viernes, noviembre 16, 2018

Castigos. Zoé Valdés: Un verdadero exiliado lleva el dolor de haber renunciado a su país porque un acto de libertad le impuso, de manera humillante, otro de punición


Castigos

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Un verdadero exiliado lleva el dolor de haber renunciado a su país porque un acto de libertad le impuso, de manera humillante, otro de punición
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Por Zoé Valdés
14 de noviembre de 2018

Detrás de un auténtico exiliado siempre habrá una poderosa razón que provocó su exilio. Un verdadero exiliado lleva el dolor de haber tenido que renunciar a su país porque un acto de libertad le impuso, de manera humillante, otro de punición.

Victor Hugo debió exiliarse tras el golpe de estado de Napoleón III. Durante su retirada en Guernsey escribió dos obras mayores: Les Châtiments y Les Misérables. Con la primera, Los Castigos o Represalias, Hugo hundió el cuchillo en la llaga que obligó al Poderoso a imponerle el alejamiento, lo llamó "enano", entre otras burlas y críticas cantadas con una lírica grandiosa.

Sin embargo, al parecer, el mero hecho de llamarle "enano" aumentó el odio hacia el escritor. Odio. Esa palabra que tanto nos han achacado y endilgado los tiranos a numerosos escritores.

Cierta vez, en una recepción en la embajada francesa, en La Habana, una diplomática algo sucita, le preguntó a Alfredo Guevara la razón por la que habían prohibido a Reinaldo Arenas. Guevara, con su eterno saco por encima de los hombros, hizo un ademán amanerado mientras llevaba la copa de champán a sus pálidos y delgados labios, y luego de sorber el espumeante líquido, soltó la frase con la pretendía lapidar, borrar de una tachadura, al visionario escritor de El color del verano: "Tiene mucho odio dentro".

Varios años después, de mí, dijeron lo mismo. Guevara llegó a llamarme "cloaca", o sea, un epíteto que le pegaba mucho más a él que a mí.

En mi caso, jamás lo he negado, mi odio es exactamente proporcional al odio con el que los criminales hermanuchos tiranos me impidieron regresar a mi país tras publicar un libro y otro, y otro y contar la verdad, mi verdad. Porque lo que siempre hay, como razón, es un libro, libros, y no precisamente el odio. El odio llega después que ellos ya llevan mucho tiempo odiando, reprimiendo, encarcelando, asesinando. El odio nos lo enseñaron ellos.

"Enano", fue la palabra que, si concretamos, propició el odio de Napoleón III hacia Hugo, condenándolo a su inmediato exilio. Al leerlo no pude menos que soltar la carcajada. Exactamente lo mismo ocurrió conmigo, de cierto modo, pues tras publicar La nada cotidiana y Te di la vida entera, pero sobre todo la segunda, donde le llamo de todo al tirano, Fidel Castro en un discurso de 7 horas y media declaró que la revolución castrista tenía tres enemigos: Guillermo Cabrera Infante, Reinaldo Arenas y Zoé Valdés. Honor infinito que me hizo.

Su odio no le permitió jamás comprender el gran homenaje pleno de humor que le hice a su deplorable figura, inmortalizándolo, eso sí, con mi escritura.

Uno de mis libros de cabecera de Victor Hugo es, como no podía ser de otra manera, Les Châtiments; en cada lectura descubro algo nuevo, otro desprecio fabuloso, una burla añadida grandiosa, además, por otro lado, ese gran honor del exiliado que jamás se rinde en su condición de defensor de todas las libertades, y por encima de todas, la de la palabra.

Hoy, al terminar un ciclo de conferencias en Fribourg, una estudiante, quiso poner en mi boca palabras que yo jamás había pronunciado. Intentaba ensuciar mis enunciados, al menos eso dio a entender con su manera prosaica de tratarme, sin el más mínimo de los respetos.

Al contrario yo respeto mucho a los estudiantes que vienen desde todas partes a mis presentaciones, en la mayoría de las ocasiones soy yo quien va hacia ellos. Todavía mayor es mi respeto si son mis lectores. Pero, frente a esos actos opresores de gran ignorancia, suelo soltar mi andanada de odio, esa cuota que aunque me empeñe jamás superará el odio tan degradante de los imbéciles. El odio se limpia con odio, decía mi abuela, esa gran sabia.

A veces lo guardo para más tarde, para la ira con la que escribo de mis poemas rebeldes, la rabia de mi prosa punzante. Entonces, la bilis la voy convirtiendo en literatura, una suerte de miel agridulce. Lo he aprendido con Victor Hugo, mi gran maestro en el arte tan fértil de despreciar y más, de aborrecer con toda mi alma.