jueves, abril 06, 2006

BLOG, BLOG, BLOG

Tomado de El Nuevo Herald.com

Blog, blog, blog
BELKIS CUZA MALE

Un lector me preguntó no hace mucho si yo me preparaba para escribir mis artículos, cómo los escribía y cuánto tiempo me demoraba. Me hubiera gustado decirle que todo lo escribo como si fuera un poema. Es decir, bajo la ''inspiración'' del momento. Si no existe, pues me la fabrico.
<-- La bella Belkis Cuza Malé en 1968 Hago como los gatos, comienzo a dar vueltas por la casa, con el secreto propósito de que baje la inspiración, lo mismo para escribir de asuntos políticos, que de literatura o cosas de la vida. Es decir, voy a la cocina y me hago un café, me siento en mi portal a mirar los árboles, o converso con Nala (mi gata persa). Y cuando regreso junto a la computadora, como ahora, por ejemplo, oigo cantar a Rod Stewart What a Wonderful World. ¿Cuánto me demoro? Un siglo, toda una vida, dos horas o el tiempo que me tome trasladarme a una galaxia. Sí, yo disfruto escribiendo. No es una condena. De modo que puedo escribir también bajo cualquier circunstancia, rodeada de gentes, de niños chillones, o con la música andando. Escribir es una pasión. Pero, fíjense, parece que ahora estamos descubriendo que todos ''escribimos''. Si no, vayan y naveguen por la internet y visiten los blogs. Hay millones, tanto como estrellas en el cielo. La pasión por escribir, por abrirse al mundo y dejarse oír, ha crecido en la gente en la misma medida en que la internet se expande y globaliza. Leo blogs de todo tipo, pero siempre llenos de vida y opiniones, con fotos de familiares y amigos, noticias, recetas de cocina, intercambios de comentarios y artículos de cualquier naturaleza. Los blogs politizados suelen cargar la mano y muchos han llegado a tener tanta relevancia que son el latiguillo de figuras políticas, grandes consorcios o celebridades. Es una voz popular que tiene peso, pues realmente refleja el pensamiento de la gente común, no las opiniones de la media. La palabra blog surgió de la combinación de dos (web y log), que ha llegado no sólo para quedarse, sino alcanzado rango universal. Esta fiebre del blog comenzó a partir del 2004 y no ha parado ni tiene visos de hacerlo, a Dios gracias, pues cumplen una función maravillosa y doble: la de vehículo de expresión y comunicación con los otros. Especie de exorcistas capaces de sacar fuera todos los demonios. Los que hablamos la lengua de Cervantes ya hemos entrado en la fiebre del blog. En España, por ejemplo, los periódicos cuentan a diario con una sección para los blogs más populares. Cuando estábamos convirtiéndonos en una sociedad cerrada, solitaria, casi muda, llegaron los blogs como tabla de salvación. A diferencia de los talk shows de la televisión, aquí no abundan las groserías ni los temas morbosos. No digo que no los haya, pero no es la tónica general, porque entre otras razones, aunque los blogs son gratis, para lograr ciertos servicios --como los contadores, que mantienen informado del número de visitantes y otras estadísticas--, hay reglas inviolables: no se puede alentar el odio, ni ser racistas, ni publicar materiales pornográficos. De modo que este control es sano y necesario. En cambio, he leído blogs deliciosos, escritos con la gracia de las amas de casa que ya no son sólo eso, sino mujeres que cuentan su cotidianeidad como si estuvieran hablando con ellas mismas. Vaya, un remedo de los antiguos diarios, ésos que escondíamos de nuestros padres y donde solíamos escribir las penas juveniles. ¿Los recuerdan? --¡Oh, Dios mío!, si no tienes un blog no estás a la moda! ¿De qué te vale esa cartera de Chanel? Un blog ahora es lo último que se lleva. Me pregunto si Jaime Bayly tiene blog, a él que le gusta hablar tanto de sí mismo, jajajá --me comentó, con graciosa ironía, una amiga. Mi experiencia con los blogs comenzó en agosto del año pasado, gracias al doctor Eloy González --que cuenta con tres excelentes blogs sobre Cuba--, quien me ayudó a crear uno sobre Elvis Presley y mi libro. Y ante el entusiasmo y el buen éxito logrado, hace una semana me diseñé yo misma uno dedicado a mi labor como escritora y artista. No se trata de un capricho vanidoso, sino de algo muy útil si nos queremos comunicar mejor con amigos y lectores. De ese modo también acaba de nacer http://www.lacasaazulcubana.blogspot.com, dedicado íntegramente a la labor de La Casa Azul (Centro Cultural Cubano Heberto Padilla). Como recientemente nos mudamos a una nueva casa, con nuevas actividades, este blog es un vehículo ideal para lograr la comunicación con escritores y artistas cubanos en cualquier parte del mundo y con todos los interesados en la cultura cubana del exilio.
Cada minuto se crean miles de miles de blogs en el mundo, y eso me hace sentir feliz y esperanzada. Estoy segura de que los suicidios van a disminuir, que la soledad no encontrará muchas puertas y ventanas por donde colarse. Estoy segura de que nos estamos enlazando con una maravillosa red sin paralelo, tan intrincada y novedosa como la mente de Dios. Otra cosa no somos, sino parte de su blog universal.
belkisbell@aol.com

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Nota del Blogguista.

La noticia corrió rápidamente en susurros por la Universidad de la Habana. No recuerdo bien si fue el cantautor y excondiscípulo Carlos Gómez, hoy en Miami, o alguien relacionado con él, la persona que me lo dijo una noche en la que había una actividad recreativa en el edificio Felipe Poey, sede en aquel entonces de la Facultad de Ciencias y de la Escuela de Matemática; ha llovido demasiado. Si fue Carlos, fue en una de sus visitas, pues Carlos se definió rápidamente a favor de la Trova donde también recibió algunos"palos" por los oficialistas de camisa de mezclilla, botas y falsa rebeldía que cantaron mil veces con posterioridad ¡ CUBA VAAAAAA ! ( pero sin decir hacia donde) y que en aquellos momentos cantaban todavía el ¡ Ojalá ! .
Yo en aquella época estaba más cerca de la música, el baile, el cine y la natación que de la literatura pese a que seguía leyendo bastante; para ser totalmente honesto, de lo que sí estaba bastante alejado era de las Matemáticas, pese a que ya cursaba el tercer año de dicha carrera en la Colina, muy cerca de la UPEC y de la UNEAC, estos dos últimos, mundillos intelectuales que nunca me interesó visitar pese a que en sus locales se tomaba y comía algunas buenas meriendas en aquel también período especial de finales de los 60s y principios de los 70s en que encontrarse con una croqueta, aunque se pegaran al cielo de la boca, era un dichoso milagro .
Solamente recuerdo que la persona me describió con bastantes detalles el exhaustivo registro del que fueron víctimas Heberto Padilla y su entonces esposa Belkis Cuza Malé, después vendría la noche de las autocríticas y de las "rectificaciones", pero es hoy, leyendo este relato de Belkis Cuza Malé, cuando, y pese haber leido bastante sobre " el caso Padilla", incluyendo al propio Heberto Padilla, compruebo que todo lo que me contó esa persona era rigurosamente cierto hasta el más mínimo detalle salvo, claro está, lo concerniente al original de la novela.
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La detención

Belkis Cuza Male

(Apuntes del 30 de abril de 1971)

Hace casi dos meses que no escribo una línea en este diario. No es extraño que me cueste tanto trabajo localizar un punto cualquiera en la memoria, no es extraño cuando se ha vivido en tan poco tiempo un cúmulo de situaciones dolorosas y absurdas.
Si quisiera reconstruir todo lo sucedido en estos últimos días tendría que comenzar la víspera de los acontecimientos, la noche en que Heberto me pidió que lo llamara alrededor de las nueve a la habitación de Saverio Tutino, en el Hotel Riviera, donde se reuniría con Jorge Edwards y Norberto Fuentes, para comprobar si había llegado. No queriendo utilizar nuestro teléfono bajé a la calle y llamé desde uno público. Tarde en la noche, ya Heberto en casa, alguien repitió el juego a la inversa, llamando a nuestra casa para preguntar con voz ingenua si “Luis” estaba ahí. Entonces no me percaté de que trataban de localizar a Heberto.
A la mañana siguiente --sábado 20 de marzo--, me desperté sin sospechar que en breve se iban a desarrolar ante mis ojos los acontecimientos que cambiarían el curso de nuestras vidas. ¡Qué claro lo veo todo ahora! Yo, de un sitio a otro con el manuscrito de la novela de Heberto, temerosa de que al menor descuido lo robaran, con una tensión alimentada por las visitas constantes de ese ser sin escrúpulos que se hacía pasar por amigo, de quien yo sospechaba --y con razón-- que espiaba para la policía; acosados a toda hora por una situación cada más más incierta, que conllevaba un marginamiento absoluto. Hacía rato que no le oía decir a Heberto con la seguridad de antes, que de lo único que podrían acusarlo sería de cometer “un delito de opiniòn”, y hacía dos días que Norberto Fuentes no salía de nuestro apartamento, que charlaba durante horas con Heberto, y yo no podía evitar el recelo que me producía su visita. Lo conocía bien, no era nuestro amigo, y desentonaba en medio de este pequeño mundo casi simétrico que no admite de por sí nuevas “adquisiones”. No, no encajaba aquí, entre los libros y la intimidad del estudio, de eso estoy segura. Su mundo era otro.
Y hacía rato que sentíamos sobre nosotros las miradas sagaces de unos ojos vigilantes, sin rostros. Estábamos siendo observados, cuidadosamente seguidos, y aquella mañana, sin duda, lograron sorprendernos.
Adormilada todavía fui y me asomé a la mirilla, estaban tocando a la puerta. Eran alrededor de las siete. No se veía nada, porque el pasillo está siempre a oscuras y es difícil distinguir un rostro en la penumbra.
Sin saber bien por qué pregunté con miedo, casi aterrorizada, quién era. Del otro lado me constestó la voz impresionante del hombre de los telegramas. Entonces pude verlo por el pequeño agujero de la mirilla: tenía una expresión terrible y un rostro muy negro. Cuando corrí a contárselo a Heberto, me dijo que no le abriera, que tirara el telegrama por debajo de la puerta.
--Lo siento, tiene quer firmar.
Yo sabía que aquel hombre no traía ningún telegrama, yo casi estaba segura de que se trataba de la policía, pero Heberto seguía negándose a que yo abriera la puerta. ¡Qué tumben la puerta!, gritaba, como si con eso pudiéramos evitar algo.
Pero fui y abrí porque tneía miedo de que mi negativa tuviera mayores consecuencias y no quería prolongar mi angustia.
Todo se produjo a un tiempo: el empujón contra la puerta, aquel "¡Seguridad del Estado!" voceado por el gigantesco negro, su carnet de la policía secreta casi incrustados sobre mis ojos, y aquellos doce o trece hombres que se abalanzaron pistola en mano dentro del apartamento.
No fue preciso que reaccionara, porque uno de ellos se ocupó de gritarme que me sentara en una silla próxima. Y al poco rato vi aparecer a Heberto, vestido con aquel pantalón pitusa* que le había regalado Efraín Huerta, de color crema, y la camisa de checa de mangas largas, a cuadros amarillos y azules, seguido de un grupo de policías que aún no habían guardado sus armas, como si se tratase de impedir la fuga de algún peligroso criminal.
Lloraba dominada por los nervios: frente a mí se estaba produciendo una escena extrañìsima, difícil entonces y ahora de ubicar. Las pesadillas se sucedían. Un enano moreno comenzó a tomar fotografías del apartamento, de mí, y de cuanto le llamaba la atención. No se salvó la ilustración de la revista americana donde anunciaban aquel wisky matizado de ideología: "Sólo hay tres países donde no se vende: Viet Nam, Corea del Norte y Cuba", decía el anuncio que yo había enmarcado y puesto en la pared. Yo, que coleccionaba anuncios, iba a ser juzgada ahora por mi ingenuidad. El dolor y el miedo pueden engendrar su propia rabia, porque no sé cómo, saqué valor y le grité al hombre con cara de fotógrafo, que retratase también ese otro cuadro gigantesco donde asomaba mi poema junto a un dibujo casi litúrgico del Ché. Ocupa casi toda la pared principal de esta sala-comedor hasta rozar el techo, y es imposible no verlo. Fue un regalo de Alberto Mora, al finalizar la exposición del Departamento de Cultura de la Universidad. Pero el hombre no se dio por enterado, su misión consistía en que no se le escapase ninguna huella de delito que pudiera servirles para acusarnos de disidencia política. Aquel Ché le debió parecer óbvio, para disimular, así que continuó implacable en su búsquedad.
Sin dejar de llorar, invoqué el nombre de Dios, oré en silencio, tratando de encontrar una respuesta. Repetía una y otra vez el Padre Nuestro y el Ave María. De pronto, el ruido de algo que chisporroteaba en el fuego llamò mi atención. Era una vieja lata de melocotón, ahora vacía, que yo había puesto al fuego con agua, momentos antes de que tocaran a la puerta. Estaba preprando el cafe y me había vuelto a la cama en espera de que hirviera. Consumida el agua, ahora chisporreataba. Finalmente, el policía fue y cerró la llave del gas.
Al mismo tiempo, me invadió una paz enorme, una tranquilidad nunca imaginada, y desde algún sitio de mi universo sentí una voz que me decía: "No te preocupes, nada les pasará. Todo se ha acabado". A pesar de mi estado de "beatitud", traté de ser realista, y quise contradecirme, alejar las falsas esperanzas, porque mi "corazonada" me parecía demasiado ilógica. ¿Qué podíamos esperar; cómo no temer a los años desperdiciados en una cárcel, cómo no sentir miedo ante la pérdida de la libertad? ¿Es que acaso no habían dado ya el primer paso? ¿No se habían llevado a Heberto a los cuarteles de la Seguridad del Estado?
Una voz me hizo volver a la realidad. Los policías que se habían hecho cargo del registro comenzaron su labor implacable de destrucción. Eran brutales. En un segundo crearon un caos absoluto, sobre todo porque el nuestro era un pequeño apartamento. Aquí no había más que libros y algunos cuadros en las paredes: un lugar de trabajo para un par de escritores, eso es todo.
Todavía me acompaña la sensación de náuseas. Pedí que me dejaran ir al baño (a mi propio baño) y tuve que volver tres veces. Yo no soñaba, sabía que aquella voz que quería parecer amable, la del jefe del grupo, un hombre de estatura baja y regordete, me preguntaba ahora dónde habíamos escondido la novela.
--¿Por qué no nos evita la búsqueda y nos dice dónde está?
Entre sollozos, le contesté como pude, tratando de no delatarme con algún movimiento involuntario de mis ojos.
Me dejó por imposible. Lo vi entonces dar media vuelta e internarse en nuestra habitación. Pero enseguida, una voz alarmada, que llegaba desde el cuarto de mi hija, puso a todos sobreaviso: "Miren esto! ¡Aquí está! ¡Aquí está!".
Había aparecido la primera copía de la novela. Con el movimiento de los libros del pequeño estante que hay en la habitación, un cuadro se deslizó de la pared y una de las copias cayó al suelo, dejando al descubierto el escondrijo: la parte posterior del marco formaba una cajuela perfecta para albergar la copia.
Enseguida comenzaron a desmontar todos los otros cuadros que colgaban de las paredes: implacables cuchillas rompían los enmarques, en una búsqueda inútil porque no volvieron a encontrar copía alguna detrás de estos, pero aparecieron en otros sitios, como si de pronto, todas hubieran estado a la vista.
Oí entonces el comentario sarcástico del jefe: "¿Así que no sabía dónde estaba!, eh?".
Tenían ya en su poder las cinco copias que Heberto le había mandado a hacer al mecanògrafo, aquel señor asustadizo del que no he vuelto a tener noticias, que entonces parecia aterrarze más y más en la medida en que avanzaba con su trabajo.
Me abandoné a los malos pensamientos. Se habían llevado a Heberto, habían encontrado las copias del manuscrito de la novela, y era imposible, pensaba, que aquello tuviese un final feliz, o por lo menos entonces me parecía muy lejano. Sumida en estos amargos pensamientos, sin dejar de llorar, comprendí de pronto que mi última esperanza estaba a punto de desvanecerse si no ocurría un milaglro. Uno de los policías, un joven largo y flaco, se acercaba lentamente al cesto de mimbre que había en la sala-comedor, y donde estaban depositados algunos juguetes de mi hija. Iba a comenzar a registrar allí, cuando de súbito el jefe lo interrumpió con voz de mando: "No, déjalo". Y a mí me pareció milagroso.
Su orden evitó a tiempo que se llevaran el original de la novela. Yo misma la había ocultado ingenuamente en ese sitio: se trataba de una copia llena de tachaduras, resguardada entre dos tapas azules de cartón y envuelta en un "nylon". Me he prometido a mí misma que no se lo diré a nadie, que dejaré en manos del destino su salvación.
Entonces apareció el jefe de la "operación" de detención y registro, y comenzó a cerrar las ventanas del apartamento y a decir que tenía que acompañarlos a la Seguridad del Estado para firmar algunos papeles relacionados con la detención de Heberto. Me negué una y otra vez, sabía que áquel no era el procedimiento habitual, estaba segura que pretendían engañarme. Pero de nada me valió negarme. A mi alrededor el desorden era impresionante, había libros tirados por el suelo, cuadros destrozados, así que supe que mi única opción era acompañarlos. En unos minutos el apartamento quedó cerrado y el responsable del grupo dio una orden que yo no logré entender. Fue entonces que le rogué ingenuamente que me permitiera ir a informarle al vecino, que a su vez era presidente del Comité de Defensa, y que vivía en el edificio, lo que había ocurrido en mi casa. ¡Qué absurdo de mi parte!, como si valiera la pena que ese señor de voz agudísima y espejuelos negros a perpetuidad, un velado enemigo de todo el que no pensara como él, se enterese de nuestra situación.
Por supuesto, me respondieron que no era necesario, que tenían prisa, y comprobé que uno de ellos se iba quedando rezagado a propósito, mientras me alejaba escoltada por la policía, por aquel pasillo casi en penumbras. Sin duda, trataban de evitar que yo llamase la atención de los vecinos.
Pero yo no cesaba de llorar.

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Tomado de su blog: http://belkiscuzamale.blogspot.com/

Xavier

BELKIS CUZA MALE
El misterio de la vida sólo puede tener una explicación: Dios. Y esa inteligencia superior que creó el universo con un soplo, con una palabra, sigue creando y recreándonos. Han pasado los años, pero el corazón no envejece, por eso acoge con suma alegría el nacimiento de una nueva criatura, porque nunca ha dejado de ser niño. Y esto que parece sin duda una frase común encierra también el conjuro de la vida. Niños somos y niños seremos hasta la muerte.
La joven y bella bisabuela Belkis Cuza Malé con su biznieto Xavier
Y con ese espíritu de reverencia recibo en estos días a Xavier, el hijo de mi nieta Paula, también una niña. Apenas va a cumplir Xavier los tres meses, pero sus ojos oscuros y profundos lo observan todo con una extraña fijeza, con la adultez del que reconociese el sitio. No sé qué quiere decirme cuando me aprieta fuerte la mano y esos deditos tan pequeños y tiernos, como de porcelana, quieren trasmitir, estoy segura, algún incógnito mensaje, pues enseguida sonríe y se acomoda en su cunita, feliz sin duda de haber descubierto algo en mí. Pero qué, no sé.

Le han vestido de azul, con gorro y hasta guantecitos, porque hace frío en Texas y, viéndolo, pienso en el Martí de La edad de oro. ¡Cómo sabía este gran hombre del espíritu de los niños, cómo reflejó su amor por todos los pequeñitos del mundo! A través de sus manifiestos poéticos, de sus cartas a su hijo y a María Mantilla, su hijita querida, Martí nos dejó una literatura extraordinaria. A ella hay que volver cuando queremos profundizar en el amor. Sí, los niños nacen para ser felices. El ser humano --leemos también en los Evangelios-- fue creado para la felicidad, pero los enemigos acechan armados de odio. Nunca como antes se han visto tantos atropellos, tanto daño contra los niños. ¿Se imaginan un mundo con niños sin hambre, sin miseria, rodeados de amor?

Cuando soy yo la que observo de frente a Xavier, mirándolo con fijeza, vuelve a establecer conmigo un diálogo silencioso. Como si su alma estuviera creando vínculos con la mía. Al margen de interpretaciones científicas o metafísicas, estoy segura de que en estos momentos de reconocimiento mutuo Xavier me mira desde el fondo de su alma. Y es lo que hago yo también, conectarme con ese ser que acaba de nacer, que ha de crecer con amor, llevando con orgullo su Xavier, que es como el sello, el código particular de este futuro hombre.

Creo que cada edad es en sí misma sabia. La inmadurez no tiene nada que ver con los años, sino con la atrofia emocional. Un niño mira con los mismos ojos a los mayores como cuando llega a la madurez absoluta. Y yo puedo afirmarlo por experiencia propia. A los seis años sabía cómo interpretar el mundo a mi alrededor y me había formado opiniones que aún conservo. Por eso sé que los niños son adultos en miniatura. Y si ríen y saltan con estrépito, y corren y no les importa decir lo que piensan, expresar sus emociones, es porque aún los mayores no han comenzado a reprimirlos.

Para Xavier, y para todos los niños del mundo, sólo pido ''el pan que descendió del cielo'', como dijo Jesús de sí mismo. Que no les falte nunca este alimento.

belkisbell@aol.com