LUNES DE VERGUENZA
Lunes de vergüenza
El lunes, en el Día Mundial de los Derechos Humanos, Cuba anunció que suscribía finalmente el Pacto sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales, y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de Naciones Unidas. Y para celebrar este hito en el avance de la sociedad civil hemisférica, las turbas fascistas aupadas por las autoridades les cayeron a patadas en plena calle a los integrantes de una manifestación disidente que no sobrepasaba la veintena.
Por supuesto, el futuro del país exige, como premisa de civilización, una apuesta por el perdón, la reconciliación y, en buen cubano, un descomunal ejercicio de vista gorda sobre medio siglo bajo la putrefactora sombra del castrismo, esa energúmena síntesis de cuatrerismo, estalinismo y banalidad que ha venido a encontrar su más perfecta expresión en las decrépitas reflexiones con que el Comandante en Jefe azota las primeras planas de la prensa oficial, vale decir, la única que se permite en el Primer Territorio Libre de América.
Pero cuesta trabajo pasar por alto la frenética ceguera con que la dictadura interpreta su aria final. No menos bochornoso es el manicurado silencio de la Iglesia Católica, la única institución nacional que a estas alturas del juego podía darse lujo de plantar cara ante una represión que, si ayer era un fruto de la prepotencia, hoy es transparente signo del miedo de una clase gobernante atrapada entre las añejadas urgencias de la realidad nacional e internacional y su incapacidad para despojarse de un pasado tan rico en impunidades y privilegios como pobre en legado.
Es innegable que desde la desintegración mental de Fidel Castro a fines de julio del 2006, su hermano y sucesor dinástico, Raúl Castro, ha concedido una mayor racionalidad a la gestión de gobierno. Sobre todo, al reparar, al menos retóricamente, en las perentorias necesidades de la población en materia de vivienda, alimentación y otros servicios. En los primeros meses, esta diferencia de estilo causó mesuradas expectativas. No porque Raúl prometiera cambios significativos. (De hecho, su mensaje es oprobiosamente continuista.) Sino porque la isla había sido gobernada durante medio siglo desde las antípodas de la cordura, sometida al cretino proyecto de hacer de Fidel una figura relevante en la arena internacional.
Ahora bien, que Raúl no sea un ególatra patológico no lo convierte en un demócrata. Lo que sí sabemos es que las condiciones internas y externas le van restando espacio, minuto tras minuto, a su margen de maniobra. (De ahí que uno se sienta tentado a apelar a su razón, como se apela en un naufragio a la naturaleza contemplativa de los tiburones.) Igualmente es obvio que Fidel, aun convertido en un díscolo y mezquino ectoplasma, constituye un paralizante lastre ante cualquier amago de genuina reforma. Pero el tiempo apremia y el equipo sucesor ha de tener claro que carece, dicho marxistamente, de las condiciones objetivas y subjetivas para emprender la senda de China o Vietnam sin que la nación le explote en las narices. Cuidado: soñando que llegarán a Pekín pudieran despertarse en Sarajevo.
Desde las ventanas del Palacio de la Revolución, sin embargo, es tentador sucumbir al espejismo de que hay dictadura para rato, tomando en cuenta la cobardía colaboracionista de la Iglesia (bendecida por una castradora política vaticana), la sumisión nauseabunda de la intelectualidad oficialista, la fragmentación de la disidencia y la ineficacia de los exiliados para promover una dinámica dentro del país. Harían mal las autoridades en avizorar un oasis donde acecha un abismo. La sociedad cubana ha ido acumulando unas tensiones políticas, económicas, raciales, regionales y generacionales que solamente podrían hallar sosiego (si ya no es tarde) en un amplio pacto democrático que implique de inmediato un marco de derechos y una razonable esperanza de bienestar.
Aquí, en Miami, aparte de apoyar incondicionalmente a la disidencia, muy poco puede hacerse. De esa impotencia se nutre el escándalo ante el dialéctico angelismo de la alta jerarquía católica cubana, tan distante de sus pares latinoamericanas que han testimoniado con su pellejo el apego a la misión de Cristo y el amor a sus rebaños. Por no hablar de los intelectuales, empantanados en un laudatorio conformismo de virreinato ultramontano que aunque no produce obras que sirvan a la inmortal absolución de sus señores tampoco alcanza la humilde decencia de brillar por su silencio.
Sería desfachatado, sentado en una cómoda poltrona del exilio, convocar la rebeldía del hombre común y corriente en las calles cubanas. No sucede así con reclamar la humana coherencia de aquellos llamados a velar por la rectitud de las conciencias, el sentido de las palabras y la integridad de la memoria colectiva. A quien reza de rodillas por la salvación de Fidel (¡Dios mío, han llamado a rezar por la vida de Fidel!) bien puede pedírsele que haga procesión por los presos políticos. A quien pone en verso la viril eficiencia de la Seguridad del Estado, bien puede pedírsele una oda (o tres) por las Damas de Blanco.
Una vieja canción de Silvio Rodríguez, atinadamente titulada El necio, ilustra un viejo temor de la nomenclatura castrista: ''Dicen que me arrastrarán por sobre rocas/ cuando la revolución se venga abajo''. Sin duda, esto habría que evitarlo a toda costa. Nada noble puede abonar la sangre de verdugos, colaboracionistas y víctimas encadenadas al papel de verdugos y colaboracionistas. Pero, vale preguntarse, compañeros poetas, compañeros dirigentes y militares, compañeros obispos, si ya no es hora de que ustedes también pongan un poquito de su parte.
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