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El ministro que puso en práctica un plan maquiavélico para salir de los artístas rebeldes
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Por Tania Díaz Castro
Diciembre 6 de 2017
LA HABANA, Cuba.- En los 87 años que vivió, fue testigo de varias grandes tragedias: la muerte de Enrique, su hermano terrorista, al explotarle una bomba que este fabricaba, el suicidio de su esposa, el extraño accidente en el que murieron sus hijos y, sobre todo, vivir a prueba de bala, a la sombra de Fidel Castro.
Pero al final de su vida quiso por último ser leal al levantar el vuelo el mismo día que Fidel cumplía un año de levantar el suyo.
¿Habrá sido fiel de verdad, a pecho descubierto, como todo un hombre, él, que tenía fama de encogido, de casi timorato, aún como “ideólogo de la Revolución”? ¿Seguía en realidad “las doctrinas del Maestro José Martí, él, que apenas se le entendiera lo que decía, con su extraña y complicada verborrea zigzagueante?
Su paso como ministro de Cultura le había dado fama como “hombre de primera línea de Fidel”, o como educador en aquellos loquísimos años, cuando sabía tanto de Educación como el Che de economía y asuntos bancarios.
De Hart, que en paz descanse, se sabe todo. Por ejemplo, que en el Ministerio de Cultura se vio al
borde del abismo, cumpliendo las nuevas órdenes de Fidel, bajo la vista de los que no daban la cara, escondidos como espías.
Cumplir la línea dura tomada por la dictadura después del caso Ochoa-de La Guardia-Abrantes, con los artistas e intelectuales, no fue fácil para un Hart medroso, cauteloso, tímido al máximo y con un pasado como el suyo, sin actos heroicos ni trayectoria luminosa.
Aun así, puede decirse que el difunto Hart Dávalos hoy está considerado como el artífice de aquella estrategia maquiavélica, más conocida como “el ejército en retirada de los quedaítos”, compuesto por artistas e intelectuales que se expresaban con tanta claridad que rayaban en una disidencia que asustó no sólo a Hart, sino sobre todo al mismísimo Fidel.
Dicen —y fue así— que Fidel llamó a Hart por teléfono y le dijo en su mejor tono: “Despáchalos a todos de la mejor forma posible y rápido”.
Estábamos a finales de los ochenta. Recordamos incluso aquella exposición presentada en el centro de la capital, donde un joven llamado Ángel, de trenza y ojos azules, defecó sobre un ejemplar del periódico Granma ante decenas de espectadores que sonreían muy animados.
Raudo y apocado, como era, Hart, adoptando una falsa postura de abierto y tolerante, comenzó a repartir visas de salida para México a más de cien de aquellos artistas e intelectuales que, lejos de la atmósfera política bien caliente que dejaban en La Habana, fueron felices en un país libre y democrático.
La lista con sus nombres me la sabía de memoria. Algún día se las diré completa.
Por esa y otras historias, una tarde lluviosa de abril de 1991 se le acercó a Hart el célebre periodista Andres Oppenheimer, y sacó al pobre político pusilánime de sus casillas.
Hart no quería quedar para la Historia como abierto y tolerante con los artistas e intelectuales, que ni siquiera se sabe si han regresado para vivir en Cuba.
Dice Oppenheimer que Hart, frunciendo el entrecejo muy enojado, con la respiración acelerada y temblándole las manos, exclamó: “¡Eso es una locura¡ No me considero tolerante en absoluto. Soy más radical y revolucionario que nadie. Con posiciones muy duras. Ni se le ocurra acusarme de liberal, de tolerante. ¡Soy un radical¡ No se atreva a decir que soy un progresista. ¡Yo soy un duro!”
Por último, el periodista se disculpó. En realidad, había llevado al ministro al límite de su sinceridad como apparatchik comunista, ante el terror de verse apartado de la línea oficial.
Seis meses después, en octubre de 1991, en el Cuarto Congreso del Partido Comunista, Hart y otros líderes de la vieja guardia se vieron apartados de la línea oficial, al ser excluidos para siempre del Buró Político.
Fidel había escogido a Carlos Aldana como “el nuevo ideólogo de la Revolución”.
Todavía se recuerda cuando alguien llamó a Hart y, luego de Saddam Husein y Gadafi, también él recibió la Orden José Martí, la más alta condecoración que otorga la dictadura cubana.
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