Nadie escribe su final. Norberto Fuentes sobre la opinión del General de División Arnaldo Ochoa sobre el carácter de perdedor de Che Guevara: y su relación con Aleida Guevara en Angola
Observación del Bloguista de Baracutey Cubano: nótese que en el torso del Che Guevara no aparece huella alguna de una ráfaga de balas, que es la versión oficialista de la tiranía Castrista de como se mata al asesino Che Guevara. El médico que practicó la mal llamada ¨autopsia¨ (técnicamente autopsia es algo más que reconocimiento externo del cuerpo) y que al siguiente año, 1968, se fue a vivir a México. afirma que murió de un impacto de bala directo al corazón, aunque quizás hay un disparo en el antebrazo y otro en el codo derechos. No soy especialista.
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Tomado de https://www.martinoticias.com/
Nadie escribe su final
Por Norberto Fuentes
Octubre 09, 2017
Resultaba extraño escuchar a uno de los más encumbrados generales cubanos referirse al Che Guevara de forma despectiva y hasta brutal.
Era sabido que su campaña de Bolivia había resultado un fracaso y que, menos tres cubanos y un par de bolivianos, el empeño le había costado la vida a todo su destacamento. En Cuba, para designar un responsable, se hizo necesario disolver el Grupo de Operaciones Especiales (GOE) e integrar sus mejores hombres a Seguridad Personal y luego reorientar todas las escuelas de adiestramiento de guerrillas —hasta entonces bajo responsabilidad del GOE— y comenzar a estudiar la campaña de Bolivia como un patrón de casi todo lo que no debía hacerse en un movimiento guerrillero. Pese a todo, y como una tozuda reacción de orgullo, había entre los cubanos la convicción de que era un icono del movimiento revolucionario mundial y que su utilidad era inestimable de ese modo.
De ahí que el Che se mantuviera en una especie de canonización sin cuestionamientos entre la cúpula militar y que este fuese el carril tendido para los teóricos y propagandistas de la Revolución. De modo que cuando Arnaldo Ochoa le espetó con toda violencia y desprecio a la misma hija del Che, sobre la mesa de comedor de la Casa Uno de Luanda, que su padre era un perdedor, yo comprendí por primera vez que había una posibilidad más allá de la libertad, y que ésta era el desacato. Arnaldo, con grados de general de División, era el jefe de la Misión Militar de Cuba en Angola. Aleida Guevara (Aliusha) acababa de graduarse de médico y cumplía misión internacionalista en un hospital de Luanda. Los otros presentes éramos el general de Brigada Patricio de la Guardia, dos o tres de nuestras respectivas mujeres, y yo. Fue en los primeros días de diciembre de 1987, la guerra de Angola se estaba acabando y hacía 20 años que habían matado al Che. La Casa Uno había sido en la época colonialista la residencia del cónsul americano (sin ese nombre, por supuesto) y los cubanos la remodelaron para eventuales visitas de Fidel y como residencia del jefe de su Misión Militar.
El almuerzo era un mono. El mono Hugo, que estuvo encerrado como siete años en una jaula del portal amurallado de Casa Uno y que Ochoa, apenas nombrado jefe de la Misión, decidió servírselo en fricasé. Advierto que fue una nimiedad lo que motivó la explosión de Arnaldo. Aliusha aparentemente quiso darle una tónica de acto cívico a la ocasión, aunque siempre lo tomé, más bien, como una zalamería de ella ante el héroe revolucionario. Dijo algo sobre la permanencia del Che en las batallas revolucionarias cuando Arnaldo le espetó un: “Ah, chica, cállate, que tu padre era un perdedor.” Él silencio fue instantáneo en aquella sobremesa y lo que recuerdo es la sonrisa de Ochoa, y la blancura de sus dientes, y el brillo de sus ojos detrás de sus pequeñas gafas. Mantenía la sonrisa, desafiante, ante Aliusha. Aliusha quiso responder con la misma virulencia y, corriendo ruidosamente su silla hacia atrás, le dijo: “¡Que mi padre no te oyera!”, la voz ya a punto de rajársele en un sollozo. “Tu padre no tenía nada que enseñarme, Aliusha, no me jodas tú —y repitió, con saña—: Tu padre era un perdedor”. Había, en efecto, una idea romántica y era por la que nos dejábamos llevar, e incluso resultaba aceptable la forma en que el argentino había perdido. El consenso político cubano determinaba que existía un heroísmo indudable en el empaque de aquella derrota. Todos sabíamos que se había rendido, pero cuando tú te acomodas a una idea, luego ni las más sólidas evidencias logran hacerle mella fácilmente. Fue entonces que se despejó algo, y entendí por qué la actitud de Arnaldo era, al menos para mí, tan sobrecogedora, y es que Arnaldo, en su desfachatez sin contención, sacó a flote lo que estaba dormido. Ahora aclaro que ni Patricio ni yo ni ninguna de las respectivas mujeres salimos en su defensa —de ninguno de los dos— pero no hacía falta porque a esa niña de bata blanca, a la que se le saltaban las lágrimas, era evidente que Arnaldo le gustaba. Amén de que Arnaldo no hacía ningún esfuerzo por retirar la sonrisa de su rostro.
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