miércoles, agosto 26, 2009

CUBA: ADIÓS AL HOMBRE NUEVO

Tomado de http://vocescubanas.com/desdelahabana


Adiós al Hombre Nuevo


Por Iván García

Parte I

Si en algo ha fracasado la revolución de los hermanos Castro es en la formación de valores en la nueva generación. El sueño del Che, de un hombre perfecto, hace tiempo se fue a bolina.

Juan Romero fue un arquetipo de ese hombre de laboratorio que la revolución cubana quiso diseñar. Descendiente de africanos, en 1959 decidió dejar su pueblo e irse a La Habana. Tenía 16 años. Lo primero que hizo fue hacerse miliciano.

Fue destinado a La Cabaña, al otro lado del litoral habanero. Al frente de la antigua fortaleza militar española estaba su ídolo, Ernesto Guevara. Probablemente lo vió de lejos, pero a Juan eso no le importaba. Le enorgullecía saber que formaba parte de la tropa comandada por aquel guerrillero a quien tal vez por no haber nacido en Cuba se le veía con cierto misticismo.


(Foto Gió Fabi, Flickr)

Soldado obediente y fiel, Juan fue escogido para integrar los pelotones de fusilamiento. Tampoco le importó a quienes mataban. Los condenados a muerte eran identificados con el mismo rótulo: “enemigos de la revolución”. Decían que unos habían sido militares del depuesto régimen, otros chivatos, policías o agentes de los servicios de inteligencia, participantes en torturas y asesinatos de “subversivos”, calificativo dado a los revolucionarios por la dictadura de Batista, fueran del bando que fueran.

Ni Romero ni el resto de los miles vestidos de verde olivo que ciegamente creían en Fidel Castro se cuestionaron las sentencias a la pena capital dictadas en aquellos juicios sumarios, que se celebraban por las mañanas y por las noches ellos se encargaban de cumplir. Juan no había tenido tiempo de estudiar historia y desconocía los pormenores de las revoluciones en Inglaterra, Francia y Rusia. Para él, todo era válido dentro de una revolución verdadera como la cubana, la primera a noventa millas de los americanos.

Juan había sido bautizado en una iglesia católica. Alguna vez, cuando fue castigado en la escuela o en su casa, en silencio rezó un padrenuestro. Pero en 1959 dejó de creer en Dios. También le dió la espalda a las creencias de sus ancestros. Su abuela paterna, santera, le había dicho que era “hijo de Shangó”. De golpe y porrazo Juan decidió borrar ese pasado de su vida. Y a partir de 1959 fue solo “hijo de la revolución”. Ahora sus padrinos eran Fidel, Raúl, Camilo y Che. La devoción arrojó sus primeros frutos: fue seleccionado para estudiar en la Unión Soviética. Cinco años más tarde volvería graduado de piloto y casado con una rusa.

Una de sus frustraciones fue no haber podido estar al lado del Che en Bolivia. Tiempo después sería recompensado: le concedieron el honor de ir a combatir a Angola y tratar de salvar la revolución de Agostinho Neto. A su regreso, con la cabeza un poco estropeada -no por las balas sino por la cruda realidad en aquellas lejanas tierra- decidió matricular una carrera universitaria y dedicarle más tiempo a su familia.

Pero no a pasear y distraerse con su mujer y su hija. No. Juan tenía en mente otro objetivo: hacer que las dos se convirtieran en ejemplo de que el hombre nuevo se podía crear. Por iniciativa propia, Romero se dispuso a rescatar del latón de la basura, a donde “los enemigos de Fidel, el socialismo y la revolución” la habían tirado, la idea de erigir a un ser superior que, entre otras misiones, tendría la de fundar una sociedad donde para siempre desaparecería la explotación del hombre por el hombre.

Comenzó a someter a su hija y a su mujer a un delirante adoctrinamiento diario. A mediados de los 80, cuando los ecos de la perestroika y la glasnost llegaron a Cuba, prohibió a su esposa llevar al hogar publicaciones rusas o en español, como la revista Sputnik o el magazine Novedades de Moscú, porque en ellas se escribía sobre “la debacle” que estaba teniendo lugar en la URSS.

En casa de Romero quedó terminantemente prohibido mencionar a ese “agente de la CIA y el imperialismo yanqui llamado Mijaíl Gorbachov, enemigo del pueblo soviético, aliado del capitalismo mundial”. Tampoco su mujer podía escuchar ninguna emisora extranjera en el VEF regalado en una aldea rusa por un pariente el día de su boda con Juan. Empezó a controlar las llamadas telefónicas, lo que se hablaba cuando venía una visita y hasta lo que la pobre mujer conversaba mientras hacía cola en la bodega o en la panadería.

No sólo vigilaba a su mujer y su hija: también a los vecinos, a quienes delataba en cuanto sospechaba que no eran revolucionarios de verdad, como él, sino unos vulgares “gusanos”, adoradores del dólar y el consumo, deseosos de que “el vil capitalismo regresara a la isla con su carga de explotación y corrupción”. Enseguida informaba cuando se enteraba de que alguien en la barriada escuchaba Radio Martí, tenía una computadora o con antenas ilegales se las ingeniaba para ver canales de televisión de Miami.

A principios de los 90 la esposa no pudo más: se enfermó de los nervios, tuvo que dejar su trabajo y decidió divorciarse. El divorcio no supuso el fin de su calvario, pues como no tenía a donde ir, tuvo que seguir haciendo de tripas corazón y soportarlo diariamente en la misma casa. La fórmula que encontró fue levantarse antes que él, preparar un poco de comida, llenar un pomo con agua y al amanecer irse. Caminaba toda la ciudad. Cuando el cansancio y el hambre la vencían, se sentaba en un parque o en el muro del malecón y se comía lo que llevaba en una cacharrita. La hija, por su parte, decidió irse con el primer hombre con un cuarto donde pudiera estar y salir del infierno en que su padre, “el ahijado de Fidel, Raúl, Camilo y el Che” había convertido su hogar.

Familiares, amigos, vecinos: todos lo dieron por loco. Y así siguió, sin usar desodorante ni cocinar con “aceite de la shopping”. Nunca entendió cómo la revolución, para la cual él no dudo en dar su vida, hizo esas “concesiones al enemigo”, legalizando el dólar y permitiendo la entrada de “viciosos turistas capitalistas”. Sí, era cierto, dejaban los dólares que la revolución necesitaba para sobrevivir, pero a cambio “pervertían al valeroso pueblo cubano”.

Parte II

Cuando nadie lo esperaba, Juan Romero murió. De un tumor cerebral. Para su mujer y su hija fue el comienzo de su liberación. Para sus pocos amigos, la desaparición de un símbolo del “hombre nuevo”. En sus inicios, la revolución contó con cientos de miles de adeptos, fanáticos que como Juan Romero creyeron que un ser humano distinto, crisol de virtudes, podría materializarse. Hombres y mujeres para quienes lo principal no fueran el dinero y el consumo desmedido, sino los valores morales. Cubanos capaces de llevar a cabo una lucha sin cuartel contra el imperialismo yanqui.

(Foto: Cementerio de Colón, Dave_Davies, Flickr)

El siglo XXI, la era de internet y la globalización, ha demostrado que personas como Juan Romero estaban equivocadas. Los intentos por formar un hombre nuevo no cuajaron. Por el contrario, la generación que hoy peina canas ha podido constatar que los mejores años de su vida se esfumaron y el sueño nunca llegó.

Cuesta creerlo, pero a partir de 1959 millones de cubanos dócilmente se dejaron adoctrinar y de veras creyeron que una nueva era había comenzado para Cuba. En 1970, con la “zafra de los diez millones”, pero sobre todo a partir de 1980, con la estampida por el Mariel, muchos comenzaron a darse cuenta de la gran estafa. De que todo había sido más rollo que película.

Muchachos nacidos en las últimas dos décadas se burlan cuando oyen hablar de planes lunáticos como la siembra de café caturra en las afueras de La Habana; de que en un poblado de Pinar del Rio intentaron poner en práctica una sociedad comunista; del cultivo de uvas y fresas en provincias centrales; la construcción de una costosísima central electronuclear en Juraguá; la compra de barredoras de nieve; la pretensión de entregarle a cada familia una vaca enana; la meta de que cada año, con ciclón o sin ciclón, se iban a construir no menos de 100 mil viviendas o la repartición de GPS para controlar el gasto de combustible en vehículos estatales, entre otros muchos proyectos “revolucionarios”.

En la Cuba actual, por una senda marchan mujeres y hombres de 60 años o más, orgullosos de esos “domingos de la defensa” que les permite sacar del escaparate sus uniformes milicianos. Achacosos y con dificultades para caminar, no descartan que “a esos yanquis hijos de puta un día se les ocurra atacar la isla: entonces es cuando van a saber lo que es cajita de dulce de guayaba, porque este pueblo ni se rinde ni se vende”.

Por otra carrilera van los realistas, los que tienen los pies en la tierra. Personas de izquierda, incluso militantes comunistas, hartos de un solo partido y de un mismo discurso. Convencidos de que el país está urgido de cambios y de que la oposición debe tener su espacio.

Entre los dos carriles, una generación de jóvenes y adolescentes dedicados a lo mejor que saben hacer: esperar. Mientras aguardan, siguen suspirando por una balsa o una visa para largarse del paraíso del hombre nuevo. Para hacer más llevadera la espera, dedican la mayor parte de su tiempo a mantenerse al tanto de los adelantos tecnológicos y de las estrellas de la música, el cine o el deporte, casi todos estadounidenses, millonarios, capitalistas, representantes del american way of life.

El hombre nuevo no se formó, pero Cuba le sigue sacando partido a la imagen de su creador, Che Guevara.