domingo, diciembre 21, 2008

POR LA ORILLA FLORECIENTE

Tomado de El Nuevo Herald.com



Por la orilla floreciente

Por Manuel Vázquez Portal


La décima me viene de un patio florecido y una batea. Entre pompas iridiscentes que se elevaban, mi madre, las improvisaba con arrullos de mansa paloma. Le brotaban tersas y livianas como las mismas pompas de jabón. Era una fiesta del éxtasis. Mientras tarareaba parecía escuchar una música universal que pone en fila a la belleza y aquieta los pesares. Ella quedaba suspendida por esa melodía que venía de lo ignoto y la transformaba en fábulas con que bordaba en el aire de la mañana. Volaba. Trinaba:

El patio donde crecí/ fulgía de rojas ascuas/ cuando las flores de pascuas/vestían de carmesí./ Entre esmeralda y rubí/ eran rapsodas que al viento/ silbaban con dulce acento/ como de décima pura/ que todo olvido nos cura/ y salva del sufrimiento.

Y luego otra y otra y otra. Era fontana de ternura mi madre. Saltaba del punto espirituano a la tonada Carvajal; de la tonada vueltabajera, al punto camagüeyano. Parecía no respirar, no estar allí luchando contra la mugre que con mis retozos yo ponía en mis camisas. Era como una musa intocada por la faena y la fatiga. Flotaba.

El amor por la décima improvisada se me hizo crónico. Donde vibraba un laúd y se alzaba una tonada, allí estaba yo. Me gustaba ver cómo aquellos seres tocados por un hechizo inexplicable quedaban por un instante cabizbajos, como en trance, y cuando alzaban la frente, irrumpía la metáfora sorprendente y obligaban al contendiente al hallazgo superior. Era una lidia de la hermosura con la cárcel de la estrofa inflexible. Guerreros parecían. Si los aedas antiguos cantaban a las glorias de Aquiles y de Eneas, estos cantaban a la gracia de la guajira zalamera o el montero audaz. Si aquellos lo hacían al cimbrar de una cítara, estos al puntear de una guitarra, pero con la misma aura de inefabilidad que los envuelve. Son elegidos.

Cuando dejé Cuba pensé que dejaba también ese agasajo para el espíritu. Temía no volver a ver dos poetas que, como gladiadores que se enfrentan sólo con las lanzas de sus pensamientos, tornan la noche un castillo encantado. Gracias a Dios, me equivoqué. En esta orilla, floreciente, con un producto interno bruto --sólo de cubanos exiliados-- varias veces más alto que el de la isla, también se cantan décimas.

Efraín Riverón, quien cumplía años --no digo cuántos porque los poetas son intemporales-- me invitó a una canturía y fue como si me hubiera invitado a visitar al propio niño que fui mientras mi madre guardaba caireles en el finísimo cofre de una pompa de jabón. Asistí y resucité. En el patio de Ñico y Odalys, donde me acompañaba el guajiro Sindo Pacheco, me vi otra vez de sombrero y pantalón vaquero, sobre mi vieja yegua Clementina, zurciendo de sartanejos la sabana. Allí estaban aquellos seres que al ojo parecen comunes pero que al alma son excepcionales.

Pablo León apoltronaba en una silla sus noventa años. La serena voz desgranando yambos. Era un Homero tropical. Augusto. Los ojos ausentes parecían no mirar pero veían más que todos. Veían un bohío náufrago en las pupilas de un toro si Pinar del Río le viajaba en la memoria y su canto era el retorno del olor de la guayaba.

Rafael Acosta, el cuerpo diminuto y el verso por los celajes, se preguntaba si en las rosas de papel podían beber rocío las mariposas. Roberto García y Ricardo González, gallos finos en un combate mágico y sin sangre, espoleaban las estrellas y las ensartaban al delicado cordel de la espinela como cuentas de luz. Fabricaban un collar de relumbrones para que nos adornara las gargantas mudas.

Ieusbel Rodríguez y Edel Riverón en una puja de sinestesias, en un pulso de hipérboles trasformaban en guirnaldas de cocuyos los aromas que traía el viento, abrían un surco limpio entre Miami y Las Tunas para que el alma viajara hasta El Cornito.

Se partían las cuerdas del laúd y jadeaba la guitarra pero aquellos seres no parecían regresar de su embeleso. Le cantaron a lo humano y lo divino. Altos. Deslumbrantes. Infatigables. Infinitos. Llegó la madrugada. Un gallo, quizás desde Morón, dijo que acababa la canturía. Y nos quedamos con ganas.