Cuando la no violencia es insuficiente
Por Julio M. Shiling
8 de agosto de 2017
Ho Chi Minh comentó en una ocasión que si Mahatma Gandhi hubiera tenido que combatir a los franceses, hubiera abandonado la lucha no violenta en una semana. El padre fundacional de la dictadura comunista vietnamita, en su crítica a la metodología de enfrentamiento político del pacifista hindú y forjador de la independencia india, estaba haciendo una apreciación cualitativa del enemigo que se está combatiendo. El despiadado Minh no fue el único crítico de la resistencia no violenta como método de lucha.
Eric Arthur Blair, mejor conocido por su pseudónimo de George Orwell, consideraba que el movimiento no violento como estrategia para el cambio político, urgía de tener al oponente dentro del espacio de un marco sistémico desde donde operar que disponga de una serie de factores que incluyan una prensa libre, el derecho de poder congregarse en público para expresar el descontento y determinadas otras condiciones a priori para que dicha táctica de lucha pudiera tener éxito. En otras palabras, la resistencia no violenta, para el insigne cronista y ensayista británico, parte de la conceptualización metodológica en la política que lleva por nombre la desobediencia civil y ésta requiere la presencia de condiciones intrínsecas y preexistentes en el modelo sociopolítico donde se pretende resolver o mitigar el problema en cuestión. Cuando juzgamos la validez de la tesis que condiciona y limita la viabilidad de aplicar la lucha no violenta y lograr los cambios deseados al sistema democrático exclusivamente, vemos que la misma goza, convincentemente, del respaldo de la evidencia histórica.
Cuando el filósofo y escritor estadounidense del transcendentalismo, Henry David Thoreau, publicó en 1849 su ensayo insigne Resistencia al gobierno civil (luego renombrado Desobediencia civil) racionalizando sus acciones de desobediencia civil contra el Estado norteamericano por su oposición a la esclavitud y a la Guerra de México-EE UU, no creo que haya podido medir el alcance que tendría su obra, fundamentando una especie de ideología y ética que inspiraría a generaciones de activistas y teóricos políticos. Algunos de los otros activistas que han abrazado este modo de accionar por la vía de la confrontación pacifica están Martin Luther King, Jr., Mairead Maguire, Desmond Tutu y Jody Williams.
De los mencionados, todos menos Tutu, el obispo anglicano sudafricano, realizaron la lucha no violenta para promover a sus causas respectivas dentro de las estructuras prototípicas de una democracia (King: los derechos civiles en EE UU; Maguire: la violencia en Irlanda del Norte; Williams: una campaña contra minas personales). En esos casos, la existencia sistémica de la libertad de expresión e información, tanto personal como institucional, probaron ser eficaz para la concienciación de la ciudadanía y de la clase política, dado el terreno acogedor que proporciona una democracia para admitir autocorrecciones y perfeccionamientos y acomodar el lujo de los procesos evolutivos, confinado a un marco ambiental pacífico y ordenado.
Tutu ejerció su activismo no violento dentro de una dictadura, pero ésta fue una de corte netamente autoritario. Es importante aclarar este punto técnico y muy relevante. Sin negar la crueldad y la injusticia inherente del modelo racista del apartheid sudafricano, existe una diferencia cualitativa impresionante entre dictaduras de corte autoritario y esas con regímenes totalitarios. Las del primer grupo, son estructuras despóticas más débiles y a la vez, más fáciles de conspirar al limitar éstas el control dictatorial a la esfera política sólo. Regímenes autoritarios son más sensibles también a la crítica y a la presión política desde afuera, entre muchas razones, por la incapacidad o el desinterés de estas versiones del despotismo de establecer alianzas sólidas con otros gobiernos y movimientos internacionales, de conllevar campañas de relaciones públicas eficaces en el exterior y de operar en la diplomacia, multilateralmente.
El desmantelamiento de la dictadura racista de África del Sur, reflejó el éxito de la campaña no violenta de personas como Tutu, pero más impacto tuvieron las presiones que ejercieron grupos y activistas políticos de las democracias del mundo libre que se interesaron por la causa anti apartheid. El embargo comercial que lograron establecer, la estampida de empresas multinacionales con el curso de desinvertir en el país que adoptaron, el ostracismo aplicado a los que defendían el estatus quo, fue lo que marcó la diferencia y eso vino desde afuera donde el activismo político no violento impactó a la clase política en las democracias del mundo.
La caída del comunismo soviético y sus casos subsecuentes de transiciones exitosas, de transiciones frustradas, de reversiones y de algunas otras rescatadas o en evolución, vio posteriormente el ascenso de las postulaciones de la lucha no violenta del politólogo estadounidense, Gene Sharp. Gran parte de la disidencia y la oposición de países donde hay regímenes no democráticos hoy, han acogido con una reverencia épica la teoría del activismo de resistencia pacífica del autor de La política de la acción no violenta (1973) y De dictadura a democracia (1994). La teoría de Sharp reposa sobre la premisa de que la esencia del poder radica fundamentalmente en la obediencia de los sujetos al liderazgo político. Si se logra que los sujetos no obedezcan al poder político, sostiene el teórico norteamericano, los dirigentes no tendrían poder y consecuentemente, la dictadura se desploma o marchita.
Los que miran a la caída del socialismo real de la URSS y del ex bloque socialista de Europa y le acreditan ese desmoronamiento a la lucha no violenta que se realizó, estarían cometiendo un error serio de análisis. Nunca los procesos históricos se deben a un factor singular como el causante, eso es cierto. No es menos cierto, sin embargo, que no todas las variables en juego protagonizan un papel de igual importancia.
El desvanecimiento mortal del comunismo soviético (no del comunismo) tuvo como agente de cambio primordial la modificación que el gobierno de Ronald Reagan le dio a la política estadounidense para liderar con el marxismo-leninismo bajo el eje de Moscú. Al sustituir la estrategia de contención por una de reversión, cambió la dinámica de la Guerra Fría. Con enorme cuantías de dinero, municiones, tecnología, logística y sobre todo, de dirección moral, por numerosas operaciones a través del globo, oxigenó el bando de los buenos y los llevó a una victoria (más allá de que mucho se perdió luego en la paz).
Las acciones pacíficas de los grupos pequeños de manifestantes que iniciaron las protestas y más tarde se convirtieron en grandes masas, no fue el factor causal del derrumbe del comunismo soviético. Más bien fue un síntoma de esta otra variable seminal que constituyó la política de Estado de las fuerzas anticomunistas que incluían los gobiernos de: Reagan, Margaret Thatcher, Juan Pablo II, Helmut Kohl y otros actores con acciones de enfrentamiento bélico directo al comunismo en Granada, Nicaragua, Angola, Afganistán, El Salvador; y un activismo conspirativo no bélico en Polonia y otras partes del bloque socialista. China comunista y lo que ocurrió cinco meses antes del derrumbe del Muro de Berlín en la Plaza de Tiananmén en 1989, queda como prueba fehaciente que la lucha no violenta desprovista de otras variables causales que incluyen la fuerza bélica, la amenaza de ella (real o percibida) u otro agravio letal a su régimen dictatorial, sólo ofrece quimeras que en la práctica no produce los cambios políticos deseados por los demócratas.
Los humanos operan todos dentro de un esquema de valores. Regímenes dictatoriales de dominación total (totalitarios) no viven bajo el mismo código moral que los demócratas. Los comunistas, los fascistas y los islamistas radicales tienen otro entendimiento del universo y no están confinados, ni remotamente, con los rigores éticos que sostienen los adherentes a los principios democráticos. El pretender sensibilizar a la gama de facinerosos que dirigen los regímenes totalitarios y sus satélites, es como aspirar a que un psicópata que asesina grotescamente, se logre concienciar e enternecer al contemplar el horror de sus acciones contemplando a las víctimas y los reclamos de éstas por vía de sus defensores. La propia patología del malévolo hace que esa conducta monstruosa le produzca placer y sólo sirve para satisfacer su necesidad cruel. Los carceleros de Auschwitz y Boniato y los dirigentes de los sistemas que hicieron todo lo que ahí ocurrió posible, no han sido (o no son) personas muy sensibles.
La lucha cívica no violenta, podrá ser un elemento que contribuya a la liberación de una nación subyugada por el despotismo. Al enfrentar regímenes totalitarios o sus gobiernos satélites, dicha estrategia está completamente contingente de una política liberadora adicional más potente para que su aporte sea medible al final. De lo contrario, el remedio de la confrontación pacífica quedará relegado a actos de heroicidad inspiradores y épicos, pero incapaz por si solos, de producir cambios políticos significativos.
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