleados y privados del sueño, mis oídos habían escuchado la verdad, mi boca había conocido el rancho carcelario. ¿Por qué me callé? ¿Por qué no abrí los ojos a la multitud aprovechando mi último minuto en público?
(…) Unos seguían esperando un final favorable y temían echarlo a perder con un grito (téngase en cuenta que no nos llegaban noticias del mundo exterior, no sabíamos que desde el instante mismo de la detención nuestro destino ya nos deparaba lo peor, o casi lo peor, y que era imposible empeorarlo). Otros aún no habían madurado y no sabían cómo exponerlo todo en un grito dirigido a la multitud. Ya se sabe, sólo los revolucionarios tienen siempre a punto consignas que lanzar a la multitud. ¿De dónde habría de sacarlas el hombre pacífico, el hombre común que nunca se ha metido en nada? Sencillamente, no sabe qué podría gritar. Y al final, había aquellas personas que tenían el alma demasiado llena, cuyos ojos habían visto demasiado para poder verter todo este torrente en unos pocos gritos incoherentes. Pero yo, yo me callé además por otro motivo: porque estos moscovitas apiñados en los peldaños de las dos escaleras mecánicas eran pocos para mí, muy pocos. Aquí mi clamor lo oirían doscientas personas, o el doble, ¿y qué pasa con los doscientos millones restantes? Presentía vagamente que un día podría gritar a los doscientos millones… Pero de momento no abrí la boca, y la escalera me arrastró irremisiblemente hacia el infierno.
Y también me callaría en Ojótny Riad.
No gritaría al pasar por delante del hotel Metropol.
Ni agitaría los brazos en el Gólgota de la Plaza de la Lubianka.
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