PEQUEÑAS REPRESIONES
Pequeñas represiones
Por Alejandro Rios
La gentil enfermera que me atiende en la consulta de mi médico de cabecera vive con su esposo, también vinculado a los servicios de salud, en Miami, donde esperan que el gobierno de Cuba les entregue a sus hijos la llamada ''tarjeta blanca'' o permiso para poder salir del país.
Son dos jóvenes que ya tienen la visa de los Estados Unidos y añoran reunificarse con sus padres, quienes son considerados ''desertores'' por haber abandonado misiones médicas en el extranjero y deben pagar su infidencia a los Castro con la separación familiar.
Quebrar la familia ha sido, desde el comienzo, una de las armas más eficaces de la revolución. Por las calles de Miami abundan las personas que sufrieron, desde el principio, la práctica deleznable heredada de la filosofía estalinista.
Una secretaria, ya anciana, me contó como en los años sesenta, luego de purgar por un año en una granja agrícola el deseo de partir de Cuba, su familia fue autorizada a viajar a los Estados Unidos.
El día no lo olvida porque a punto de partir el avión subió un gendarme, invocó el nombre de su esposo, le dijo que había un error en el pasaporte y lo instó a que lo siguiera. El avión partió sin el pasajero y el matrimonio se reunió en el exilio siete años después.
Durante los años noventa mi padre decidió regresar a los Estados Unidos, donde vivió desde los años cincuenta hasta 1962, en que regresó a Cuba en calidad de repatriado para reunirse con sus hijos, que ya habían partido o escapado de la isla por las más singulares vías. Entonces tuvo que llenar una de esas planillas que los cubanos llaman ''cuéntame tu vida'' para poder recibir la tarjeta blanca porque ya obraba en su poder la visa de los Estados Unidos. Siendo un hombre honesto, no se abstuvo de responder la pregunta sobre la deserción de un algún familiar y, si así fuera, en qué circunstancias había acontecido el hecho.
Mi hermano mayor, empleado de la línea Aerocaribbean, se había escurrido durante un viaje a Nicaragua y apareció luego en Miami. Mi padre asentó el dato porque consideró que la fuga obraba en los archivos de la policía y no quería que entorpecieran su salida por mentir o esconder evidencia de lo que en Cuba se considera un delito.
Pasó mucho tiempo desde que entregara la documentación y no recibiera ningún tipo de respuesta. Le escribió al ministro del Interior, a la sazón el siniestro Ramiro Valdés, pero nunca sus reclamos fueron atendidos de manera oficial. Luego de mucho insistir, lo recibió un oficial de esa dependencia que tuvo a bien informarle que el permiso de salida estaba pospuesto al menos por los próximos cinco años debido a la deserción de su hijo.
En vano trató de argumentar con el militar. Le dijo que su vástago era un adulto con familia propia y él no conocía de sus planes. Se atrevió a preguntarle bajo qué ley lo castigaban a él por un supuesto delito cometido por su hijo y el guardia, imperturbable, le ripostó que se trataba de una ``resolución''.
La ordalía absurda de mi padre duró unos cuantos años. Cada cierto tiempo visitaba las dependencias represoras y la respuesta era la misma: cinco años de escarmiento.
En 1994, el mismo año que la escritora cubana María Elena Cruz Varela fue autorizada a salir de Cuba, al parecer durante una amnistía no escrita que mucho depende de la presión internacional, mis padres recibieron, de manera imprevista, la dichosa tarjeta blanca y pudieron reencontrarse con sus hijos en Miami para continuar siendo personas honestas y felices en su tercera edad.
Transcurren las décadas que ya suman el medio siglo, se demandan cambios drásticos en el diferendo entre Cuba y los Estados Unidos y la naturaleza de la bestia no ha cambiado ni un ápice su forma taimada de operar. En su afán pragmático y mercantil, antes de hacer concesiones apresuradas la alta política no debe olvidar las pequeñas y diarias represiones que hacen difícil y denigrante la vida de los cubanos comunes.
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