EL OCASO DE UN EJÉRCITO
El ocaso de un ejército
Por Rafael Rojas
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Las tropas batistianas habían logrado algunos triunfos, como el aniquilamiento en Camagüey de la columna 11, que dirigía el capitán rebelde Jaime Vega, por la compañía 97, al mando de los oficiales Domingo Piñeiro y Lorenzo Otaño y de los propios jefes provinciales Leopoldo Pérez Coujil y Armando Suárez Suquet. Pero ya en octubre de 1958, el general Francisco Tabernilla Dolz, jefe del estado mayor, y el propio Batista estaban convencidos de que la única manera de enfrentar con éxito la ofensiva rebelde era por medio de un levantamiento del embargo de armas, al cual, según ellos, contribuirían las elecciones presidenciales del 3 de noviembre y el reconocimiento de sus resultados por parte del gobierno de Eisenhower.
El ejército y la policía se involucraron en la contienda electoral para contrarrestar las amenazas de muerte a quienes participaran en la misma, lanzadas por algunos revolucionarios, y, naturalmente, para manipular el proceso. La abstención, el desequilibrio en el manejo de recursos públ
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Aunque Batista no estaba totalmente desprovisto en el mercado de armas --Gran Bretaña le había vendido aviones Sea Fury y tanques Comet, lo que provocó que la Sierra decretara la confiscación de bienes a propietarios ingleses y el boicot a la Shell-- un cambio de política en Washington habría tenido alto valor político para su tambaleante gobierno. El propio embajador Smith y sus interlocutores en el Departamento de Estado pensaban, en cambio, que una salida posible sería la renuncia del presidente y la formación de una junta cívico-militar, encabezada por algún oficial de prestigio, como el cautivo coronel Ramón Barquín, y algún notable de las élites, como el presidente de la compañía Bacardí, José Bosch.
Más o menos esa fue la oferta que el Departamento de Estado, a través del magnate William D. Pawley, hizo a Batista a principios de diciembre. Como es sabido, el presidente rechazó esa y otras transacciones similares, provenientes de su propio estado mayor, esperanzado en que la situación podría controlarse militarmente hasta el 24 de febrero, cuando tomaría posesión Rivero Agüero. Los cambios de última hora en las jefaturas militares --el veterano José Eleuterio Pedraza a cargo de Las Villas y Río Chaviano, de nuevo, al mando de Oriente--, y la operación del tren blindado, que transportaría refuerzos hacia el centro de la isla y materiales para reparar puentes y carreteras, fueron pensados con el fin de recuperar el control de las ciudades y obligar a los rebeldes a subir, nuevamente, a las montañas.
La multiplicación de los frentes guerrilleros, sin embargo, había avanzado demasiado. Las columnas de Húber Matos y Juan Almeida sitiaban Santiago de Cuba, Camilo Cienfuegos controlaba Yaguajay y las tropas del Che Guevara, coordinadas con las de Chomón y Cubela, amenazaban Sancti Spíritus y Santa Clara. El propio Castro dejó su segura comandancia de la Plata, desde donde Jorge Enrique Mendoza y Violeta Casals trasmitían Radio Rebelde, y se enfrentó con doscientos hombres a la guarnición de Guisa. Los tres oficiales que habían demostrado una mayor destreza en el combate a los rebeldes --Suárez Suquet, Pérez Coujil y Ugalde Carrillo-- estaban ubicados en Camagüey y Holguín, no en Las Villas y Oriente, donde se decidía la guerra.
Antes de una derrota militar, el ejército de Batista sufrió una disolución política. Incapaz de organizar la defensa de Santiago de Cuba y Santa Clara, Tabernilla Dolz se reunió a mediados de diciembre con el alto mando de la isla: el jefe de inteligencia militar Irenaldo García Báez, los generales Río Chaviano, Cantillo Porras, Robaina Piedra, Tabernilla Palmero y hasta el jefe del cuerpo de ingenieros, Florentino Rosell Leyva, encargado de la operación del tren blindado. Según Batista, y a sus espaldas, Tabernilla dijo entonces ''que consideraba perdida la causa'' y conminó a sus subordinados a negociar una ''tregua'' o un ``entendimiento con los alzados''.
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