Esteban Fernández: LA PEOR SEMANA DE MI NIÑEZ.
Por Esteban Fernández
12 de febrero de 2019
La perrita recién nacida me la regaló un vecino en el Edificio Partagás llamado Julio Oya. Los que me conocen saben que Yeti fue mi inseparable amiga por largos años. En la foto Yeti encaramada en un banco del Parque Martí en mi pueblo.
Ya viviendo en el Residencial Mayabeque con mucha dificultad conseguí que el veterinario de la esquina le cortara el rabo, pero no aceptó contarles las orejas.
Maldito el día en que un grupo de amigos en el Parque de Güines me dijeron que: “En el barrio de Leguina hay un moreno que las corta perfectamente bien y gratis”.
Salí como siempre en mi bicicleta llevando aparejada Yeti, pero esta vez rumbo a Leguina. Busqué la dirección y en el portal había un grupo de fornidos negros jugando dominó.
Les dije lo que quería y todos contentos y felices suspendieron el juego y agarraron entre todos a mi perra. La abacoraron entre todos.
Como es natural yo me asusté, sobre todo cuando uno de ellos trajo una cuchillita Gillette y comenzaron sin ningún tipo de anestesia a mutilar a Yeti.
La perra aullaba llena de dolor y yo encabronado y acobardado lloraba y daba gritos pidiendo que suspendieran esa tortura. Con razón uno de ellos me dijo: “Cállate, muchacho, no podemos dejar a la mitad este trabajo, la perra se desangraría”.
Al fin terminaron, yo estaba histérico, le echaron un polvo blanco por encima de las orejas, tenía ganas de mandarlos para el coño de sus madres, pero no tuve valor. Cargué la perra, la llevaba en mi pecho mientras manejaba torpemente la bicicleta.
Mi madre se aterrorizó cuando llegué a mi casa con mi “t shirt” blanco tinto en sangre. Yo me sentía culpable y el más malo de los hombres. Le expliqué lo que había pasado y ella me abrazó entrañablemente.
Dos días terribles, la perra aullaba cada vez que tropezaba con una cortina, se metió debajo de mi cama y no salía, pensaba que nunca había estado tan deprimido en mi corta vida. Qué equivocado yo estaba, 48 horas más tarde sucedió una tragedia que me hizo olvidarme completamente de Yeti.
Salí del parque rumbo al Residencial por toda la calle Máximo Gómez, todo el mundo estaba en los portales cuchicheando. Sonreí pensando que “Algo grande había pasado en el pueblo”.
Por al frente de la casa de mi amiga Aracelita Cruz había un matrimonio en su portal rodeado de varios perros bóxer, distraídamente les pregunté: “¿Ustedes saben que pasa?” y me contestaron: “¡Dicen que se murió el ex alcalde Jaime Quintero Gómez!”
Hubiera sido preferible que el Niño Valdés me hubiera dado una trompada en pleno rostro. Se trataba de mi héroe de la juventud, mi primo y padrino, el ser más querido en mi familia y admirado por los pobladores de mi pueblo.
Corrí despavorido hacia mi casa, mi padre se levantó del sillón para saludarme, le grité lo que había pasado, y por primera vez en su vida Esteban Fernández Roig cayó al suelo desmayado. A mi madre le dio un ataque de nervios y llantos. Ni por un segundo volví a acordarme de Yeti en una semana.
Por fin pude preguntarle a mi padre: “Viejo, ¿cómo y dónde está Yeti?” “Esta en el patio, jugando tranquilla”.
La abracé y le pedí perdón. Ella actuó como si nunca había pasado nada.
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