domingo, julio 26, 2009

UN NIÑO FRENTE A LA REVOLUCIÓN

Tomado de http://www.cubaencuentro.com



Un niño frente a la revolución

*******************
A 56 años del asalto al cuartel Moncada, el escritor Vicente Echerri relata la otra cara de la épica revolucionaria.
Justify Full*******************
Por Vicente Echerri
Nueva York | 24/07/2009


Al tiempo que el régimen castrista se dispone a conmemorar una vez más el asalto al cuartel Moncada y cuando la comunidad internacional parece avenirse al concepto de que su larga estancia en el poder constituye su mejor carta de legitimidad, persisto en negarle permanencia a ese fenómeno que se impuso en la vida cubana, con el consorcio de gran parte del pueblo, aquel día de Año Nuevo de 1959 en que se desplomaron las instituciones políticas de nuestra república.

Ninguna fecha es tan trágica en mi memoria. Me gustaría poder borrarla de mis recuerdos como una pesadilla, pero tal amnesia resultaría fútil, porque ese día, los hechos de ese día, determinan el resto de mi vida como el resultado de un maleficio inescapable y paradójico: la simultánea cancelación y perpetuación de la infancia. El triunfo de la revolución cubana ese 1 de enero le puso un abrupto fin a mi niñez y, al mismo tiempo, me congeló definitivamente en ella. Más de medio siglo después y, a pesar de mi aparente envejecimiento, es el niño que aún soy quien escribe este texto.

A los diez años recién cumplidos que tenía en vísperas del triunfo de la revolución, y pese a que no me faltaron juegos y diversiones, solía leer —además de novelas de aventuras, textos de historia y cuanto libro caía en mis manos— los dos o tres diarios que llegaban a casa, así como varias revistas, nacionales y extranjeras, entre estas últimas Life y la brasileña O Cruzeiro. Me interesaba la actualidad política del mundo —las tensiones de la Guerra Fría, las convulsiones que estaban ocurriendo en los territorios coloniales, la puja entre democracia y autoritarismo que vivíamos en América Latina— afín a la geografía universal que estudiaba en mi aula de sexto grado.

(Fidel Castro, a principios de los años sesenta. (BETTMANN/CORBIS/THE GUARDIAN) )

En ese contexto me repugnaba la violencia revolucionaria, que parecía haber alcanzado una apoteosis en la Unión Soviética y en China. Me parecía inconcebible que Estados Unidos, que había llegado al término de la Segunda Guerra Mundial con una incontrastable supremacía, hubiera permitido los avance de Stalin por media Europa y la paridad atómica de la URSS. Ya entonces no le perdonaba a Truman el haberle impedido a MacArthur la destrucción del régimen maoísta.

Rechazo semejante me provocaba la revolución que en ese momento tenía lugar en Cuba y que, a partir del verano de 1958 —cuando fracasara la pregonada "ofensiva" del gobierno contra la guerrilla de la Sierra Maestra—, aumentaba peligrosamente su pertinencia. Abominaba esa revolución, no tanto por simpatía hacia un régimen que no podía mostrar limpieza de origen y cuya corrupción y arbitrariedades eran notorias, cuanto por repugnancia hacia el fenómeno revolucionario mismo, hacia la idea de que un grupo de irregulares pretendiera derribar las instituciones consagradas para imponer un nuevo orden; de que una serie de hechos violentos y torpes, de simples actos delictivos, pudieran llegar a establecerse como fuente de derecho.

Coexistencia familiar

El tema solía abordarse en las reuniones de los mayores de mi casa —familiares y amigos bastante equitativamente divididos entre "batistianos" y "revolucionarios"— a las que yo asistía con cierto recato infantil, aunque en alguna que otra ocasión me atreviera a participar. Más de una vez, los simpatizantes de la revolución solían defender la legitimidad del hecho insurreccional apelando al precedente de nuestra propia guerra de independencia contra España: una vanguardia ilustrada, anhelosa de dotar al país donde vivía de una identidad soberana que, ante la intransigencia de la metrópoli, había recurrido a la violencia revolucionaria para constituir un nuevo Estado.

Recuerdo que mi madre —que consideraba a los rebeldes una banda de facinerosos— defendía la revolución separatista como un movimiento fundacional, en tanto le negaba ese crédito a las revoluciones como la que vivíamos, más cercanas a la guerra civil.

Este argumento me resultaba bastante convincente (y aun hoy estaría dispuesto a defenderlo), pero entonces llegué a pensar que, si iba a ser consecuente con mi posición antirrevolucionaria, no podría extenderle mis simpatías a los próceres independentistas —por quienes los míos sentían auténtica veneración— y que tal vez España y el máximo exponente de su campaña antiguerrillera en Cuba, Valeriano Weyler, habían tenido después de todo la razón.

Me acuerdo que el 10 de febrero de 1958 decidí conmemorar —con un montón de banderas españolas y un retrato de Weyler— la llegada a Cuba del temible y denostado capitán general, gesto que mi familia tomó como un deliberado insulto a la memoria de mi abuelo mambí, quien había muerto en esa misma fecha ocho años antes.

Sin embargo, las tácticas de contrainsurgencia de Weyler —como la de sacar a los campesinos de una zona donde operan guerrillas— son, hasta la fecha, de probada eficacia. Batista contempló evacuar a unos 50.000 habitantes de la Sierra Maestra a mediados de 1958; pero bastó que el ex presidente Grau lo acusara de remedar a Weyler para que abandonara la medida. Pocos años después, el régimen castrista la aplicaría con éxito en el Escambray y, ahora mismo, el gobierno de Pakistán no ha vacilado en desplazar a dos millones de personas con vistas a liquidar un foco guerrillero.

El triunfo de la revolución me encontró en La Habana, acompañando a un tío mío que esperaba entrar en posesión de un alto puesto en el Ministerio de Educación, en el gobierno que estrenaría el presidente electo el 24 de febrero del 59. En el ínterin, cuidábamos la casa de otro tío que se encontraba con su familia como exiliado político en Nueva York: ¡los adversarios de la contienda civil coexistían amorosamente dentro de la misma familia!

Alegría obscena

Si pudiera simbolizar lo ocurrido aquel primer día del triunfo revolucionario, lo representaría con el estrépito de una avalancha, en el que se mezclaban los aullidos de la muchedumbre, el ruido de los parquímetros que descabezaba la turba, el asalto a los casinos… A mí lo que más me preocupaba y consternaba era el espíritu de arrolladora inevitabilidad (que había logrado deslegitimar al instante el intento de darle una continuidad constitucional al gobierno acéfalo).

Mis mayores, acostumbrados a otras crisis, para quienes la caída de Machado 25 años antes no era algo tan remoto, empezaban a pensar que se trataba de un simple cambio de papeles entre protectores y protegidos y que, más o menos, todo seguiría igual. Los asaltos a las casas particulares no parecían tan violentos como el 12 de agosto del 33 y, hasta donde uno sabía, no se habían producido linchamientos. En pocos días veríamos que la revolución en el poder impartiría "justicia" mediante tribunales de sangre.

Sin embargo, a mí no lograron convencerme los argumentos con que, en mi familia, se tranquilizaban mutuamente los revolucionarios victoriosos y los ex gubernistas derrotados. Mis instintos, más que cualquier conocimiento, me advertían contra aquella aparente unanimidad. De súbito, la revolución y sus líderes se convertían en iconos incuestionables e intocables, por encima de las contingencias de la política tradicional.

Esa súbita sacralidad me aplastaba y me conturbaba. Aunque tal vez no fuera capaz de definirlo con estos términos, me di cuenta entonces de que nuestro país había salido del ámbito de la historia tradicional (al cual pertenecían Batista y sus matones y los políticos que se les oponían y los periodistas que los denunciaban, etcétera) para entrar en la intemporalidad de la historia sagrada. La desbordante y universal alegría con que el pueblo saludaba a la revolución era lo más obsceno.

Por supuesto, esa unanimidad era aparente. Aunque apoyado por una inmensa mayoría, el castrismo nunca contó, en verdad, con los porcentajes de respaldo popular que sostienen aún muchos de los estudiosos de la revolución, tanto amigos como enemigos.

( Simpatizantes de Batista en un rally de 1954; foto posteada por el blogguista )

Aunque apenas visibles en aquellos primeros días, había por lo menos tres segmentos de la ciudadanía que no participaron de ese entusiasmo inicial: la vasta nómina de empleados públicos, que debían sus puestos al gobierno y que esperaban, lógicamente, la inmediata cesantía (salvo a los que amparaba un estatuto de inamovilidad, como era el caso de jueces y maestros); los pequeños propietarios agrícolas que, por tradición y desconfianza natural, nunca son revolucionarios y que, en el caso de la sierra del Escambray y de la cordillera de los Órganos, no tardaron en nutrir las filas de la contrarrevolución activa; y los estratos más bajos de la población, sobre todos los negros, entre quienes Batista siempre había tenido sus aliados más fieles.

La revolución había sido hechura de la clase media, mayoritariamente blanca, a la que se sumaban algunos sectores obreros y, por convicción o conveniencia, gran parte de la clase alta. Puede afirmarse, además, que había un ingrediente de racismo en la oposición a Batista: su mestizaje le enajenaba a casi toda la población social y económicamente activa del país.

No habría de pasar mucho tiempo antes de que la clase media siguiera a la clase alta empresarial como víctima de los desmanes del poder revolucionario y empezara a desertar masivamente. Sin embargo, esa pérdida de popularidad para el régimen se vio compensada por la captación de sectores más pobres y marginados que no habían simpatizado con la revolución en el principio y que se incorporarían luego, seducidos por las demagógicas promesas del poder y un explicable resentimiento social. Es decir, los negros batistianos se harían revolucionarios por el mismo tiempo en que muchos blancos desencantados de la revolución se marginaban o tomaban el camino del exilio.

La voluntad de cambiarlo todo

Por mi parte —y sin consultar con nadie—, decidí no reconocer como legítimo ese "nuevo orden" que se instauraba con un jolgorio universal. La fascinación de casi todos con el ostentoso desaliño de los triunfadores era la señal más visible de los tiempos que se iniciaban, y su fealdad me entristecía. En los días sucesivos, la llegada a La Habana de los rebeldes, con sus barbas, sus escapularios y su mugre, fue un ingrediente que degradó de inmediato el carácter de la ciudad. Nadie hubiera podido imaginar en ese momento que el envilecimiento masivo de un pueblo y la destrucción física de uno de los conjuntos urbanos más bellos del mundo había comenzado.

Objetivamente, La Habana de 1959 seguía siendo una ciudad hermosa y pujante, a la que se sumaba el regocijo general por el fin de una guerra y el estreno de un gobierno muy popular; sin embargo, por debajo de esas apariencias (o, más bien, reflejado dramáticamente en ellas) algo más importante y vital —muchísimo más que el derrocamiento de una dictadura— había sufrido un quiebre, y yo lo percibía, aunque no fuese capaz de expresarlo claramente en categorías intelectuales.

Lo sentía con esa particular sensibilidad que tienen los niños para entender ciertos fenómenos primordiales —esa intuitiva captación de lo maravilloso— que luego la razón adulta se niega a reconocer; y, al mismo tiempo, lo entendía con la alarma de algo que agredía mis naturales o incipientes criterios estéticos: la realidad que se nos imponía era fea —acaso porque era caprichosa e improvisada— y esa desarmonía contaminaba y maculaba todo, el orden mismo de una cultura, los soportes de la convivencia civilizada.

Si algo advertí enseguida, como una agresión casi física, era la voluntad del poder revolucionario de cambiarlo todo, de trastocarlo todo, empezando por los nombres (al campamento militar de Columbia, fundado por el ejército interventor a fines del siglo XIX, no tardaron en rebautizarlo con el ridículo nombre de Ciudad Libertad), con la deliberada intención de interrumpir nuestra continuidad histórica, de marcar un divorcio con lo precedente, al tiempo que el pasado se execraba, se adulteraba, se envilecía.

( Rebeldes en el Palacio Presidencial; al teléfono el Comandante Camilo Cienfuegos parado encima de unos de los valiosos retratos que adornaban al Palacio; hasta pinturas del relevante pintor Menocal fueron retiradas y dañadas. Foto y notas publicadas por el blogguista )

La revolución triunfante se presentaba como una fuerza indiscutible que inauguraba una nueva era. Esa novedad no lograba suscitar ni un átomo de mi entusiasmo; al contrario, yo estrenaba la nostalgia por los valores, costumbres, hábitos, atuendos y maneras que el nuevo poder empezaba a dejar detrás. Mi amor pertenecía por entero al mundo que desaparecía.

Regresé a mi natal Trinidad a fines de enero, luego de haber presenciado la entrada en La Habana del líder de la revolución a quien, ese mismo día, una de mis tías, fervorosa lectora de las Escrituras, no dudó en definir como "una bestia del Apocalipsis". Cuba ingresaba, pues, en la escatología milenarista mediante una revolución popular dirigida por un agitador elocuente que, desde el primer momento y más allá de cualquier discurso conciliador, se proponía la subversión de lo tradicional.

Nuestro país se hacía una extensión de los poderes de las tinieblas por obra de aquel orador que enardecía a la multitud con una paloma en el hombro. Me di cuenta horrorizado que habíamos caído en una trampa gigantesca, víctimas de un hechizo colectivo, del que sólo podría sacarnos un poder externo y superior.

Cuando volví en mayo a La Habana, las señales del incipiente deterioro se me hicieron notorias, pese a que —visiblemente— la ciudad se conservaba intacta. Todavía estaba espléndida, pero con un ligero toque de vulgaridad que la degradaba.

Por ejemplo, apenas si se veían hombres con trajes blancos de lino y sombreros de Panamá que, por generaciones, habían caracterizado el verano de Cuba; y los hermosos jardines del Capitolio, donde había dejado de sesionar el Congreso, estaban llenos de tractores en celebración de la Reforma Agraria. Esto último no sólo afeaba el entorno, sino que rebajaba la dignidad del edificio más emblemático de la república. Ahora creo que ese efecto era el resultado de la decisión deliberada de acanallarlo todo, acorde con la chabacanería que, abierta o insidiosamente, empezaba a adueñarse de la sociedad.

'Aspiro a recobrar el curso de mi infancia'

El verano de 1959 sería largo, tan largo que, para mí, no ha terminado todavía. Ha pasado medio siglo con todos los posibles incidentes —amables y desgraciados— que pueblan cualquier vida en ese lapso; pero, en lo más íntimo de mi psique, ese mes de septiembre en que habría de cumplir 11 años, a tiempo de iniciar otro curso escolar, no ha llegado aún.

Mi mundo anímico —donde la madurez debe arraigarse— sigue uncido a la noria hechizada en que transitan mis diez años y el advenimiento de un régimen en cuya provisionalidad sigo insistiendo como un artículo de fe y cuya desaparición es inseparable de cualquier logro personal. Aspiro a recobrar el curso normal de mi infancia —eternizada en un secuestro— para, simultáneamente, poder trascenderla de una vez. El requisito indispensable para que esto suceda y se quiebre el pavoroso encantamiento es sólo uno y lo conozco desde el principio: el brusco fin de la revolución cubana.

© cubaencuentro.com

1 Comments:

At 10:38 a. m., Blogger Unknown said...

Me ha emocionado la finura y sensibilidad de su articulo.Como español desconozco los hechos de primera mano,pero el palpito que tengo de lo ocurrido entonces y confirmado por los hechos posteriores ,no hacen sino darle la razon en los mas minimos detalles....por si le sirve de consuelo le hago un paste de un email que envie en el 2009 a 'info@cubavision.icrt.cu' que dice lo siguiente:
NO OS DA VERGUENZA DE LA MISERIA QUE PADECEIS,NO OS DA VERGÜENZA SEGUIR MANTENIENDO A ESE REGIMEN,NO OS DA VERGÜENZA ESTAR EN MEDIO DE TODAS LAS CAUSAS INJUSTAS Y ESTRAFALARIAS,NO OS DA VERGÜENZA DEFENDER LO ANTINATURAL E INDEFENDIBLE,NO OS DA VERGÜENZA SEGUIR VAGUEANDO RODEADOS DE SUCIEDAD,PARA QUE OS DIERA VERGÜENZA TENDRIAIS QUE TENERLA.
OS HABEIS QUEDADO EN LA ISLA TODO LO LUMPEN,LO INUTIL,LOS COBARDES Y LOS FRACASADOS.HABEIS CONVERTIDO UN TERRITORIO QUE SE ENCAMINABA AL PRIMER MUNDO EN UNO DEL TERCERO.
Y TODO GRACIAS A LA TOZUDEZ MANIACA DE UN MESTIZO GALLEGO/CUBANO QUE HEREDO LA RABIA Y LO PEOR DE LOS DOS MUNDOS

 

Publicar un comentario

<< Home