LA BANDERA DEL 30 DE NOVIEMBRE
Por Esteban Fernández
29 de octubre de 2019
Entre los Movimientos que se formaron para luchar contra la recién estrenada dictadura estaba “El 30 de Noviembre”. Me dijeron que el dirigente de la organización era David Salvador de la CTC el cual no me gustaba debido a su actitud netamente castrista y haber interrumpido públicamente un discurso del ex presidente de Costa Rica Pepe Figueres.
Si embargo, era una época en que aceptábamos y seguíamos a cualquiera que recapacitara y asumiera una postura beligerante. Mis simpatías estaban con el M.R.R. y me uní a esa agrupación bajo la jefatura de un joven del Central Providencia llamado Gilberto “Corvea” Salgado.
Me enorgullecía mucho que me dijeran que era uno de los más jóvenes militantes del Movimiento de Recuperación Revolucionaria en el país. No sé si era verdad.
Pero, una tarde en el parque central un muchacho llamado Oscarín Castro nos dio a Milton Sorí y a mi una bandera del “30 de Noviembre” y nos dijo que nos la entregaba si la poníamos (exhibíamos públicamente) en algún lugar. Sin ningún embullo le dijimos: “Está bien, suéltala para acá”.
Ni idea teníamos de donde colocarla, pero vimos una cerca “Peerless” que rodeaba al parquecito infantil a la entrada del Residencial Mayabeque (frente a la casa de la familia Peña) y Milton me dijo: “Colócala ahí mismo y regresamos para el centro del pueblo”. Así lo hice, prácticamente la tiré encima de la cerca.
Ya nos íbamos lo más rápido posible cuando vemos que por detrás de nosotros pasaba el veterinario Fontanills. Obviamente vio toda la operación, me miró fijamente a los ojos y siguió su camino sin inmutarse.
Milton me dijo: “¿Tú lo conoces, es fidelista?” Y le dije: “Vive a dos puertas de mi casa, no tengo ni la menor idea, pero sus hijos son Franklin y Lincoln Fontanills Cohen y tú sabes que en el Instituto comen candela a favor de la revolución”. Milton muy serio me dijo: “Entonces, vamos a tener problemas, mi hermano”.
Llegué a la casa como a las 10 de la noche, el viejo como siempre estaba en el portal fumándose un tabaco y leyendo un librito del FBI.
Me senté, le conté lo ocurrido con lujos de detalles, mi madre salió al portal y mi padre le dijo: “Nada, no pasa nada, simplemente el muchacho parece que está en problemas de nuevo con esta gente”. “Esta gente” eran los chivatones locales.
Lo que sucedió a continuación fue uno de los grandes motivos que provocaron el ardiente deseo de mis padres para sacarme de Cuba: No durmieron en toda la noche, no pegaron los ojos.
Yo me acosté a dormir resignado y diciéndome cuatro palabras que he repetido cientos de veces en 60 años: “¡Esto no dura mucho!”. En un intento absurdo de calmarlos les dije un tontería que les cayó como una patada: “No se preocupen que de La Cabaña no paso”.
Ni la ropa me quité listo para ir preso, mis padres se pasaron hasta el amanecer mirando por las persianas esperando la llegada del G2. Cada chillido de gomas provocaba la alarma de mis padres.
Pero no llegó nadie, el doctor Fontanills no nos chivateó, parece que no le dijo nada sus hijos con los cuales hacía mucho rato habíamos dejado de ser amigos.
Al otro día mi madre repitió como cien veces: “¡Te lo dije, Esteban, a este niño tenemos que sacarlo de Güines lo antes posible!” Y de ahí en lo adelante no se habló de más nada en mi hogar que de mi salida de Cuba. Si mis padres hubieran tenido una urna de cristal ahí me hubieran metido.
Y no tengo ni que decírselos porque ya ustedes saben cómo es la cosa en la actualidad: los dos hermanitos Fontanills ahora son médicos en Florida. Si ustedes los ven o van a sus consultas les pueden informar: “Dice Esteban Fernández que su padre se portó bien, pero ustedes fueron un par de apapipios a los cuales los güineros con memoria no los perdonarán jamás”.
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