lunes, septiembre 14, 2020

Gallinas decrépitas y croquetas rascacielos. Miguel Sales Figueroa con pinceladas de humor sobre las últimas propuestas gastronómicas de la dictadura Castro comunista que oprime a Cuba

Locutor cubano arremete contra la élite castrista por la idea de alimentar al pueblo con tripas



Ante la escasez de alimentos en Cuba, el régimen pretende alimentar a los cubanos con tripas





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Gallinas decrépitas y croquetas rascacielos

Por Miguel Sales

Málaga

13 de septiembre de 2020

Las máximas autoridades castristas han anunciado medidas urgentes para fomentar eso que denominan, en la más rancia jerga onusiana, la “soberanía alimentaria” de la Isla y que antiguamente se llamaba “ir a la bodega a comprar los mandados”. Al parecer, entre los pilares de esa soberanía figuran la venta de gallinas decrépitas (las que ya no sirven para poner huevos) y el aumento de la producción de croquetas.

Para quienes todavía ignoran los entresijos del marxismo leninismo, es preciso señalar que existe una incompatibilidad ontológica entre la comida y la planificación comunista. El ciclo primario y fundamental de la actividad económica consiste en que el campesino produce alimentos -fruta, verdura, aves, ganado, etc.-, los vende -ya sea directamente en el mercado o a través de un intermediario- y el consumidor, mayoritariamente urbanícola, los adquiere y consume. En esta sencilla operación, todos -campesino, distribuidor, consumidor final- salen ganando. Y los precios los fija el juego de la oferta y la demanda -como diría el loro de Irving Fischer.   

Pues bien, en el modelo comunista, la injerencia de la planificación centralizada y la política estatal de confiscación de tierras, medios de transporte y redes de distribución provoca la caída en picado de la producción agrícola y la escasez inmediata de alimentos. Los precios los fija el burócrata de turno, pero ese gesto ya resulta superfluo, porque nada alcanza a frenar el cultivo clandestino y el mercado negro -mecanismos que la sociedad segrega espontáneamente para sobrevivir a la estupidez gubernamental-. Ocurre simplemente que la producción se dificulta y encarece, el consumo se reduce y se vuelve más incómodo, y las cárceles se llenan de contrabandistas de café, matarifes improvisados de ganado mayor y genios del estraperlo capaces de “resolver” desde una libra de cebollas hasta una barra de dulce de guayaba. Huelga señalar que este enorme esfuerzo paralelo se traduce en pérdidas de productividad y empobrecimiento general del país. 

Estas consecuencias de la estatización, visibles en las colas y el racionamiento, han sido siempre las mismas, cualesquiera fueran los países, las culturas o las latitudes donde el método se haya aplicado. Las hambrunas en Rusia o en China tras la llegada al poder del Partido Comunista, el exterminio del campesinado ucraniano en el decenio de 1930 -el Holodomor, o genocidio por hambre- y la carestía que asoló el norte de Corea en los años posteriores a 1945 o a Etiopía en tiempos de Mengistu Haile Mariam responden a la misma pauta: confiscación o “nacionalización”, colapso de la estructura productiva y hambruna generalizada.

La experiencia cubana ha seguido el mismo itinerario. El régimen actual empezó a intervenir en el sector agropecuario allá por 1959, mediante la primera “reforma agraria”, y ya en 1962 la escasez de comida le obligó a implantar una libreta de racionamiento que ha durado hasta hoy. Todos los intentos de revivir el mercado agrícola han fracasado excepto, quizá, en lo que respecta a la producción de tabaco, que nunca llegó a ser totalmente controlada por el Estado, lo que no impidió que su consumo también estuviera racionado durante muchos años.        

A finales del decenio de 1960, después de la penúltima vuelta de tuerca que se llamó “ofensiva revolucionaria” mediante la cual el gobierno liquidó completamente los restos de la economía de mercado supervivientes de las grandes confiscaciones iniciales, se impusieron en la gastronomía nacional las croquetas rascacielos. De origen dudoso y sabor indefinible, debían el nombre a su poderosa capacidad aglutinadora: se adherían al cielo de la boca y ni las más virtuosas contorsiones de la lengua conseguían despegarlas. La víctima terminaba por meterse el dedo índice hasta el fondo del paladar para arrancar aquella masa viscosa y grasienta, que luego tragaba ayudado de un sorbo de guachipupa.

La estrategia de soberanía alimentaria basada en el consumo de jutías, huevos de avestruz, carne de cocodrilo, gallinas decrépitas y croquetas rascacielos -delicatessen anunciadas estos meses por voceros del régimen- augura otra etapa brillante en la historia de la gastronomía cubana. Añádanse otras fuentes de proteína de acreditada eficacia, tales como la tilapia transgénica, la masa cárnica y el picadillo de soya aumentado, y se comprenderá hasta qué punto la población de la Isla podrá prescindir del injusto comercio con los capitalistas del exterior y alcanzar cotas nutricionales que dejarán escupefactos y patidifusos a los estadísticos encargados de compilar el Índice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas, un documento en el que Cuba figura siempre en posición aventajada.  

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