LOS TRES MILAGROS DE VÍCTOR YURRE
Los tres milagros de Víctor de Yurre
Por Carlos Alberto Montaner
De acuerdo con la tradición católica, para declarar la santidad de un hombre bueno se necesitan tres milagros. Ese es el caso de Víctor de Yurre. Yo doy fe de ello. Lo he declarado santo sin esperar el visto bueno del Vaticano, y lo he colocado en mi altar particular desde hace mucho tiempo. Acaba de morir en Miami. Tenía 86 años y era extraordinariamente afectuoso. Deja una mujer y dos hijos brillantes. Fue uno de los tres alcaldes que tuvo La Habana tras la huida de Batista. A él le debo estar vivo y ser una persona libre.
Cuando Castro traicionó la revolución y la desvió hacia el comunismo, De Yurre rompió paladinamente con el gobierno y se pasó a la oposición. Pero aun fuera del poder y dedicado a discretas tareas conspirativas, Víctor conservaba buenas relaciones con la cúpula dirigente y las utilizaba con generosidad extrema para proteger a perseguidos y ayudarlos a escapar del país. La policía política lo vigilaba estrechamente, pero él sabía ocultar sus movimientos. A principios de 1961 mi madre y mi suegra, desesperadas, fueron a verlo. Eran sus amigas y le contaron lo que ocurría: yo había sido detenido junto a otros tres estudiantes y temían que me fusilaran. Nos acusaban de algo tan impreciso como ''conspirar contra los poderes del Estado'', pero en aquellos tiempos terribles el régimen mataba por meras sospechas o por escarmentar a la aterrorizada población.
El primer milagro de Víctor fue lograr que no se vulnerara la legalidad. En Cuba es un milagro hasta que se respete la ley. En ese instante yo tenía 17 años y el código penal prohibía aplicarles la pena de muerte a los menores de 18, pero todos sabíamos que constantemente el Estado violaba sus propias normas y mataba adolescentes. Víctor fue a ver a un comandante amigo que le debía un favor y le pidió algo sencillo y, para mí, vital: que se cumpliera la ley. Al fin y al cabo, yo sólo era un insignificante estudiante sin la menor jerarquía dentro de la oposición. Todos fuimos condenados a veinte años, aunque alguien debió quedar inconforme con mi sentencia porque sucedió algo insólito: una tarde me sacaron de la prisión esposado y me llevaron a un médico para que me hiciera unas radiografías de las articulaciones y poder demostrar que, en realidad, yo tenía más edad de la alegada. Nunca supe quién estaba empeñado en fusilarme. A esa edad no creía tener enemigos personales. Afortunadamente, no tuvo éxito.
El segundo milagro de Víctor de Yurre fue lograr que me trasladaran a una prisión de menores en las afueras de La Habana. En tiempos de la república se denominaba ''Torrens'' y la revolución la había rebautizado como ''Piti Fajardo'' en homenaje a un médico muerto en combate contra las guerrillas campesinas anticomunistas. En esa cárcel había un pabellón de jóvenes cautivos políticos, donde el menor tenía 11 años de edad y los mayores alcanzábamos los 17. Algunos antiguos presos comunes se habían transformado en guardias, maravillosa metamorfosis que me permitió comprarle a uno de ellos una hoja cortafierro por el precio de un dólar.
Estupendo. Ya tenía cómo serrar los barrotes de la celda, pero había un problema aparentemente sin solución: Torrens estaba dentro de una finca alambrada y no sólo tenía que evadirme del calabozo y del perímetro de los edificios del penal, sino también de la finca, salir de la zona y llegar a la ciudad antes de que nos recapturaran las patrullas. Para eso era necesario contar con un auto que no llamara la atención de noche en el vecindario del presidio.
Víctor de Yurre realizó su tercer milagro. Visitó a un oficial del Ejército Rebelde y le planteó el problema: tenía que recoger en su jeep militar, en cierto camino vecinal, ''a un muchacho que intentaría fugarse el miércoles próximo de madrugada''. El oficial rebelde, que era un anticomunista convencido, accedió valientemente. Si nos capturan, a él lo hubieran fusilado sin la menor vacilación. La historia es muy intensa y no cabe en un artículo, pero, finalmente, la noche indicada, sudorosos y asustados, dos jóvenes subieron al jeep. Rafael Gerada, un ex guerrillero herido en combate, era uno. Yo era el otro. A los pocos días nos asilamos en una embajada latinoamericana en La Habana. Unos meses más tarde salíamos al extranjero a estrenar la libertad. La vida nos daba una segunda oportunidad. Fue san Víctor de Yurre quien lo hizo posible.
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