martes, junio 11, 2019

Esteban Fernández: OLGA CABARROCA

OLGA CABARROCA


Por Esteban Fernández
11 de junio de 2019

Olga, la esposa de Carlos Zárraga, era un santa, una santa sacrificada de la causa de Cuba. ¿Cuántas mujeres aceptarían de buena gana que su casa en Miami, el hogar que comparte con su esposo y cuatro hijos, se convierta en un campamento anticastrista?

¡Ni la madre Teresa de Calcuta hubiera soportado con una sonrisa constante en sus labios a más de 20 combatientes armados hasta los dientes dentro de su residencia!

La casa atestada de guajiros sobrevivientes de las guerrillas del Escambray. Y eso era lo de menos, lo interesante era que todos vivían preparándose para regresar a la lucha. Un día hasta tumbamos un árbol del patio con explosivos C4. Olga jamás protestaba a pesar de que ambos (Carlos y Olga)  provenían dos familias distinguidas, finas y pudientes de Las Villas.

Ninguno de nosotros trabajábamos, solamente ella consiguió un empleo en un establecimiento de vender pollos fritos y a la salida nos traía todo el pollo que sobraba en Kentucky Fried Chicken.  Ese era el momento más feliz del día ¡cuando regresaba Olga con cartuchos llenos de pollos y nos llenaba nuestros vacíos estómagos!

Por esa casa destartalada -y con un enorme desastre provocado por nosotros- pasaban grandes personalidades de la causa cubana, Nino Díaz nos traía cinco rifles FAL, un médico familiar cercano de Orlando León Lemus “El Colorado”, nos traía medicinas, Luis Conte Agüero nos suministraba los equipos de telegrafía, les dije que Carlos Prío Socarrás llamaba constantemente tratando de ayudarnos, Carlos Alberto Montaner, Tony Varona, José Miró Cardona, el poeta Alberto Laucerica, Andrés Nazario, “El Caballo” Cubeñas, eran visitas constantes. Olga los atendía a todos por igual.

Agentes del F.B.I. (en esa época eran nuestros aliados) nos visitaban a menudo y en tono sarcástico pedían permiso para encender un cigarrillo con temor a que la casa explotara como un siquitraque. Olga, siempre agradable, les hacía café a los gendarmes.

La primera noche que estuve allí dormí en el portal, en un sofá donde me levanté lleno de picadas de chinches. Olga puso “el grito en el cielo” y Carlos Manuel, el hijo de Olga y Carlos, la escuchó y parece que se compadeció de mí y me dijo: “Puedes quedarte en mi cuarto que comparto con cuatro guajiros”, pero al darle las gracias me dijo: “Oh, no, de nada, no te estoy haciendo precisamente un favor, nuestra litera está encima de una caja de dinamita”. Al fin (por estar sudada y lista para estallar) la llevamos al río de Miami, y eso -al ser descubierta- fue un enorme escándalo en toda Florida.

Olga, creo que por ser yo prácticamente un muchacho y por mi forma afectuosa, me tomó tremendo afecto, casi parecía que yo era su quinto hijo, y quizás motivada porque Carlos Zárraga me presentaba en todas partes como “su hijo”. Les juro que me parecía que Olga hubiera preferido mil veces que yo no participara en ningún desembarco. A cada rato le decía a su esposo: “¡Oye, Carlos, mira, él es un niño!”

Desde un principio le dije a Olga que yo me llamaba “Alfredo” (mi nombre de guerra) y ella detestaba que Vicente y los demás guajiros me llamaran “Serapio”. Les decía constantemente: “¡Él no se llama Serapio, él se llama Alfredo, más respeto caballeros!”

Pero un día se apareció mi tío Enrique Fernández Roig de visita y delante de Olga comenzó a llamarme unas veces “Esteban”, otras “Estebita” y otras “Esteban de Jesús”. Y, ante cada mención de mi nombre, Olga me miraba molesta.

Cuando Enrique se fue, yo comencé a huirle a Olga, hasta que al fin me llamó muy molesta y me dijo “Ven acá, ESTEBAN DE JESÚS ¿tú crees que yo soy una infiltrada castrista, por qué me has ocultado a mí, que tanto te he defendido, tu verdadero nombre?”

Nunca la había visto enojada, y mucho menos conmigo, estuvo más de una semana sin dirigirme la palabra, es más, ni me miraba. Hasta un día en que me dijo: “Ya lo pensé bien ¿Sabes cuál será tu castigo?: De ahora en lo adelante te llamaré Serapio, un nombre que a mí no me gusta en lo absoluto, pero que tú te lo mereces”. Me sonreí apenado.

Muchos años más tarde, Jorge Riopedre y yo fuimos a visitarlos aquí en San Marcos-California, ya todos me llamaban “Esteban” hasta que ella se paró y dijo: “¡En esta casa él no será nunca Esteban, aquí eternamente será SERAPIO!” Todos nos reímos. Dios tenga a Olga en la GLORIA.