lunes, enero 23, 2017

Marcados para morir. Eloy A. González sobre la orgía de sangre después del triunfo de la Revolución el 1 de enero de 1959


Nota del Bloguista de Baracutey Cubano

Ya desde antes del triunfo de la Revolución se estaban fusilando personas en la Sierra Maestra con Fidel Castro al mando y en la Sierra Cristal con Raúl Castro como las figuras que ordenaban y/o alababan los fusilamientos llevado a cabo por sus fuerzas guerrilleras.

 TODAS LAS FOTOS SON DE FUSILAMIENTOS EN CUBA EJECUTADOS POR LAS FUERZAS DEL EJÉRCITO REBELDE   ANTES Y DESPUÉS DEL TRIUNFO DE  LA REVOLUCIÓN

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Marcados para morir

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CUBAENCUENTRO continúa con este relato la sección cuyo tema central es lo que se podría catalogar de “memorias de la revolución”
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Por Eloy A. González
Fort Worth
23/01/2017

Nadie muere en las vísperas, esta es una frase recurrente y la he encontrado en algunos textos; no deja de ser impresionante. Pero no es así que pienso adelantar esta nota. La muerte no es sorpresa cuando viene acompañada con los temores del cambio, envuelta en los harapos pestilentes de una Revolución rencorosa, con el hedor del desquite y marcada por la rabia acumulada. Eso he visto y nada hay de extrañeza en las pasiones que trae consigo la victoria nauseabunda de los homicidas y su afán de venganza que convierten en cadalsos improvisados y repentinos, cualquier escenario donde van a parar no pocos infortunados.

Recuperado de una noche de ensueño y placer en aquella contagiosa ciudad de la Isla, capital provincial. Escuche la anécdota contada casi con humor de aquellos días que sorprendieron a muchos en la recién estrenada Revolución que venía en lenta caravana desde la provincia oriental hasta la capital. Fue así que todos gritaban de entusiasmo mientras buscaban a los ex colaboradores de la ya depuesta dictadura para ajustar cuentas sin que mediase juicio o jueces algunos.

La turba creyó ver un sanguinario colaborador en un hombre de unos 30 años que caminaba por la calle cercana a la Terminal de Trenes y sin miramientos lo rodearon y comenzaron a gritarle: esbirro batistiano. La multitud crecía y aumentaban los gritos de: ¡Paredón, Paredón! Una partida de las tropas rebeldes que ya se habían posesionado de la plaza y trataban de poner orden, establecer su autoridad y fusilar cuando estimaran necesario, tomó en custodia al asustado transeúnte lo puso contra la pared y fue fusilado en el acto. La justicia revolucionaria siempre es muy expeditiva.

El hombre dejó esperando en su casa, la mujer e hijos en un barrio pobre de la capital provincial. Cerca del lugar donde fue fusilado quedó como testigo mudo su puesto de trabajo: un banco de limpiabotas de donde sacaba el sustento de su familia. El infeliz era un limpiabotas que nada tenía que ver con los acontecimientos que le habían llevado a ser fusilado.

He recordado esta historia casi perdida después de leer un texto aparecido en un diario miamense, reflejo de aquellos días hace 50 años, que hoy son conmemoración. Saciar los apetitos de los homicidas es difícil, así fue en aquellos días de pavor nacional, hasta los periodistas extranjeros se vieron arrastrados en su sed de información…, y de sangre. La información dice así:

Gianelloni era piloto y por eso Ted Scott, periodista de NBC News, le pidió ayuda para encontrar a Castro. El líder rebelde estaba en Oriente, camino a La Habana en una caravana. Gianelloni llevó en avión el equipo a Santa Clara en busca de Castro, que recorría la isla con dirección a La Habana. Después de aterrizar en Santa Clara tuvieron que viajar más de 160 kilómetros en un descapotable prestado tratando de encontrarlo. Acabaron llegando a un puesto militar donde la prensa internacional se había congregado para cubrir la ejecución de partidarios de Batista. Gianelloni recuerda que el legendario fotógrafo Robert Capa le puso en las manos una Leica y le dijo que tomara fotos. “Las paredes estaban manchadas de sangre y agujereadas a la altura de los hombros”, recuerda Gianelloni. Un sacerdote anunció que se iban a posponer las ejecuciones porque Fidel Castro estaba en camino. Todos los reporteros internacionales comenzaron a gritar: “¡Sáquenlos! ¡Fusílenlos!” ¡Querían tomar las fotos [de las ejecuciones]! (Frances Robles. El Nuevo Herald/The Miami Herald, Tuesday, December 30th, 2008).

En la Nicaragua de los 80, aquella tarde deshecha de agosto, apresuré mis pasos para encontrarme en la casa de El Pintor donde siempre hablábamos de Revolución y pintores primitivistas. En la sala sentado con su mirada perdida y su actitud de reserva: El Locutor; ese fue su trabajo por muchos años en una estación radial de la ciudad.

Fue El Locutor quien me contó cuando al salir victoriosa la Revolución sandinistas y habiendo abandonado el dictador Somoza el país, corrió apresurado buscando una noticia, y a un amigo encarcelado, en el Fuerte del Arsenal que desde hacía mucho tiempo era lugar de cárcel para los revolucionarios y lugar igualmente de torturas y muerte.

Cuando llegó, los militares del antiguo régimen estaban en el suelo sentado contra la pared y atados de pies y manos a la espera de una suerte nada prometedora. Entre gritos y consignas dichas con esa consagración de las gentes al alboroto de la victoria, uno de los revolucionarios recién liberados avanzó por el pasillo, sin cambiar palabras ni inmutarse ante la baladronada y regocijo colectivo. Fue donde estaba uno de los revolucionarios le pidió su rifle y se detuvo a unos metros de uno de los militares que estaban sentados en el suelo y atados. Miró con rabia a uno de ellos, apuntó a su cabeza y le disparó dos veces. Camino lentamente hasta el guerrillero le devolvió el arma y se fue caminando, sin apresurarse, por la calle más próxima sin detenerse.

Esto no era lo que quería contarnos El Locutor aquella tarde; lo anterior se hizo introducción obligada de lo que si le obsesionaba y que a pesar de los años no le abandonaba.

—Hoy no estaría aquí, nos dijo. ¿Quién podía imaginarse las intenciones de aquel hombre? No seguro que no estaría aquí para contarlo. Y comenzó a hablar sin detenerse:

—También fue por aquellos días de furor y de victoria sandinista. Y yo tenía que viajar en tren hasta León. De manera que fui temprano para la Estación de Trenes a la espera de la salida que sería en unos minutos. Pronto me percate de un hombre de unos cuarenta años con una llamativa camisa a cuadros que me observaba constantemente. No perdía ninguno de mis movimientos y me siguió cuando salí a la calle por unos minutos a apurar un cigarrillo que fumaba con complacencia. Eran días de temores y mi madre me había llamado con premura para que fuera a León. El tren avanzó el trayecto y mi sensación de incomodidad y temor se acrecentaba con la mirada de aquel hombre que me seguía y vigilaba hasta mis más mínimos gestos.

—Llegamos y me aventuré a lanzarme del tren tan pronto arribamos a León, el hombre hizo lo mismo, entonces noté que iba armado. Se acercó rápidamente agarrando su arma por encima de su camisa, sin esperarlo me lanzó la pregunta: “¿Es usted Artemio Sándigo? No, no lo soy este soy yo…”, y le alcancé una identificación del sindicato que siempre traía conmigo. “Se ha salvado de morir, me dijo. Busco al asesino de mi hermano y usted responde a todas las señas que tengo del asesino. Pero veo que no es usted, así que siga su camino”.

—Respiré aliviado, no podía creerlo. Viajé por más de dos horas con la persona que me asesinaría porque creía que debía hacerlo, que debía hacer justicia, la justicia que tal vez no llegó a tener su hermano.

—Pienso que las revoluciones ajustician en las vísperas. Hay muerte por doquier y no hay quejas; la parranda disipa las palabras.

[…] nada de ficción en esto. La primera anécdota la escuché una mañana, cuando desayunaba, en una vieja casona del centro de Camagüey, Cuba, en el año 1972. Las otras anécdotas las escuché en la casa de un conocido pintor nicaragüense en una tarde de agosto del 1987, en Granada, Nicaragua.

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Publicado por Estado de SATS el 23 de enero de 2017