Andrés Reynaldo: Es Miami, no La Habana
Es Miami, no La Habana
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Intelectuales y artistas de ambas orillas se han montado un 'tumbao' de la neutralidad entre lo que ellos llaman los ortodoxos de allá y los ortodoxos de aquí.
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Por Andrés Reynaldo
Miami
10 Mar 2014
Las filosofías permanentes y las grandes religiones insisten en que las cosas sean llamadas por sus nombres. Cuando las cosas dejan de llamarse por lo que verdaderamente son vemos que al derrumbe de la lógica sigue el de la moral. Así en Cuba.
Esta tara concierne por efecto a los cubanos de adentro y, por defecto, a los de afuera. Para no provocar a la dictadura, los de adentro hablan la lengua muerta de los esclavos. Para no provocar a los esclavos, los de afuera ahora nos inhibimos de hablarles en la lengua viva de los hombres libres. De ese vacío ético se nutren los Castro y sus agentes descubiertos y encubiertos. Candente en la forja va cobrando figura una reconciliación nacional (a costa de las víctimas) entre verdugos y testigos mudos.
En los trópicos la tragedia suele resolverse en picaresca. Con sus diferentes grados de riqueza, notoriedad, seso y sexo, algunos intelectuales y artistas de ambas orillas se han montado un "tumbao" de la neutralidad entre lo que ellos llaman los ortodoxos de allá y los ortodoxos de aquí. Para aliviar la mala conciencia (y la mala fama) de convivir con el opresor se ningunea al oprimido. Sobre todo, al oprimido que se opone a la opresión. Asombra que una pose tan frágil mueva una industria tan sólida.
Miami es una patria especular. En este espejo, todavía Cuba se refleja desnuda. Todavía. Apenas pone pie en el aeropuerto, el esclavo contempla, acaso por primera vez, su aterradora deformidad. Hay quien no lo soporta y da el salto. Ah, ya lo sabemos, es un triple salto mortal. La libertad no fía. Aquí, si no cantas, no eres cantante. Si escribes mal, olvídate de los cócteles en las embajadas, los premios y la jaba de la UNEAC. Este es el extenso territorio donde estamos constantemente desafiados en los límites materiales y espirituales de nuestra mediocridad.
De modo que la mayoría se lo piensa dos veces. En ciertos casos, un breve período de prueba basta para enfrentar al trovador de la Tribuna Antiimperialista con el fatigoso destino de un nómada timbalero. Dos semanas de zapatear la ciudad y ojear las revistas convencerá a las ambiciosas actrices de que aquí salir en cámara no significa precisamente salir de pobre ni, por lo general, salir del anonimato. Entonces, frente al terror de saltar la cerca y el imperativo de un oportunista regreso, se hace menester acomodar la sensación de derrota.
Marx lo establece en una máxima que merece figurar en el manual de todo vago: a cada cual según sus necesidades y de cada cual según su capacidad. Allá ellos si quieren validar unas prometidas reformas destinadas a perpetuar el yugo. Allá ellos si para reclamar el derecho a comprar un carro se obligan a clamar por la libertad de los cinco espías y el levantamiento del embargo. Se entiende que no quieran pagar el desgarrador precio de rebelarse. (Nadie, por cierto, tiene derecho a pedírselo.) Pero entre la corajuda rebelión y la apología de la servidumbre abundan las opciones, y los ejemplos, de un decente silencio.
La moral construye identidad. A su vez, la identidad exige memoria. El día que los exiliados perdamos la identidad y la memoria seremos una emigración económica. Desenmascar la impostura de estos visitantes está lejos de ser un fratricidio. Sin acto de repudio, sin aplanamiento de discos ni quema de libros, la coherencia dicta que no permitamos que el esclavo venga a decirnos lo que renunciamos a escucharle al amo. Mucho menos que se nos retrate como ortodoxos extremistas por pedir lo que ellos no se atreven a pedir: la salida del poder de la familia Castro y su mafia vasalla, así como su posterior enjuiciamiento por sus muchos y repetidos delitos.
Toda esta comparsa de vocalistas que desafinan, obispos que bailan con una cruz de cartón, pintores que no pintan, intelectuales formados en la cultura del retazo y vedetes preñadas de una precoz celulitis, debía entrar a Miami de puntillas, tan solo por consideración a que nosotros vestimos, curamos y damos de comer a la Isla. Nosotros sí somos el amor. Nosotros sí somos la reconciliación. Puede, yo diría que, por desgracia, no seamos la Cuba de mañana. Somos, con nuestros errores y hasta nuestras corrupciones, lo mejor de la Cuba posible.
Conformada a una función parasitaria, la cultura cubana ofrece en estos visitantes el degradado espectáculo de una innecesaria sumisión. El cínico retruécano de sus argumentos no consigue disimular su incapacidad de despegarse del seno repugnante pero firme de la esclavitud. Si tuvieran lo que hay que tener lo dirían a las claras: la dictadura también es madre. Dicho en buen cubano, pues, que se vayan al seno de su madre.
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