LAGRIMAS NEGRAS
Lágrimas negras
Por Andrés Reynaldo
Cuba quiere libertad. Lo dicen esas mujeres de blanco que muestran por las calles de La Habana el coraje y la decencia que debían vestir los hombres de verde olivo. Lo dicen los jóvenes ahogados en alta mar cuyos cuerpos amanecen mordidos por los peces en las playas de nuestra conciencia. Lo dice (para ser románticos) el espíritu de los tiempos. Y lo dice, por omisión, el trastabillante dictador en sus habituales y caóticas reflexiones sobre la importancia de sí mismo, sobre la importancia de haber mutilado a una nación.
Rumoran que Fidel padece de incontrolables accesos de llanto. Que llora a la hora de la papilla y a la hora del baño, antes de la siesta y después del noticiero. Que llora cuando ve a Chávez y cuando se acuerda de Randy. ¿Llorará por las vidas que ha destruido? ¿Llorará por el deliberado dolor infligido a millones de sus compatriotas? ¿Por la abrumadora carga de rencor y desprecio que deja sobre los hombros de sus hijos y nietos? ¿Llorará, en fin, por algo o alguien que no esté emponzoñado por su leguleyo narcisismo y su espeluznante frialdad?
De Fidel se han escrito biografías y se han filmado documentales. Su principal hagiógrafo es un señor Premio Nobel y hasta Steven Spielberg (ese maestro del realismo socialista) lo considera un prodigio de virtudes. Sin embargo, nadie nunca nos ha dicho a quién ama Fidel. Sabemos que Hitler idolatró a su sobrina y que Stalin veneraba a su madre (solía llamarla virgencita). Trujillo, quizás, a sus hijos. Batista, sin duda, a los suyos. ¿Pero a quién habrá amado Fidel? ¿Por quién se habrá quedado sin apetito una semana? ¿Frente a quién habrá llorado en su adultez este hombre perturbadoramente lastimado en su infancia? Más importante aún, más terrible, ¿de qué lo puede redimir su llanto? ¿En qué medida sus lágrimas lavan las nuestras? ¿De qué vale que llore, si es que llora, como no sea para contaminar con los quejidos de su decrepitud el aterrado silencio que sembró en el corazón de los cubanos?
Ahora que los últimos espasmos de su vida biológica testimonian, con visos de sainete, su muerte política, Cuba tiene que atreverse a echar a andar sobre sus ruinas. Ante todo, hay que aprender a imaginar el mañana. Cierto que ser libre implica un mar de incertidumbres, pero el miedo al futuro no anula la posibilidad del futuro. Por suerte, el castrismo agotó en la diaria y dura práctica sus cantos de sirena. Allí no va a quedar un mito. Allí van a saltar en una tarde de primavera los monumentos a Lenin y las estatuas del Che. Allí se harán misas por Pedro Luis Boitel y se estudiará como una abyecta y cantinflesca rareza la cláusula de fidelidad absoluta a la Unión Soviética que contemplaba la Constitución de 1976.
Tuvo suerte Fidel. Tiene suerte Raúl. El proyecto revolucionario pudo cristalizar a plenitud. Los yanquis no invadieron, el ejército no se sublevó, el pueblo aguantó callado. Cincuenta años de poder absoluto, sin tener que perderse una sola borrachera. Al contrario, cobijados por la celebratoria fanfarria de la progresía, desde las odas de Silvio a los conciertos de Serrat, desde los poemas de Córtazar a las bendiciones de Leonardo Boff, desde las meditaciones de Sartre a las coqueterías de Danielle Mitterand. Lástima que el proyecto haya sido una reverenda mierda. Lástima que el mayor logro de la revolución haya sido Miami.
¡Qué ironía, don Miguel Barnet! ¡Qué rizo del realismo mágico, don Cintio Vitier! Cientos de miles de presos políticos, decenas de miles de fusilados, la UMAP, Villamarista, la libreta de racionamiento, los procesos de depuración ideológica contra homosexuales y creyentes, las campañas de subversión en el Tercer Mundo, las guerras en Africa, los brutales sacrificios del período especial, el picadillo de claria, los bistés de frazada de piso y todo para convertir un sureño balneario de tercera categoría, desventajosamente rodeado de pantanos, en el verdadero milagro cubano de todos los tiempos. A 90 millas. Con Palacio de las Fritas, Colegio de Belén y hasta Casa de los Trucos.
A la larga, lo mejor de la revolución han sido sus opositores, sus víctimas, sus humildes antídotos. Dentro y fuera de la isla. Los gusanos, los blandengues, los apátridas, la escoria, los mismísimos mercenarios del imperialismo. Los que envían el dinero de las remesas. Los que tararean el himno nacional en una celda de castigo. Cuba quiere libertad. Y ya sólo es cuestión de abrir un par de ventanas. Pensándolo bien, ¿será esto lo que ha puesto a llorar a Fidel?
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