EL HAMBRE DE LAS DICTADURAS
El hambre de las dictaduras
Por Rafael Rojas
Winston Churchill, quien tuvo que enfrentarse a la Alemania de Hitler y a la Rusia de Stalin, sabía de qué hablaba cuando dijo que ''los dictadores cabalgan sobre tigres hambrientos que no se atreven a desmontar''. Algunos han interpretado la frase como una alusión a la sed de poder de los caudillos. Otros, como un comentario sobre el permanente peligro, advertido por Tocqueville, de que las democracias sean barridas por una tiranía popular. Sin embargo, Churchill se refería a otra sed, a otra hambre: la de legitimidad.
Todas las dictaduras, desde la de Amasis, el rey de Egipto que, según Herodoto y Aristóteles, se autoerigió una estatua de oro para mitigar su impopularidad, saben que son ilegítimas. De ahí esa ansiedad por legitimarse ante el pueblo a través de mecanismos simbólicos o plebiscitarios y no por medio de elecciones regulares, representación parlamentaria o alternancia en el poder. Para los dictadores, el gran desafío es siempre la invención de otra legitimidad, que podríamos llamar histórica. Cuando la autoridad de una misma persona o un mismo partido perdura, un régimen políticamente ilegítimo puede volverse históricamente natural.
Ese proceso es fácilmente observable en Cuba, en los diez años que van de 1961 a 1971. Tras la suscripción oficial del ''socialismo'', los cinco hombres más importantes del nuevo gobierno, Fidel Castro, Raúl Castro, Ernesto Guevara, Carlos Rafael Rodríguez y Raúl Roa apostaron por una alianza política y militar con la Unión Soviética. Esa localización geopolítica en la guerra fría fue la racionalidad en que descansó la solicitud de instalación de misiles en la isla. Luego del pacto Kennedy-Jrushov, en el otoño del 62, que impidió una guerra nuclear en el Caribe, algunos de aquellos políticos, como el Che y, en menor medida, Fidel, se distanciaron de Moscú.
Como han narrado sus dos mejores biógrafos, Jon Lee Anderon y Jorge Castañeda, Guevara fue prosoviético hasta octubre del 62. Tras la frustración de aquel otoño y hasta su partida al Congo en 1965, el presidente del Banco y Ministro de Industrias defendió una política económica diferente a la de Carlos Rafael Rodríguez y los viejos comunistas, quienes recomendaban la adopción del método de planificación soviética. La tensión entre guevaristas y prosoviéticos, durante aquellos años, abrió un nuevo flanco en la pugna entre revolucionarios comunistas y no comunistas y facilitó a Castro la administración de conflictos dentro de la élite.
La purga de algunos líderes del viejo partido --los dos golpes contra Aníbal Escalante, el del 62, cuando el ''proceso al sectarismo'', y el del 68, cuando la ''microfacción'', que incluyó el encarcelamiento de más de cuarenta socialistas cubanos, además del arresto domiciliario de Joaquín Ordoqui y Edith García Buchaca en el 64-- no sólo tuvo que ver con la lucha por el poder, entre el 26, el Directorio y el PSP, sino con la negociación de cierta autonomía dentro del comunismo mundial. A insistencia de Guevara, Castro comprendió que su régimen necesitaba, junto a la legitimidad comunista, otra legitimidad ''anticolonial'' o tercermundista, que le permitiera ejercer liderazgo sobre las izquierdas latinoamericanas, africanas y asiáticas.
Esa doble legitimidad le permitió a La Habana jugar a dos bandas --la ''coexistencia pacífica'' y la lucha armada-- y reproducir su poder dentro y fuera de la isla. La esencia de aquel desdoblamiento se puso a prueba en el 68, con el respaldo a la invasión soviética de Checoslovaquia --unido al reclamo de que Moscú no hacía lo suficiente por Viet Nam y otros países del tercer mundo-- y la contención del guevarismo dentro de la clase política cubana, a partir de ese mismo año. Guevara nació como ícono justo cuando Castro resolvió abandonar sus ideas por las de sus rivales, los comunistas prosoviéticos, algunos de los cuales estaban presos por defender políticas que él mismo adoptaría a partir de 1971.
El hambre de legitimidad explica todas las alianzas internacionales del régimen cubano en las últimas cuatro décadas: desde la Nicaragua de Ortega hasta la Venezuela de Chávez y desde la Etiopía de Mengistu hasta el Irán de los ayatolás. Pero esa hambre es también la que motiva los desplazamientos y las reconversiones de la ideología oficial. Cuando en 1992 el Partido Comunista de Cuba, sin cambiar su nombre, comenzó a colocar el marxismo-leninismo en un segundo plano no fue porque sus jerarcas cuestionaran aquella doctrina, sino porque la persistencia del orden totalitario demandaba una simbología anclada en la ''identidad'' nacional.
Decía León Trotsky, en su Historia de la revolución rusa, que ''todas las revoluciones son siempre charlatanas''. La cubana no fue una excepción: ni antes de llegar al poder ni después de conquistarlo y preservarlo durante medio siglo. La retórica de Fidel Castro es un universo poblado de charlatanería jingoísta, en el que un país pobre y autoritario del Caribe es presentado como modelo de desarrollo social y cultural en Occidente. Tan sólo el hecho de que el chovinismo se haya entronizado como lenguaje político en el estado cubano es señal de que el ansia de legitimidad obsesiona a la élite del poder insular.
2 Comments:
Rafael, q dificil son entender tus panfletos.....
Muy bueno. A ver cómo se legitimiza Maduro después del fraude, la represión en las calles y la persecución de líderes y diputados opositores.
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