viernes, enero 28, 2011

JOSÉ MARTÍ Y EL EXILIO COMO LAS RESERVAS DE LA PATRIA

Discurso en conmemoración del 10 de Octubre de 1868, en el Masonic Temple, Nueva York, 10 de octubre de 1888



Por: Jose Martí

Señoras y señores:

Brevísimas frases, puesto que hemos empleado tanto tiempo, por el ardor inevitable del corazón, en dar salida a las pasiones evocadas por el recuerdo y la presencia de nuestros héroes, que ya no nos queda, a esta hora adelantada de la noche, espacio ni ocasión para rebajar con frías palabras de análisis, por necesarias que sean, por indispensables que sean en la época que atraviesa sin guía fijo ni ideal adecuado nuestro país, el entusiasmo que inspira a nuestras almas leales, más que el recuerdo santo de la guerra, la determinación de que una política incompleta y parcial, floja con los enemigos y despótica con los propios, no nos arrebate las conquistas obtenidas por la grandiosa unión en la muerte, por la precipitación de tiempos, con que la guerra, necesaria ayer, justa hoy como ayer, probable en todo instante, restableció en Cuba, con divino calor, el equilibrio interrumpido por la violación de todas las leyes esenciales a la paz estable en las sociedades humanas. Miente a sabiendas, o yerra por ignorancia o por poco conocimiento en la ciencia de los pueblos, o por flaqueza de la voluntad incapaz de las resoluciones que imponen a los ánimos viriles los casos extremos, el que propale que la revolución es algo más que una de las formas de la evolución, que llega a ser indispensable en las horas de hostilidad esencial, para que en el choque súbito se depuren y acomoden en condiciones definitivas de vida los factores opuestos que se desenvuelven en común.

¿Pero cómo ha de detenerse ahora a demostrar eso, ni a censurar la locura de ir dividiendo, en vez de ir juntando, los elementos necesarios en Cuba para la vida nacional; ni a condenar la torpeza de los que propagan una política que puede parar en la guerra, sin ir ordenando desde ahora los elementos necesarios para ella; ni a castigar la arrogancia de los que aumentan con sus prácticas imperiales los odios de un país que necesita tanto amor; cómo ha de detenerse ahora en la exposición de nuestros misterios políticos, y en estudiar el modo de ir guiándolos por entre ellos, la palabra conmovida, la palabra arrebatada a casi sobrenatural trastorno, por las memorias, bellas como poemas y serenas como juicios históricos, de este hombre sacerdotal que vio en la hora de explosión salir de la tierra, como soles de la noche y columnas de la soledad, a aquel florón de héroes? Siente fuerzas de Júpiter el puño al recordar tantas hazañas, y el pecho estremecido conoce la furia del mal y sus tormentos: ¡acaso se necesita más valor para mantenerse en esta oscuridad que para volar a imitarlos!

La palabra ha caído en descrédito, porque los débiles, los vanos y los ambiciosos han abusado de ella. Pero todavía tiene oficio la palabra, si ha de servir de heraldo al cumplimiento de la profecía del 10 de Octubre; si ha de impedir que a la tiranía de un gobierno secular, sucedan con daño público y beneficio pasajero de una casta, las tiranías civiles o militares, con cuyos estragos suelen vengarse las metrópolis vencidas de los pueblos nuevos que han tenido más valor para vencer al opresor que para extirparse de la sangre envenenada los hábitos de señor con que la gente soberbia y pedantesca antes prepara que estorba el camino a las cóleras de los humillados, harto justas, y a los despotismos militares que sobre éstas se fomentan, y con los odios y pequeñeces de los políticos débiles e intrigantes se mantienen y ayudan. Todavía tiene oficio la palabra, si en vez de ir disponiendo, en un país heterogéneo y de constitución democrática, el triunfo efímero de una casta arrogante sobre un pueblo hambriento de justicia real y empleo libre de las fuerzas que le cuesta tan caro conseguir, dispone, como aquí disponemos, sin negar con los actos lo que predicamos con la doctrina, el equilibrio de los factores inevitables del país y la obra cordial de todos, para el bienestar común, porque nada menos que ella, y no señoríos pueriles y libertadores a lo inglés, es necesario para el triunfo, en el conflicto posible, y para la paz después del triunfo, y aun para la vida sana de la patria antes de él. ¡Todavía tiene oficio la palabra para recoger de esta noche hermosa, y levantar como estandarte blanco, la declaración de que no nos animan odios ciegos contra el español, ni hemos de continuar esclavizando con nuestras preocupaciones al hombre negro que redimimos ayer con nuestra bravura, y murió a nuestro lado, no con menor gloria ni mérito que nosotros, por conquistar, para ellos y para nosotros, la libertad! ¡Jamás echaremos de nuestro lado, antes llamaremos con la voz honrada y los brazos de par en par abiertos, al hijo de España que nos ayude a reedificar el pueblo que sus compatriotas destruyen: porque no ha de ser en esa fortuna menos Cuba que los demás pueblos de América, donde el español no vio la libertad con ojos tibios, ni hemos de olvidar que si españoles fueron los que nos sentenciaron a muerte, españoles son los que nos han dado la vida!

Y al negro le diremos —porque no hay injuria en decir negro como no la hay en decir blanco— que no está en el ánimo de los que mantenemos el espíritu de revolución, permitir que con odios nuevos y desdenes inconvenientes e indignos de nobles corazones, se pierdan los beneficios de aquella convulsión gloriosa y necesaria, porque nada menos que el ejercicio práctico de las grandezas de la guerra fue preciso para reparar y hacer olvidar la injusticia que la produjo. No nos levantaremos, no, de la mesa del banquete porque se va a sentar un negro a ella, sino que, aplicando a la ley de la política la ley del amor, de que da muestra suma y constante la naturaleza, le diremos lo que me decía Tomás Estrada Palma hablándome de su negro Fernando: "¡Era mi hijo!"; lo que en la majestad de su tienda de campaña decía Ignacio Agramonte de su mulato Ramón Agüero: "Este es mi hermano".

Y a todos les diremos: Acá en estos fríos hay corazones viriles y probados que no se impacientan por el triunfo ajeno, ni se cansan con la espera forzosa, ni se deslumbran con la osadía vulgar del despotismo, ni se aturden con las intrigas, ni se dejan sacar de camino por la pasión irreflexiva, ni confunden el sentido con el sentimiento, ni sacrificarán su patria a una idea ciega, ni estarán en el destierro ocioso una sola hora, cuando por la perfección de su propia obra, o la brusca interrupción de la ajena, o los insultos repetidos del opresor, reluzca el día en que despertando los bosques donde cayeron con un ¡viva Cuba! en los labios, saldrán a recibirlos con los brazos abiertos aquellas sombras que protegen, y que protegerán siempre a la patria, de la descomposición que con la ayuda, ¡que con la complicidad de sus hijos soberbios y torpes! adelanta a mano fría el tirano. ¡Púdrase de un lado la Isla, o púdrase toda: aunque eso no ha de ser jamás, porque la tiranía fomenta las virtudes que la matan; porque el recuerdo de los héroes y la urgencia visible de su reaparición desvanece el influjo de los que no lo saben obedecer en quienes arden ya por imitarlos, porque a nuestras almas desinteresadas y sinceras, a nuestras almas que son urnas, que son espadas, que son altares, no llegará jamás la corrupción!

Hoy mismo, evocando recuerdos, me hablaba nuestro presidente de lo que en Cuba presenció un ilustre irlandés. Era la noche. Era la victoria. Teas de júbilo ciñeron de pronto la hoya donde vigilaba el campamento de Calixto García Iñiguez. Ya se acercan los triunfadores, los que han quitado al contrario tres cornetas, diecinueve fusiles, ochenta vidas. En la procesión venía, levantado de codos sobre su camilla, un niño glorioso. Traía la pierna atravesada. Era horrenda la boca de la herida. Parecía enmarañada y negruzca, un bosque de sangre. El dolor le iba y venía al niño herido, a Pedro Vázquez, en olas de muerte por el rostro. Todos lo rodeaban con ternura. No bajaba la cabeza. No abría el puño cerrado. Los labios, apretados, para que no se le saliese la queja. Al irlandés le pareció el niño sublime. ¡Nosotros somos, y nadie nos podrá arrebatar la honra de ser, nosotros somos como el niño del campamento! Heridos, en la agonía del destierro, tan cerca del hueso que no nos parece que cuelga más que de un hilo la vida, ni nos quejamos ni bajamos la cabeza, ni abrimos el puño, ni lo volvemos sobre nuestros hermanos que yerran, ¡ni se lo sacaremos de debajo de la barba al enemigo hasta que deje nuestra tierra libre! Nosotros somos el freno del despotismo futuro, y el único contrario eficaz y verdadero del despotismo presente. Lo que a otros se concede, nosotros somos los que lo conseguimos. Nosotros somos espuela, látigo, realidad, vigía, consuelo. Nosotros unimos lo que otros dividen. Nosotros no morimos. ¡Nosotros somos las reservas de la patria!

Tomado de: José Martí, Obras completas: Cuba (4), La Habana, Editorial Nacional de Cuba, 1963, pp. 227-232.

1 Comments:

At 11:49 p. m., Anonymous Anónimo said...

Gracias. Nos regocija que se recuerde el natalicio de ese cubano que nos acompaña en nuestro andar.


Teresa Cruz

 

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