Félix Luis Viera: Murió el soldado Umap No. 67, Armando Suárez del Villar
Murió el soldado Umap No. 67, Armando Suárez del Villar
El ser un conocido teatrista y padecer escoliosis nunca fue motivo para pedirles tregua a sus verdugos
Por Félix Luis Viera
Me llega la noticia de que el 17 de septiembre murió en La Habana Armando Suárez del Villar, quien en 1966 fuera el soldado Umap No. 67, confinado en la “compañía” 1 del “batallón” 23, allá en un remoto campo llamado La Anguila, granja La Paz, ubicada a unos 20 kilómetros del central azucarero Senado, en Camagüey.
Era entonces un conocido teatrista, estaba por cumplir 31 años de edad y padecía escoliosis, lo que nunca fue motivo para pedirles tregua a sus verdugos. En los primeros días del encierro, allí llegamos el 20 de junio de 1966, lo vi marchar, a las órdenes de los sargentos, bajo el sol, inclinando apenas su anatomía de 6 pies cuatro pulgadas aproximadamente. Se notaba que hacía un esfuerzo, pero no se rendía. Luego lo vi arrastrando el azadón, desyerbando surcos que parecían interminables, y prehistóricos porque nadie sabía desde cuándo no le “pasaban guataca”, con el mismo estoicismo. Nunca se quejó.
Una madrugada los soldados entraron en la barraca gritando su nombre (en su expediente Umap constaba solamente “Armando Suárez Fernández”, no sus dos apellidos compuestos). Se lo llevaron. Regresó, o lo regresaron, más o menos una semana después. Venía vestido de verde oliva, con botas negras de oficial (unas botas que luego él me regalaría). ¿Por qué? Nos contó a los más cercanos, que no éramos pocos, sobre su parentesco con el entonces “presidente” (así, entre comillas) de Cuba, Osvaldo Dorticós. Había muerto un pariente y habían decidido que Armando asistiera al sepelio.
Allí en La Anguila me ayudó a redactar una carta al ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias pidiendo mi liberación de las Umap. El argumento: yo era el único sostén económico de mi mamá, ama de casa y ya de edad avanzada, y de mi esposa, que era estudiante. Mi mamá estaba enloqueciendo, vendiendo todo lo que había en la casa para poder subsistir, etcétera. Me explayé en el borrador y Armando fue la persona que entonces, por primera vez en mi vida, me enseñó a no ser subjetivo. Prácticamente él redactó la carta.
Los más jóvenes, yo tenía entonces 20 años, le decíamos el “viejo”, los más viejos —allí había hombres de 40 años y un poquito más— le decían “Armandito”. Con todos fue solidario, noble, agradecido. Y en todo momento resultó valiente, y humilde.
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