CASTRO, LA MAFIA Y LAS ENCUESTAS
Carlos Alberto Montaner
El diplomático norteamericano Robert Blau sintió un olor nauseabundo cuando entró en su casa de La Habana. No tardó en averiguar lo que ocurría: los servicios de Seguridad del gobierno cubano habían penetrado subrepticiamente en su residencia y la habían llenado de excrementos. La autorización para esa repugnante agresión había sido dada directamente por Felipe Pérez Roque, el belicoso canciller, en su empeño por castigar a la representación estadounidense en la isla por el más singular de los crímenes: permitir que un puñado de demócratas de la oposición tuviera acceso a internet durante media hora una vez a la semana.
No era la primera vez que tal cosa ocurría. A un compañero de Blau le sustituyeron el Listerine por orina. A otros les cortaron las ruedas de los automóviles. Casi diariamente se producen ofensas y diversos tipos de molestia. Los privan de electricidad, teléfono o agua a su antojo. Y ni siquiera son acciones emprendidas solamente contra los norteamericanos. También los checos, españoles y polacos han sido víctimas de actos parecidos. El objetivo es muy simple: mortificar a los diplomáticos hasta lograr neutralizarlos y conseguir que recomienden a sus gobiernos una total complicidad con la política de Castro. Es una técnica mafiosa de control, pero a veces da resultado. Son varias las embajadas europeas radicadas en Cuba que les han rogado a sus cancillerías que se plieguen sin chistar a los antojos de La Habana para que los diplomáticos acreditados en el país puedan tener una vida placentera. Es una variante del síndrome de Estocolmo.
Pero el acoso ha aumentado últimamente, y hay una razón que acaso lo explica: Fidel Castro sospecha que algunas embajadas colaboraron con la realización de una encuesta llevada a cabo clandestinamente en la que se demuestra la impopularidad de su régimen y los deseos de cambio que abriga la ciudadanía. El sondeo se efectuó entre el 8 de octubre y el 3 de noviembre. Durante ese periodo, unos quince investigadores, trasladados desde España como si fueran turistas, entrevistaron a 541 personas avecindadas en casi todas las provincias, escogidas aleatoriamente, sometiéndolas a un cuestionario confeccionado con el rigor que exige la profesión.
En líneas generales, los resultados coinciden con el sentido común. Mientras la mitad de los cubanos cree que ''las cosas van muy mal o mal'', apenas el 20 por ciento sostiene que ''van muy bien o bien''. Mientras el 50 por ciento, adopta una actitud muy crítica contra el modelo económico y señala que los principales problemas del país son las carencias, el costo de la vida, el desempleo y la escasa alimentación, un 25 achaca los males de la nación al bloqueo norteamericano. Predeciblemente, la intensidad de la discrepancia tiene una marcada relación con la edad. Entre los 18 y los 29 años de edad más de la mitad de los cubanos desea un cambio profundo que incluye la tolerancia con la oposición. Entre los que tienen más de 60 años ese rechazo al sistema se reduce: un 35 por ciento de los viejos no quiere que nada cambie. Es una minoría, pero significativa. Los ancianos le temen al cambio. Como no tienen futuro ni ilusiones, se conforman con poca cosa. En lo que fue el bloque del Este ocurrió exactamente lo mismo.
En realidad, el fracaso del régimen cubano en el terreno material es escandaloso. En casi cincuenta años de gobierno Castro no ha conseguido dotar ni siquiera medianamente a los cubanos de electricidad, teléfono, agua potable, ropa, transporte, comida o vivienda. Ningún gobierno ha fallado tanto durante tanto tiempo en la historia moderna. Todo está racionado. Todo es escaso y de mala calidad. La sociedad vive en medio de las mayores incomodidades y penurias. Poder comprar una simple bombilla eléctrica, un termómetro o una tijera es una hazaña casi inverosímil. Todos los meses, las compresas femeninas sólo alcanzan para el 30 por ciento de la población femenina fértil. Las familias sobreviven con salarios de diez dólares al mes.
Es verdad que un 7 por ciento de la población posee alguna formación universitaria, pero no hay nada más triste e injusto que ver a un profesional que vive miserablemente, sin la menor esperanza de prosperar, porque medio siglo de experiencia práctica le ha enseñado que mañana siempre será igual o peor que hoy, a menos de que aparezca la balsa salvadora. Ese es el cuadro que Castro se empeña en ocultar bajo un manto tupido de estridente propaganda. Pero a veces el espectáculo es inocultable. Cuando eso ocurre, la reacción del gobierno es de una increíble vileza: embarra con excrementos las casas de los testigos extranjeros. Son cosas de la mafia.
Diciembre 11, 2005
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