martes, septiembre 25, 2012

Haroldo Dilla Alfonso escribe sobre la corrupción en la Cuba de los Castro: Corrupción



Corrupción


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La corrupción que hoy prevalece en Cuba es la que ocurre en el proceso de acumulación originaria de capitales en provecho de una élite política en su metamorfosis burguesa
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Por Haroldo Dilla Alfonso
 Santo Domingo
24/09/2012

Hace algunas semanas el académico cubano Esteban Morales volvió sobre el mismo tema que en 2010 le costó una separación del Partido Comunista y en 2011 un perdón: la corrupción. Lo hizo en puntillas, con toda discreción, y si en 2010 Morales apuntó al ex general Acevedo con sus supuestos millones desfalcados, en 2012 lo hace al miserable que regala unas cajas de cerveza para que le consigan un pastel de cumpleaños.

Obviamente mucho de lo que dice Morales es cierto, y la corrupción lo es de mucha y de poca monta. Y también estoy de acuerdo con él en la necesidad de enfrentar la corrupción creciente en Cuba y que esto requeriría más transparencia y más debate público, además, digo yo, de más voluntad política y más policía decente y tecnificada. Y, lo que es elemental, de un sistema económico más dinámico e inclusivo que este adefesio en ruinas que el General/Presidente quiere actualizar, para adelante y para atrás.

No obstante, este es un tema que requiere de mucho más análisis que el que le prodiga Morales, y aunque estoy seguro de que tampoco yo podré hacerlo mejor, sí intentaré colocar algunas ideas polémicas sin otra intención que incentivar la discusión.

Si por corrupción entendemos la apropiación de recursos y valores fuera de la institucionalidad y de la normatividad existente, entonces siempre en Cuba postrevolucionaria hubo corrupción. No es un problema de la crisis y del mercado. Siempre hubo funcionarios que se beneficiaron de cuotas de dinero y productos muy superiores a lo que por ley les correspondía. Y que en estos casos es, sobre todo, el salario. También existió corrupción debido al nepotismo, al tráfico de influencias, a la impunidad y a la cooptación dolosa. Todo ello era inherente a la propia reproducción de la élite y al cultivo de lealtades políticas.

Era una corrupción que podía implicar viajes familiares al extranjero, estancias paradisiacas en centros vacacionales, autos y gasolina gratis para todos, buenas casas siempre disponibles, todo tipo de satisfacciones para los amores anómicos, etc. Pero era una corrupción administrada desde el centro, que no permitía acumulaciones sustanciales de recursos. A lo sumo era posible atesorar valores de uso, pues el propio sistema no favorecía la capitalización. Y por eso no invitaba a la autonomía. Al contrario, la autonomía era regresar a la austeridad plebeya que se practicaba con los de abajo: comer de la libreta, bañarse en los dientes de perro de Monte Barreto y oficiar alguna que otra vez como peatón. Había que estar en la nomenklatura y defenderla —con líder máximo y partido inmortal incluidos— a capa y espada

Cuando un funcionario era castigado por corrupto ello no significaba que los otros no lo fueran, sino que el castigado había roto alguna regla de oro, y no había tomado suficientemente en cuenta que su prosperidad era revocable. Las acusaciones de corrupción aparecían regularmente cuando el funcionario caía en desgracia, bien porque intentara practicar la corrupción por cuenta propia, o porque cometiera algún otro desliz no admisible.

Sucedió que en 2005 Fidel Castro pronunció un larguísimo discurso donde dijo que la corrupción podía llevar al traste a eso que se hace llamar revolución. Fue una sola mención en un desvarío de cuatro horas en que habló por igual del chocolatín que de la amenaza imperialista. Pero fue suficiente para enardecer a una clase intelectual siempre interesada en decir algo sin morir en el intento. Y es posible que cuando escribió su primer artículo en 2010 Esteban Morales se hubiera sentido motivado por las palabras de su líder político. Pero se trató no solo de un eco debilitado por el tiempo, sino también confundido por las circunstancias, porque lo que Fidel Castro denunciaba en 2005 era la proliferación de un tipo de corrupción que él no podía controlar y que podía cambiar muchas reglas de juego: la corrupción con relación al mercado.

Desde éste, la corrupción ya no se refiere a cuanto el funcionario toma de lo que políticamente le asignan, sino de cuánto se apropia a partir de su agresividad e inescrupulosidad en un mundo que prescinde fundamentalmente de los controles políticos verticales. El ex general Acevedo no cayó en desgracia porque se apropió de lo que no era suyo. Eso lo hacen todos los días muchos altos funcionarios cubanos, sus hijos y amantes. Lo hicieron muchos de los alegres huéspedes de esa Habana Elegante —entre los que se cuentan los herederos del Clan Castro— que ha descripto Lois Farrow Parshley en un artículo reciente. Seguramente Acevedo cayó en desgracia porque se excedió en lo permitido, porque acumuló por su cuenta, porque el sistema no admite electrones sueltos o porque sus compinches externos no eran confiables. O por otro motivo que desconozco, pero no simplemente porque haya sido corrupto. No porque en algún momento haya vestido con zapatos de piel de cocodrilo o portado Rolex macizos, ni haya lucido su gastada humanidad en esas noches de famosos.

La corrupción que hoy prevalece en Cuba, la que es realmente importante, es la que ocurre en el proceso de acumulación originaria de capitales en provecho de una élite política en su metamorfosis burguesa.

Por supuesto que también hay otra corrupción que Morales describe muy bien. La que se da por abajo, por los huecos de un sistema carcomido, unas veces para vivir mejor y otras veces para poder vivir, y en este último caso, más que corrupción, es resistencia. Pues al final el sistema que hoy existe es inseparable de esa corrupción que implica trueques de productos, cobros indebidos, tiempos de trabajo usados para otros fines, carros estatales trocados en taxis, entre otras calamidades que ocurren cuando el estado posee todo y además no sabe cuidarlo.

Pero hablar de esto solamente, es hablar de lo secundario omitiendo lo fundamental. Es, repito, algo que les pasa a todos los partisanos de la transición ordenada (mucho orden y poca transición) cuando quieren hacer opinión pública: hablan todo el tiempo del amor sin mencionar jamás al sexo.

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