FUNDACIÓN Y PRIMEROS PASOS DEL MOVIMIENTO PRO DERECHOS HUMANOS DURANTE EL CASTRISMO
Tomado de http://www.nuevoaccion.com
(2-14-5:30PM)
Por Ariel Hidalgo
Inmediatamente envió un mensaje a la prisión de Boniato a Elizardo Sánchez, y luego se comunicó con Gustavo Arcos Bergnes(en la foto de la izquierda), asaltante del Cuartel Moncada, incomunicado en “Los Candados”, calabozos de los sótanos del edificio 3 donde estábamos recluidos. Gustavo era uno de los hombres más idealistas y puros de la historia insurreccional. Había quedado cojo por una bala en la columna durante el ataque al Moncada, fue fundador del Movimiento 26 de Julio en Las Villas y uno de los principales organizadores de la expedición del Granma, en la que no se le permitió embarcar por su defecto físico y quedó al frente del movimiento en México. Desde ese país enviaría cargamentos de armas a la Sierra Maestra. Tras la caída de la dictadura fungió como embajador de Cuba en Bélgica. Pero sus discrepancias con el nuevo modelo instaurado en Cuba lo llevaron por dos veces a prisión. En los años 90 hasta su muerte, se convertiría en la figura más emblemática del Movimiento de Derechos Humanos en Cuba.
En muy pocos días, un pequeño grupo de media docena de hombres constituiría el núcleo original de donde surgiría, con los años, el amplio diapasón de organizaciones del movimiento disidente integrado por miles de hombres y mujeres en todo el país. La represión no se hizo esperar. Bofill fue incomunicado casi inmediatamente y toda la guarnición militar en un operativo devastador en todo el piso 4, habitado por presos políticos, arrasó con bolígrafos, lápices, plumas, cuadernos, libros y hasta el más mínimo pedazo de papel, lo cual nos dejó arrinconados y reducidos casi a nada, entre la represión policíaca y una población penal que nos veía como causantes de su actual infortunio.
La versión gubernamental sobre los llamados disidentes, o como se diría luego en las calles, “la gente de los derechos humanos”, sería la de “elementos contrarrevolucionarios” alentados y pagados por el imperio para socavar los cimientos de la Revolución. Pero al menos puedo afirmar, categóricamente, que los que comenzamos en prisión ese movimiento, no sólo no recibíamos paga de nadie, sino que estábamos prácticamente desnudos y a merced de la represión de la policía política. Nada teníamos que ganar excepto la satisfacción de ayudar a quienes no tenían cómo defenderse de los atropellos, y nada que perder, excepto una celda de la que habríamos estado dichosos de no volver a ver jamás. Los propios agentes de Seguridad del Estado infiltrados en las filas disidentes saben muy bien que ese movimiento no puede ser juzgado en blanco y negro, que no es un bloque monolítico y que como en todas partes, hay todo tipo de personas con una gran variedad de posiciones ideológicas. Las motivaciones eran diversas. Una gran mayoría había apoyado en sus inicios el proceso revolucionario y muchos de ellos pensaban que los ideales democráticos y libertarios por los cuales se había luchado habían sido traicionados y se había impuesto, en su lugar, una nueva dictadura. Confundían el guión con la puesta en escena. Si la realización práctica había sido un desastre, entonces había un vicio de origen en la teoría, y no sólo Marx se equivocaba sino todos los teóricos socialistas. En consecuencia, habían dado el bandazo hacia el otro extremo. Se consideraban neoliberales y admiraban a la Thatcher y a Ronald Reagan. Unos pocos en cambio, creíamos que esa escenificación nada tenía que ver con el guión al que se atribuía sino a otro muy diferente. Las iniciales discusiones sostenidas entre Bofill y yo en la cárcel, serían el germen de la contradicción ideológica posterior del movimiento disidente.
Sin embargo, un movimiento de derechos humanos, por su naturaleza, no es de izquierda, ni de derecha, ni de centro, sino de arriba, esto es, está por encima de todo el esquema unidimensional de las referencias políticas. Lo que nos unía a todos era, justamente, el carácter universal del ideal de derechos humanos. Todos luchábamos por un estado de derecho, aunque algunos de nosotros queríamos ir más allá, hacia un estado de satisfacción plena de los derechos.
Después de un largo período de incomunicación, Bofill fue excarcelado, pero como no sabíamos si en realidad había salido directamente al extranjero, realizamos una votación entre los miembros del Comité en el Combinado, a la sazón doce miembros, y fui elegido como “presidente interino”. En realidad pronto supimos que estaba en su casa de Guanabacoa y no demoraría mucho en agrupar a algunos antiguos compañeros de Microfracción. Elizardo Sánchez, ya liberado, era parte de este grupo. En realidad quedarían creadas tres secciones del Comité: la que dirigía yo en prisión, limitada sólo al Combinado del Este, la que dirigía Bofill en las calles, limitada todavía a Ciudad Habana y otro grupo en el exterior del país, integrado fundamentalmente por mujeres, donde estaba mi hermana, dirigido por Hilda Felipe, ex miembro del PSP y esposa del líder comunista Arnaldo Escalona, también microfraccionario, quien años después moriría en Miami sin abjurar jamás de sus ideales de justicia social.
Inmediatamente comenzó a darse en prisión algo así como la maqueta o ensayo de lo que se produciría más tarde en todo el país. Siguiendo el ejemplo del Comité y bajo su influencia, comenzaron a constituirse distintos grupos según los diferentes intereses e inclinaciones: uno de escritores, Asociación Disidente de Artistas y Escritores de Cuba (ADAEC) que creó una revista mensual clandestina, El Disidente. Escrita a mano, se confeccionaban tres o cuatro ejemplares por número, circulaba de mano en mano y llegó a tener 64 páginas, un record en toda la historia del presidio político. La Junta de Autodefensa de Religiosos Perseguidos (JARPE), realizaba sus cultos diarios con gran número de prisioneros. Y finalmente un grupo de lucha cívica, la Liga Cívica Martiana, crearía la revista Aurora, con menos páginas que El Disidente, pero con mayor número de ejemplares circulando no sólo en la prisión, sino también en las calles y algunos, incluso, llegando al exterior del país. Decenas de presos se integraron a estas actividades de una u otra forma, pero yo era partidario de mantener al segmento del Comité de la prisión, como un núcleo selectivo y establecí como norma imponer a cualquier aspirante un período de prueba de seis meses. Como algunos fueron liberados, nunca pasaría de doce miembros efectivos.
Mi idea entonces era que si se creaban en todo el país grupos semejantes, podía llegar a darse un renacimiento de la sociedad civil cubana con una autorganización de la población para impulsar pacíficamente los cambios hacia una sociedad participativa y autogestora. Ya se sabe, por supuesto, al cabo de más de veinte años, que aunque luego las cosas tomaron un rumbo parecido, el resultado no sería el esperado, pero no porque la idea no fuera buena, sino por otras circunstancias que yo no había previsto entonces.
Adoptamos, igualmente, una nueva metodología. Cuando se presentaba alguna situación arbitraria que merecía ser denunciada, no la dábamos a conocer de inmediato al extranjero, sino que pedíamos hablar con las autoridades. Cuando un preso acudía a nosotros quejándose de algún abuso, les planteábamos el problema y ellos, para evitar que el hecho trascendiera, regularmente lo resolvían, por lo que ya no había necesidad de denunciarlo. Lo ideal era que se hubiera procedido siempre de esa forma y tengo entendido que por un tiempo así procedería luego Elizardo Sánchez. Incluso pensábamos que las autoridades, no sólo de la prisión sino incluso del país, debían agradecernos que realizáramos aquel trabajo de detectar y notificar todo lo que en el país estaba marchando mal y que indisponía a mucha gente. ¿Quién perjudicaba más a la dirigencia? ¿El que denunciaba el hecho o el que lo cometía? Sin embargo, había males que eran muy difíciles de corregir porque intentar hacerlo iba contra los intereses de una burocracia corrupta. Cuando las autoridades del penal vieron que íbamos adquiriendo gran influencia entre la población penal, cortaron la comunicación.
Por entonces se produjo una ruptura entre Bofill(foto de la izquierda) y Elizardo Sánchez, quien se separó y creó la Comisión de Derechos Humanos y Reconciliación Nacional. El hecho provocó escisiones tanto en la sección de La Habana como en la del exterior. Como los ánimos estaban caldeados, para evitar lo mismo con la sección del presidio, tuve que hacer una concesión. Algunos compañeros redactaron un texto de adhesión al grupo de Bofill donde se satanizaba a Sánchez como agente de Seguridad del Estado. Yo no estaba de acuerdo con esos términos pero quedé en minoría diez contra dos. Los que perdimos accedimos a firmarlo pero haciendo constar en documento aparte nuestro desacuerdo. El tiempo nos dio la razón, pues ninguna de las acusaciones pudieron probarse y finalmente la causa real de la ruptura había sido simplemente una discrepancia de métodos, la misma que me llevaría a separarme a mí mismo dos años después.
Durante los años 87 y 88 la actividad de derechos humanos había tomado tal fuerza que el caso se llevó a la Asamblea General de Naciones Unidas, numerosos periodistas y representantes de organizaciones internacionales de derechos humanos viajaban a Cuba para solicitar vernos. Algunos lograron entrevistarnos y se permitió entonces que Amnistía Internacional, la Cruz Roja Internacional y algunos miembros de Human Right Watch, visitaran algunas prisiones y entrevistaran a algunos de los miembros del Comité en el Combinado. Mi caso, en particular, suscitó el interés en muchos círculos de izquierda fuera del país. Algunos intelectuales como Noam Chomsky, Paul Sweezy y Margaret Randall, pidieron mi liberación, así como varios intelectuales y militantes de izquierda de América Latina.
Varias veces me habían sacado de mi celda para ser entrevistado por algunos de esos periodistas, pero en una de esas ocasiones me encontré con dos hombres que luego comprendí no venían con esa función sino simplemente a traerme un mensaje del entonces Ministro del Interior José Abrantes. El recado era escueto pero tajante: jamás se me daría la libertad a menos que decidiera salir del país. Lo tomé muy en serio, pues conocía varios casos de presos recondenados con nuevos encausamientos, algunos de los cuales habían muerto en prisión. Por eso, cuando fueron a comunicarme que estaba incluido en una lista de presos cuya liberación solicitaba el Cardenal O’Connor de Nueva York, acepté realizar todos los trámites migratorios. Para septiembre del 88 se esperaba la llegada a Cuba de una Comisión de Naciones Unidas que tenía prevista una visita al Combinado del Este. Un mes antes, en la tarde del 4 de agosto, fui sacado de una celda, vestido de civil y llevado en un jeep hasta Río Cristal donde se realizaron los últimos trámites legales. Cuando en la medianoche salí de allí en un ómnibus hacia el aeropuerto de Rancho Boyeros, ya estaba legalmente fuera de Cuba.
Al año siguiente varios oficiales del Ministerio del Interior fueron condenados a prisión, entre ellos el propio Abrantes, quien no saldría jamás con vida de la cárcel.
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