POLEMICA NTRE INTELECTUALES CUBANOS DE LA ISLA Y DE FUERA DE LA ISLA SOBRE LA POLITICA CULTURAL DE LA REVOLUCION Y LAS MEDIDAS REPRESIVAS UTILIZADA
Por Antonio José Ponte *
Ciudad de La Habana
Marzo 21, 2006
Encuentro en la Red
La Nueva Cuba
Mayo 7, 2006
En su cuarto número (julio-agosto) del año pasado, La Gaceta de Cuba publicó un dossier dedicado a El Puente. La historia de El Puente, como la de tantos empeños de esa década, es la de su prohibición.
Luego de una corta existencia independiente y de haber recibido una oferta de padrinazgo institucional que fue declinada, la pequeña editorial no tuvo más remedio que pasar a formar parte de las publicaciones de la UNEAC. Dejó de ser independiente para convertirse en semi-estatal, tal como reconociera su director. "Fue entonces", escribió José Mario, "cuando comenzó nuestra auténtica lucha por la supervivencia" ("La verídica historia de Ediciones El Puente, La Habana, 1961-1965", Revista Hispano Cubana, Madrid, número 6, invierno de 2002).
Acusados de homosexualidad, de publicar a autores recién exiliados, de fomentar un "Black Power" y de haberse aproximado a Allen Ginsberg durante su estancia habanera (José Mario y Manuel Ballagas fueron detenidos y enjuiciados por trato con extranjeros), la historia de El Puente es, por último, la del internamiento de su director en uno de los campos de concentración de las UMAP. La del exilio de unos y la permanencia de otros en Cuba.
Gerardo Fulleda León, Norge Espinosa e Isabel Díaz, participantes en el dossier de La Gaceta de Cuba, mencionan en sus textos la rivalidad existente entre los escritores agrupados en torno a El Puente y quienes formaron el primer consejo de redacción de El Caimán Barbudo.
Norge Espinosa recuerda los ataques de Jesús Díaz a Ana María Simo y el manifiesto de El Caimán Barbudo que condenara la poesía publicada por el pequeño sello editorial. (En un ensayo de próxima aparición en la revista sevillana Renacimiento, Pío E. Serrano comprende a El Caimán Barbudo, "orgánico, oficial, ortodoxo", como una apuesta del régimen cubano para sustituir a El Puente, "independiente, plural y heterodoxo"). Y cuatro décadas más tarde sigue viva aquella rivalidad desde la que Guillermo Rodríguez Rivera polemiza con Fulleda León y con Espinosa, en el más reciente número de La Gaceta de Cuba (enero-febrero de 2006).
Escalafón de víctimas
Rodríguez Rivera comienza por declarar (los énfasis son suyos) cuán importante es "recuperar toda la memoria y toda la historia de nuestra cultura". Centra su atención en la figura de José Mario y aventura que, gracias a la arbitrariedad que caracterizó a éste, terminó por constituirse en grupo literario lo que inicialmente distaba de serlo.
Cita palabras de Josefina Suárez acerca del estilo personalista de dirección de El Puente, y no oculta el nulo interés que le despiertan, salvo unas pocas páginas, los poemas de José Mario. (Al posible reproche de que esa obra aún no haya sido publicada dentro de Cuba, recuerda cuánto debieron esperar por beneficio así autores de la talla de Lezama y Piñera).
Una referencia de Norge Espinosa a la amistad entre Delfín Prats y José Mario le da pie para forzar una comparación entre ambos: "Creo que pocos escritores jóvenes sufrieron la represión a los homosexuales en este país como Delfín Prats, poeta de una calidad incuestionablemente superior a la de José Mario, a quien le hicieron pulpa su libro Lenguaje de mudos, que había recibido el Premio David".
Puede uno preguntarse a qué viene ese escalafón de víctimas. La respuesta está en la moraleja que Rodríguez Rivera alcanza a extraerle: "Pero Delfín se quedó en Cuba, en su Holguín, donde tiene el respeto de todo el mundo, ha editado sus poemas, y no se fue a hablarle a la cámara de ningún documental destinado no a componer los males que tenemos, sino a desacreditar lo bueno que hacemos".
La lectura frecuente del periodismo oficial cubano facilita el desentrañamiento de una frase como la anterior. Su autor parece referirse en ella a Delfín Prats (quien merece mucho más que esos dudosos cumplidos), cuando en realidad de quien habla es de José Mario. No lo ocupa tanto la permanencia en Holguín del primero, como el camino del exilio tomado por el segundo.
Y, del mismo modo que para saber de qué habla Granma es recomendable oír algo de radio extranjera, conviene conocer de antemano ciertos detalles para entender la reacción de Rodríguez Rivera. El documental cuyo título se cuida de mencionar es Conducta impropia, de Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal, dedicado a la represión de homosexuales en Cuba, y donde prestan testimonio José Mario y Ana María Simo. Lenguaje de mudos sale a relucir debido a que, dos años después de destruida en Cuba su tirada, el libro fue editado por José Mario en la reanudación, en Madrid, de El Puente.
Halago de la pasividad intelectual
Según Rodríguez Rivera, Delfín Prats sufre represión y permanece en su país para, a la larga, lograr el respeto de todo el mundo y la publicación de su obra literaria. José Mario, en cambio, abandona su patria, se dedica a la denuncia política, a críticas no constructivas… Quien abogaba por la recuperación de la totalidad de una cultura, descuenta ahora de esa historia los testimonios aportados por Conducta impropia. Considera que las noticias del documental no forman parte de la historia de la Isla, no resultan tan obra revolucionaria como las masivas ediciones de libros.
Habla del veneno que debió tragar Delfín Prats en su mala época y concluye de este modo las comparaciones biográficas: "No quiero que nunca más se lo hagan digerir a nadie, pero no puedo dejar de admirar a quienes se lo tragaron, permanecieron fieles a algo que consideraron más importante que sus propios males y hoy están muy por encima de sus envenenadores".
En menoscabo de aquellos que escapan del círculo impuesto por sus verdugos y denuncian la represión sufrida, Rodríguez Rivera alaba el silencio de las víctimas, la digestión callada del veneno, la pasividad intelectual ante el castigo político. Incluso ateniéndonos a su propia lógica, la última frase citada resulta miserable. Pues las víctimas estaban ya por encima de sus verdugos desde el momento del castigo.
Ahora bien, ¿qué hacía Guillermo Rodríguez Rivera mientras se sucedían las ofensivas revolucionarias? No resulta descabellado conjeturar que su texto ha sido compuesto para contestar a tal pregunta. Apreciemos entonces su recuento por lo que encubre y por lo que confiesa: "El primer Caimán Barbudo, en efecto, tenía explícitamente prohibido (por el Comité Nacional de la UJC, del que dependía y que en esos tiempos tenía una política homofóbica) publicar a ningún joven escritor o artista que fuera homosexual. Ello no fue nunca una decisión de los que hacíamos la revista…".
Menciona a continuación algunos intentos, fructuosos e infructuosos, de publicar obras de escritores homosexuales, y termina su viaje al pasado con esta disyuntiva: "En esas aguas turbulentas teníamos que navegar, o irnos a hablarle a la cámara de algún documental de nuestros enemigos".
De creer en su versión, él y el resto del equipo dirigido por Jesús Díaz no tomaron decisión alguna contra homosexuales. Cumplían, no obstante, instrucciones al respecto: instrucciones de arriba. Poco importaba qué pensaran ellos, estaban obligados a obedecer. Por juramento militar o de partido.
Zafarse de la complicidad con un comité homofóbico y abandonar la redacción en donde se estrenaban de comisarios, no era alternativa valedera para los fundadores de El Caimán Barbudo. (Ni siquiera ahora le parece viable a Rodríguez Rivera, quien, empeñado en convencernos de lo inevitable de su proceder, estrecha tanto el espectro de oportunidades que deja afuera la figura que antes alabara, la víctima en silencio).
¿Juventud y maledicencia?
A cara o cruz se presentaba el juego durante aquellos años: comisario político o gusano. Sin embargo, la lección sacada por Jesús Díaz (transcurrido el tiempo) aparece bastante distinta: "No es raro, entonces, que nuestro grupo constituyera una pequeña piedra de escándalo. Tampoco lo es que en aquella época, hace más de treinta y cuatro años, yo polemizara con la narradora Ana María Simo, de las ediciones El Puente, donde se agrupaba otro sector de la generación literaria a la que pertenezco. El Puente había publicado un buen libro de relatos de la propia Ana María, y también poemarios de Nancy Morejón y Miguel Barnet, entre otros autores, y era en cierto sentido lógico que chocáramos por motivos de autoafirmación y celos literarios. No obstante, recuerdo con desagrado mi participación en aquella polémica, que tuvo lugar en La Gaceta de la UNEAC. No porque haya sido más o menos agresivo con otros escritores, sino porque en mi requisitoria mezclé política y literatura e hice mal en ello; lo reconozco y pido excusas a Ana María Simo y a los otros autores que pudieron haberse sentido agraviados por mí en aquel entonces" ("El fin de otra ilusión. A propósito de la quiebra de 'El Caimán Barbudo' y la clausura de 'Pensamiento Crítico'", Encuentro de la Cultura Cubana, Madrid, primavera-verano 2000, número 16-17).
Rodríguez Rivera intenta hacer creer que no cupo enfrentamiento entre sus compañeros de redacción y la editorial dirigida por José Mario. La recuperación de "toda la memoria y toda la historia de nuestra cultura" supone, a su entender, el maquillaje de la biografía propia y el silenciamiento de cualquier versión que resulte incómoda. Negación de evidencias y cosmética reconstructiva son sus armas mejores en el entendimiento con el pasado.
Tal vez Norge Espinosa o Gerardo Fulleda León se tomen el trabajo de desenmascarar tan torpes maniobras en algún número venidero de La Gaceta de Cuba. Para lograrlo habrán de vencer dos impedimentos que Rodríguez Rivera les achaca: la demasiada juventud en el primero, la maledicencia en el segundo.
A Espinosa le coloca en el camino esta advertencia: "Es perfectamente claro que para saber que Napoleón fue derrotado en Waterloo no es imprescindible haber estado allí, pero hay hechos que, cuando no tienen una adecuada historia escrita, es difícil conocer sin los testimonios de quienes lo vivieron".
Y desliza luego la sospecha de que el joven poeta y dramaturgo apenas cuenta con los testimonios de otros. Llega incluso a darse aires de llegado con anterioridad: "Quisiera hacerle saber a Espinosa, quien nació cuando a mí me acusaban de contrarrevolucionario en el I Congreso Nacional de Educación y Cultura…". (Profesoral, regaña a Isabel Díaz por atribuirle palabras de José Mario a Pío E. Serrano. La tilda de desorientada cuando el desorientado es él: la cita procede de "Álbum familiar (sin ira)", texto de Pío E. Serrano en el segundo tomo de Cuba: voces para cerrar un siglo, The Olof Palme International Center, Estocolmo, Suecia, 1999).
Remisión a terreno enemigo
Exige a Gerardo Fulleda León que dé nombres de victimarios en lugar de acusar vagamente y, leída tal reclamación, puede cuestionarse por qué no hizo imprimir él los nombres de quienes envenenaron la vida a Delfín Prats y convirtieron en pulpa el poemario Lenguaje de mudos. Por qué no puso en su artículo algunos apellidos de ese comité de jóvenes homófobos y comunistas cuyas instrucciones se viera obligado a cumplir.
Reclamar nombres a Fulleda León viene a ser lo mismo que pedirle a Norge Espinosa nacimiento prematuro. Fulleda León habla con las precauciones a que obliga la publicación de su texto en La Gaceta de Cuba, y la exigencia de nombres es trampa para remitirlo a terreno enemigo.
Ninguno de los que estudian la clausura de El Puente queda sin recriminación de Guillermo Rodríguez Rivera. Para quien fuera testigo de los hechos guarda el ejemplo de la víctima a la que su mutismo hermosea. Y contra críticos e historiadores llegados más tarde, emite la advertencia de Waterloo.
Claro que para conocer qué sucedió en la última batalla napoleónica no es imprescindible haber estado allí. Puede incluso darse el caso de alguien que, dentro de ella, no alcanzase a entenderla: así lo cuenta Stendhal de Fabrizio del Dongo.
A Rodríguez Rivera parece ocurrirle con sus viejas trifulcas lo mismo que a ese personaje stendhaliano. O, aún peor, él simula tal despiste y se da el lujo de afirmar que no hubo Waterloo. La historia de El Puente, sin embargo, continúa viva.
Laureada con el Premio Nacional de Literatura y homenajeada extensamente en la última Feria Internacional del Libro de La Habana, Nancy Morejón se quedó en Cuba, donde goza del respeto de todo el mundo y ha editado sus libros. No se fue a hablarle a la cámara de Almendros y Jiménez Leal, digirió el veneno, permaneció fiel a lo que considera más importante que sus propios males y, sin embargo, no logra creerse por encima de sus envenenadores. Y es que, a cuarenta años de los sucesos de El Puente, lleva el miedo adentro. Conserva (al menos así era hace cuatro años) una alta dosis de aquel miedo.
Nancy Morejón teme que vengan a interrumpir lo que ella diga. Teme que la objeten políticamente. Teme que le quiten la palabra. Teme ser condenada al silencio. Teme ser castigada… Y cuatro décadas después de la represión ejercida sobre una pequeña editorial, Guillermo Rodríguez Rivera es (en el último número de La Gaceta de Cuba) la cabeza visible de aquellos que desean irrompible el puente de silencio entre víctimas y victimarios.
* Antonio José Ponte (Matanzas, Cuba, 1964) ha trabajado como ingeniero hidráulico, guionista de cine y profesor de literatura. Ha publicado dos libros de cuentos: In the cold of the Malecon & other stories (City Lights Books, 2000) y Cuentos de todas partes del imperio (Éditions Deleatur, 2000), este último traducido al inglés como Tales from the Cuban Empire (City Lights Books , 2002). Entre sus ensayos destacan Las comidas profundas (Éditions Deleatur, 1997) traducido al francés como Les Nourritures lointanes (Éditions Deleatur, 2000), Un seguidor de Montaigne mira La Habana / Las comidas profundas (Verbum, 2001) y El libro perdido de los origenistas (Aldus, México, 2002). Su ensayo más significativo es el titulado El abrigo de aire , escrito contra las manipulaciones de José Martí por parte del poder político revolucionario cubano. Su poesía está recogida bajo el título Asiento en las ruinas (Letras Cubanas, 1997). Es autor de la novela Contrabando de sombras (Mondadori, Barcelona, 2002). Antonio José Ponte es uno de los más prestigiosos ensayistas cubanos. Expulsado en 2003 de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, por sus ideas contrarias al régimen castrista, vive en La Habana. Publica regularmente en las revistas La Habana Elegante , Cuadernos Hispanoamericanos o Letras Libres.
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UN RECEPTOR OBLICUO
Respuesta al artículo 'Un puente de silencio',
publicado en 'Encuentro en la Red' por Antonio José Ponte.
Por Guillermo Rodríguez Rivera *
Ciudad de La Habana
Gaceta de La Habana
Abril 13, 2006
La Nueva Cuba
Mayo 7, 2006
El maestro José Lezama Lima teorizó en sus floridos años de ejercicio poético sobre lo que llamaba "la vivencia oblicua". Explicaba el procedimiento (que él consideraba esencial en su poesía) con una imagen tan insólita como suya: "consiste en accionar un conmutador en la pared de la habitación, y dejar inaugurada una cascada en el Ontario".
El ensayista Antonio José Ponte —a pesar de sus muchos reparos antiorigenistas— parece ser, a su manera, un continuador de la experiencia lezamiana. Claro que se trata de una "vivencia oblicua" en circunstancia de rebaja, a mitad de precio.
Mi discrepancia con él fue en mi libro Por el camino de la mar, a propósito de un artículo suyo (El abrigo de aire) y las valoraciones que en él hace de José Martí. Entonces no respondió lo que allí decía yo: sólo me hizo llegar un parco correo electrónico exigiéndome que, en la segunda edición que ya se anunciaba, hiciera corregir una errata del diseñador que, al emplanar una cita del poeta José Kozer, extendía el "sangrado", haciendo parecer el texto mío que seguía, como opinión del citado.
Ponte me urgía a instar a la corrección del error porque, decía él, Kozer nunca ha sido defensor del "Martí dios". Todo ello quería hacer creer —a veces pienso que él se cree sus propias distorsiones— que yo deificaba a Martí, pero si Ponte no hubiera leído oblicuamente o mejor, si no opinara oblicuamente sobre lo que leyó, hubiera reparado en que era Kozer quien desplegaba una imagen en la que instaba a recordar a Martí, en su grandeza, como "un Cristo, un Buda, un Gandhi". Claro que la errata en cuestión estaba corregida para la segunda edición desde mucho antes de su demanda, porque nunca intenté atribuirle al amigo Kozer opiniones que no eran suyas.
Ponte, entonces, no respondió mis ideas, pero ahora salta oblicuamente en Encuentro en la Red ("Un puente de silencio"), para refutar mis criterios sobre el (buen) dossier que La Gaceta de Cuba publicara sobre la editorial El Puente y en los que yo hacía memoria sobre cosas que los contribuyentes a la entrega no revelaban. ¿Será su indirecta, tangencial respuesta a las opiniones de mi libro? ¿O será que se sentía obligado a opinar en un debate sobre las ediciones Il ponte?
O comisario político o gusano
Ponte es uno de esos partidarios del pluralismo que pueden aplastar la posibilidad de opinar del "otro". Tiene muy claras las opciones: o comisario político o gusano. Me imagino que él habrá hecho la opción no oficialista, "independiente", pero permítaseme decir que yo no he sido nunca ninguna de las dos cosas aunque, acaso por ello produzca el rechazo de los fundamentalistas, y así como los comisarios me vieron como gusano, los gusanos me ven como comisario.
Lo que ocurre es que buena parte de los comisarios que conocí y sufrí se han hecho gusanos, como es muy probable que algunos de los gusanos de hoy devengan en marciales comisarios como se les brinde la oportunidad, porque gentes hay que no conocen aquello que los clásicos llamaban la aurea mediocritas. Y claro que existen los que desdeñan la oficialidad de los pobres pero se apuntan enseguida a la de los poderosos.
Acaso por esa rigidez de pensamiento, nos concebía a los jóvenes escritores que hacíamos El Caimán Barbudo como sometidos a un juramento "militar o de partido". Estoy seguro de que Ponte, en sus tiempos de estudiante de tecnología, vio demasiadas películas soviéticas de los años cuarenta.
Ponte es hombre de un manejo autoritario de las opiniones de los demás, porque las presenta no como han sido dichas sino como él cree que deben ser leídas. Me acusa de desorientado, pero si no hubiera leído oblicuamente se habría percatado como yo, de que Pío Serrano estaba citando a José Mario en la imprecisa referencia de Isabel Alfonso (y no Díaz, como en dos ocasiones la llama el descuidado Ponte), porque era José Mario quien podía hacer esa tajante definición en primera persona de los propósitos de la editorial que dirigía, y no Pío, quien a lo sumo tuvo que haber sido un colaborador muy al margen, como sabemos los que conocimos de primera mano El Puente, en el miedo. Y si no te hacen mal, tienes que tener miedo de que te lo puedan hacer. Pero no creo que Nancy, quien relataba con toda sinceridad los males que sufrió, no se sepa por encima de sus envenenadores.
'Conducta impropia'
Slustro de su actividad.
Ponte deriva, con su "oblicuidad", todo un cúmulo de temores del testimonio que Nancy Morejón daba hace cuatro años en una revista: teme ser castigada, teme que no la dejen hablar, teme que la cuestionen políticamente, tiene el miedo dentro de sí, porque —es la moraleja ponteana— no se puede permanecer en Cuba sin sentir u mentalidad oblicua lo conduce a deducir que cuando yo hablo de Delfín Prats, en realidad estoy hablando de José Mario, y no es que no mencione Conducta impropia (el documental de Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal) sobre la represión a los homosexuales en Cuba, sino "que me cuido muy bien de mencionarlo", cuando en verdad me parece que la denuncia que ese filme formula llegó muy tarde: cuando esa represión había cesado desde tiempo atrás. Ya entonces su propósito no era denunciar una represión que no existía, sino sumar un argumento más contra la revolución cubana, así fuera anacrónico. Porque del cese de esa discriminación, de ese maltrato, no se daba cuenta en la cinta.
Conducta impropia no fue realmente un testimonio contra las UMAP, que mi oblicuo crítico quiere comparar con Auschwitz o Buchenwald o acaso con algún campo de la cruda Siberia, donde Stalin mandó a morir al poeta Osip Mandelstamm.
Las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción) eran campos de trabajo agrícola sostenidos por la absurda convicción de que el homosexualismo era una "enfermedad" que podía "curarse" con el trabajo físico.
Los que allí trabajaban eran reclutados por la ley del Servicio Militar Obligatorio, tenían régimen militar y recibían un "pase" como los soldados. Que no fueran los "campos de concentración" que Ponte quiere presentar, claro que no les quita el carácter represivo que tuvieron, pero para rendirle un mínimo de honor a la verdad, haría falta que Ponte les desinstalara a los campos la alambrada electrificada o la cámara de gas que sugiere con las expresiones "campos de concentración" e "internados".
La "oblicuidad" conduce a una lectura en la que no digo lo que digo sino lo que Ponte dice qué yo digo. Del mismo modo que mi reclamo de que se especifiquen los nombres de los que contribuyeron a las depuraciones universitarias que menciona Fulleda, es para el oblicuo Ponte, una trampa para conducir a mi contrincante a terreno enemigo. Me da lástima Ponte con esas presunciones, con esos miedos que son suyos y seguramente no de Nancy ni de Fulleda. Déjeme decirle que, si aparecieran esos nombres, a buena parte de sus portadores habría que ir a buscarlos fuera de Cuba.
El derecho a elegir
No le voy a dar cuenta al censor Ponte de qué he hecho yo en las ofensivas revolucionarias. En cualquier caso, sé que sólo pensará que no "maquillo" mi biografía si voy a retractarme de lo que he sido en algún lugar fuera de mi país. Esas exigencias las hará si alguna vez tiene la suerte de ejercer como fiscal (estoy seguro de que, si lo logra, será temible), pero primero tiene que ganarse esa oportunidad.
Sí, es cierto: no me pareció entonces que lo que debí hacer era renunciar a la revolución. Y no me lo pareció tampoco cuando, tras el I Congreso de Educación y Cultura, en 1971, estuve cinco años sin que me publicaran nada. Yo, como Delfín Prats, también fui víctima silenciosa. Qué quiere Ponte. Cuando uno decide asumir una idea, puede sostener sus convicciones por mal que le vaya con ellas. Después de todo, no es demasiado si se compara con lo que han hecho otros hombres. En el escalafón, me pongo al lado de Delfín y no de José Mario, porque me imagino que el demócrata Ponte me concederá el derecho a elegir.
Pero intenta engañar a sus lectores cuando afirma que quiero que esas represiones se olviden. Lo he dicho en muchos sitios a propósito del llevado y traído "quinquenio gris" y lo digo de cualquier abuso de poder, de cualquier maltrato represivo: el que olvida su historia —decían los filósofos del pitagorismo— está condenado a vivirla otra vez. Otros tenderán puentes de silencio, yo no.
Le aseguro al vengador errante de las libertades, que no tengo que arrepentirme de lo que hice. Y si no siempre pude hacer lo que me placía (creo que nadie puede hacerlo), no tengo que reprocharme de haber realizado un solo acto contra mi conciencia ni contra la pura decencia humana.
Ponte claro que lo tiene más fácil: cuando se hace muy poco también, forzosamente, hay poquísimo que lamentar. Existe un proverbio chino —no se asuste Ponte que no es de Mao ni de Deng Xiaoping— que me gusta recordar en estos casos: "un combatiente con defectos siempre es un combatiente; una mosca sin defectos no es más que una mosca perfecta".
Yo, aunque le moleste al oblicuo Ponte, que piensa que todos los que hemos ayudado a hacer la revolución debemos vivir en una permanente contrición, no tengo que justificar absolutamente nada. No tengo el menor de los reparos en dialogar con Gerardo Fulleda y con Norge Espinosa y tratar de que mutuamente comprendamos nuestros puntos de vista que, aún en la discrepancia, no tienen por qué ser irreconciliables ni convertirnos en enemigos.
El acuerdo con Ponte me interesa muchísimo menos: él tiene sus propios intereses y con esos no me voy a entender.
Y ya estuvo bien, que me he pasado demasiadas palabras polemizando con un hombre que no sabe nada ni de El Puente ni de El Caimán Barbudo.
* Guillermo Rodríguez Rivera Se licenció en Literaturas Hispánicas en la Universidad de la Habana. Es profesor titular en la Facultad de Artes y Letras. Poeta, ensayista y novelista, fundador en 1966 y primer jefe de redacción del mensuario cultural El Caimán Barbudo. Ha publicado la antología que reúne una selección de poemas titulada Canta, Premio de la Crítica en el 2003. Su monografía La otra imagen fue reeditada por Ediciones Unión en 1999. Tiene en elaboración una novela Canción de amor en tierra extraña y una metodología de estudio de la poesía, bajo el título de La otra palabra.
CARTA ABIERTA
A GUILLERMO RODRIGUEZ RIVERA
Por Félix Luis Viera *
México, DF
México
La Nueva Cuba
Mayo 7, 2006
México, DF, abril de 2006
Recordado Guillermo:
He leído en La Jiribilla y en Encuentro en la Red tu texto Un receptor y escritor oblicuo, que forma parte de una polémica con el escritor Antonio José Ponte. Ajeno a los orígenes de dicha polémica, desconocedor de muchos de los aspectos que tratan tú y Ponte, sólo quisiera, con todo respeto, poner los puntos que faltan en algunas íes.
Me refiero al fragmento en donde repasas las UMAP. "Los que allí trabajaban -afirmas- eran reclutados por la ley del Servicio Militar Obligatorio, tenían régimen militar y recibían un ´pase' como los soldados". Lo cierto, Guillermo, es que la ley del SMO no fue más que un pretexto, un "amparo" legal, para encerrar a aquellos hombres en campos de "trabajo agrícola", como tú les llamas; si bien este "trabajo agrícola" resultaba exagerado y, sobre todo, impuesto. Es decir, la ley del Servicio Militar Obligatorio sirvió para llevar a los campos de Camagüey, a la fuerza y por diferentes vías -"reclutados", dices- a una buena cantidad de personas que, por una u otra causa, no encajaban en la moral que entonces se quería implantar en la Isla, basamento para el futuro Hombre Nuevo. Digo diferentes vías, porque bien te podrían citar para el inicio del "reclutamiento" o bien te podían "pichear" ipso facto para aquellas regiones. "Para rendirle un mínimo de honor a la verdad" (te cito) tu referencia a las UMAP muestra un tinte algo bucólico. ¿Crees cierto que son soldados o reclutas aquellos que fueron vestidos de azul y debían trabajar de sol a sol en medio de antológicas carencias materiales?; ¿debemos tomar por reclutas "militares" a hombres, algunos con más de cuarenta años de edad, cuyas armas eran el azadón, el machete, y cuyo entrenamiento militar no fuese más que obedecer en cuanto al cumplimiento de las normas de producción allí en el surco patrio?; ¿has sabido alguna vez de militares vestidos de azul, como antes he dicho, y en muchos casos custodiados a punta de bayoneta -doy fe de ello- hasta su destino final?; ¿tienes noticias de militares encerrados en "unidades" circundadas por imponentes bardas de alambre de púas?; ¿sabes de algún contingente de "reclutas" que hayan sido arrancados de sus hogares sin siquiera decirles hacia dónde iban (aunque lo sospecharan)?
"Las UMAP eran campos de trabajo agrícola sostenidos por la absurda convicción de que el homosexualismo era una ´enfermedad´ que podía ´curarse´ con el trabajo físico", afirmas en el texto en cuestión. Es cierto, la convicción es absurda porque nada, ya lo sabemos desde el surgimiento de la especie humana, se cura con el trabajo físico. Por eso sospecho que no fue precisamente una "convicción absurda". Pero bien, asimismo podríamos apostar a que una convicción absurda trae aparejada, casi siempre, la iniquidad. Y sobre la iniquidad en el tema que nos ocupa, Guillermo, hay mucha tinta o mucho teclado que gastar aún. Una aclaración de urgencia: para las UMAP no fueron llevados (¿reclutados?), como afirmas en el párrafo antes citado, sólo homosexuales; según pude averiguar durante el "paseo" que me dieron por esos predios en el ya lejano 1966, una cuarta parte de aquellos "soldaditos azules" -que según otras averiguaciones que esculqué en buena fuente, sumaban alrededor de 22 mil- la formaban homosexuales; las tres cuartas partes la componían religiosos de muy variada filiación, tipos boquiduros -si bien no necesariamente antirrevolucionarios-, melenudos, apáticos al proceso revolucionario, exponentes de la neutralidad ideológica, curdas cinta negra y otros. Creo que aquí vale esta cita: "... hay hechos que, cuando no tienen una adecuada historia escrita, es difícil conocer sin los testimonios de quienes lo vivieron".
Por otra parte, desconozco el argumento del documental Conducta impropia, sólo sé que aborda el asunto de las UMAP y que, según tu artículo, es una "denuncia", amén de una obra de arte, supongo, si bien con base testimonial. Afirmas que este documental "llegó muy tarde: cuando esa represión [las UMAP] había cesado desde tiempo atrás. Ya su propósito no era denunciar una represión que no existía, sino sumar un argumento más contra la Revolución Cubana, así fuera anacrónico". Si lo tomamos como dices, no tendría ningún sentido escribir, filmar, pintar sobre algunos de los desmanes de Francisco Franco, Valeriano Weiler, Benito Mussolini, Fulgencio Batista, José Stalin y otros, porque eso ya no existe; sólo lo haríamos para esgrimir un argumento más, "anacrónico", en contra de los hechos que llevaron a cabo estas personas. ¿O, por ejemplo, para qué dar a la luz una novela acerca de la Matanza de Tlatelolco, en la ciudad de México, en 1968, si ya eso pasó, si ya no es política del Partido Revolucionario Institucional mexicano llevar a cabo acciones de este tipo? Yo creo que lo que pasó, pasó, pero aún está pasando. Lo que vivimos hoy es consecuencia de lo que ocurrió ayer. Un artista no tiene que explicar, opino, que lo tratado en una determinada obra ya no ocurre; lo cierto es que ocurrió. Si la Revolución Cubana concibió las UMAP, hoy debiera reconocer -o debieran reconocer quienes establecieron y dirigieron "aquello"- que existieron, pero ya no existen. La pregunta: ¿cómo podría un artista erigir una obra sobre lo que hoy no existe?
Bueno, Guillermo, lo que pasa es que estoy respirando por la herida. Quizás sepas, quizás, que no hace mucho publiqué una novela -una novela- que trata el asunto de las UMAP. Imagínate, si éste era uno de mis proyectos literarios -literarios- desde hacía tanto tiempo, ¿cómo sería posible abandonarlo porque las UMAP ya no existen?
Bien, Guillermo, como diría el poeta: Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Saludos:
Félix Luis Viera
* Félix Luis Viera Poeta, cuentista y novelista, nació en Santa Clara, Cuba, el 19 de agosto de 1945. Ha publicado los poemarios: Una melodía sin ton ni son bajo la lluvia (Premio David de Poesía de la UNEAC*, 1976, Ediciones Unión, Cuba), Prefiero los que cantan (1988, Ediciones Unión, Cuba), Cada día muero 24 horas (1990, Editorial Letras Cubanas), Y me han dolido los cuchillos (1991, Editorial Capiro, Cuba) y Poemas de amor y de olvido (1994, Editorial Capiro, Cuba); los libros de cuento: Las llamas en el cielo (1983, Ediciones Unión, Cuba), En el nombre del hijo (Premio de la Crítica 1983. Editorial Letras Cubanas. Reedición 1986. ) y Precio del amor (1990, Editorial Letras Cubanas); las novelas Con tu vestido blanco (Premio Nacional de Novela de la UNEAC 1987 y Premio de la Crítica 1988. Ediciones Unión, Cuba), Serás comunista, pero te quiero (1995, Ediciones Unión, Cuba), Un ciervo herido (Editorial Plaza Mayor, Puerto Rico, 2003) y la noveleta Inglaterra Hernández (Ediciones Universidad Veracruzana, 1997. Reediciones 2003 y 2005). El Premio de la Crítica es el mayor reconocimiento que recibe un libro en Cuba. Su libro de cuentos Las llamas en el cielo es considerado un clásico de la literatura de su país. Varias de sus creaciones han sido traducidas a diversos idiomas y forman parte de diversas antologías publicadas en Cuba y en el extranjero. En su país natal recibió diversas distinciones por su labor en favor de la cultura. Fue director de la revista Signos, de proyección internacional y dedicada a las tradiciones de la cultura. Su más reciente novela, Un ciervo herido -que aborda el tema de las Umap, eufemísticamente llamadas Unidades Militares de Ayuda a la Producción y, en realidad, campos de trabajos forzados establecidos en Cuba en la década de 1960-, ha recibido un notable reconocimiento de la crítica y de los lectores y ha circulado en España, Puerto Rico, México y otros países; durante cinco meses estuvo entre los libros más vendidos en Miami y recientemente ha sido traducida al italiano por la editorial L´Ancora del Mediterráneo. En Italia ha sido objeto de un notable reconocimiento de la crítica especializada, así como de los lectores. Recientemente ha concluido su novela El corazón del rey, que refleja los primeros pasos de la instauración del socialismo en Cuba, en la década del 60, y actualmente trabaja en el poemario La patria es una naranja, inspirado en la añoranza de su tierra natal y en sus vivencias en México, donde radica desde 1995. En México, ha colaborado en diversos periódicos con artículos de crítica literaria y de contenido cultural en general, ha impartido talleres literarios y conferencias, y asimismo se ha desempeñado como asesor de variadas publicaciones periódicas.
*Unión de Escritores y Artistas de Cuba
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CRITICA, CENSURA Y CAMPOS DE CONCENTRACION UNA RESPUESTA
Guillermo Rodríguez Rivera
hace poco favor a esta rarísima costumbre cubana
que es la polémica entre escritores.
Por Antonio José Ponte *
Ciudad de La Habana
Encuentro en la Red
Abril 25, 2006
La Nueva Cuba
Mayo 7, 2006
En un libro que ha alcanzado en poco tiempo dos ediciones habaneras, Guillermo Rodríguez Rivera me llama, a propósito de un ensayo mío sobre José Martí, magnicida gratuito, dado al exhibicionismo y a los escándalos, y con mentalidad parecida a la de Eróstrato al quemar el templo de Diana.
Ahora, en artículo enviado a Encuentro en la Red, y también a La Jiribilla, lanza la hipótesis de que no respondí entonces a su libro para hacerlo luego, en torno a una polémica sobre El Puente donde él intervino.
Y me tilda, a causa de ello, de oblicuo.
No veo cómo pueda contestarse a quien entiende la crítica bajo figura de asesinato o festín de pirómano, alguien capaz de afirmar que la personalidad y el pensamiento de José Martí son demasiado grandes para Cuba y "acaso demasiado grandes para el mundo" (Por el camino de la mar o Nosotros, los cubanos, Ediciones Boloña, Publicaciones de la Oficina del Historiador de la Ciudad, La Habana, 2006, pág. 89). Aunque tampoco descarto que los ataques de su libro hayan podido empujarme a escribir contra su artículo.
Apunto, sin embargo, que en distintas ocasiones he entrado a polemizar sin que medie ataque contra algún texto mío. Y apunto también que lo expuesto por Rodríguez Rivera en La Gaceta de Cuba me habría parecido, de todos modos, igualmente sublevante.
Ya fuese oblicuo o recto, avieso o franco, me interesaba denunciar el modelo de intelectual postulado en ese artículo. Y ahora que leo su respuesta, pretendo hacer notar la interesada confusión tendida por él entre crítica y censura.
Represión de la memoria
Guillermo Rodríguez Rivera suma otro argumento a su condena del documental Conducta impropia: lo tardío del testimonio, su anacronismo. Casi veinte años después y ubicados en el exilio sus testimoniantes, nada de lo contado ante la cámara tiene valor para él. Las UMAP no existían, y regresar al tema no era más que revanchismo en falso o brete tardío. "Ya entonces", afirma sobre el documental, "su propósito no era denunciar una represión que no existía, sino sumar un argumento más contra la Revolución Cubana, así fuera anacrónico".
Discrepo de mi oponente en este punto, de sus ideas de historia y de justicia. Porque el hecho de que estén desmanteladas las UMAP no significa que se haya alcanzado justicia. Significa, apenas, que dejó de ejercerse violencia sobre un grupo de personas. Pero ninguna disculpa fue ofrecida a éstas, ningún perpetrador de aquel sistema resultó procesado, dentro de Cuba pesa aún silencio sobre el tema, y en las escasas ocasiones en que se vuelve a él es para echarle tierra encima.
Poco importa entonces cuánto tiempo haya transcurrido: el asunto sigue pendiente en tanto no pueda ser contado, mientras pesen sobre él disimulos y censuras. Se reprimió en las UMAP y ahora se reprime la memoria de aquellas represiones.
Cierto que al estrenarse Conducta impropia estaban desmantelados los campos de concentración de Camagüey, pero quedaba (queda) en pie el silencio acerca de esos campos. De manera que hablar de ellos no podía (no puede) resultar menos anacrónico. Tan de hoy resulta que Guillermo Rodríguez Rivera se dedica a hacerme precisiones al respecto.
Me invita a desinstalar la alambrada electrificada y la cámara de gas que parece arrastrar el término "campos de concentración" utilizado por mí al referirme a las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). Me acusa de comparar a éstas con Auschwitz, Buchenwald o el GULAG donde Stalin mandó a morir a Osip Mandelstam (cuyo apellido cita mal). Demuestra, como podrá comprobarse de inmediato, una cuidada ignorancia sobre el tema.
Clasificación inalterable
Para empezar, desconoce la diferencia existente dentro del universo concentracionario alemán entre campos de concentración (Konzentrationslager) y campos de exterminio (Vernichtungslager). Ignora que las primeras de estas formaciones no contaban forzosamente con cámara de gas (Buchenwald, por ejemplo, no tenía), así como tampoco existían cámaras de gas en los campos de concentración soviéticos.
En cuanto a alambradas, testimonios de las UMAP recogidos por Héctor Maseda ("Los trabajos forzados en Cuba", Encuentro de la Cultura Cubana, Madrid, primavera de 2001, número 20) aseguran que al menos en los campamentos "La Gloria" (Unidad 2237) y "Los Mameyes" (Unidad 1015) eran electrificadas, y mencionan a un joven electrocutado contra ellas.
Félix Luis Viera recuerda, por el contrario, que en "La Anguila" (Compañía 1, Batallón 23, Agrupación 6) no electrificaban las alambradas perimetrales. (Viera ha novelado su experiencia de recluso en Como un ciervo herido, que publicó Plaza Mayor).
Los testimonios varían en este punto. No obstante, insisto en llamar campos de concentración a las UMAP, y para justificar tal denominación me acojo a la fórmula brindada por la historiadora estadounidense Anne Applebaum: "Llamo campos de concentración a aquellos campos destinados a encarcelar individuos, no por lo que hicieran, sino por lo que eran. Construidos, a diferencia de los campos de prisioneros criminales o de los campos de prisioneros de guerra, para albergar a un tipo particular de prisionero civil no criminal, miembro de un grupo 'enemigo' o, al menos, a una categoría de individuos que, por razones de su raza o de sus presumibles ideas políticas, era juzgada como peligrosa o extraña a la sociedad" (Gulag. A history, Anchor Books, Nueva York, 2003, p. XXIV. Existe traducción al español).
Y dado que en las UMAP eran internados individuos no por delito cometido sino por ser homosexuales o ministros de alguna iglesia (Testigos de Jehová, católicos, protestantes) o hippies o fanáticos del rock o desempleados, tales reclusorios pueden ser llamados con todo derecho campos de concentración. Rodríguez Rivera podrá aportar en descargo excusas militares, económicas o pedagógicas, pero tales excusas no alteran la clasificación de esas cárceles.
Ecuación sartreana
Anne Applebaum estima que los primeros campos de concentración dentro de la modernidad fueron establecidos en Cuba bajo el mandato de Valeriano Weyler. Ya en 1900 el término "reconcentración" halló su equivalente en lengua inglesa y pudo bautizar, durante la contienda anglo-bóer, un proyecto semejante al utilizado en Cuba.
Y cuatro años después, el colonialismo germano adoptó ese modelo en el suroeste africano y dio origen a un vocablo de larga utilización: Konzentrantionslager. Extraños lazos unen a esos campos de concentración alemanes en África con los del Tercer Reich. Valga este par de ejemplos: el primer comisionado alemán en el sudoeste africano fue Heinrich Goering, padre de Hermann Goering, y en África ocurrieron los primeros experimentos con humanos, al cuidado de dos profesores de Josef Mengele.
Cuba bajo gobierno español, África bajo gobierno británico y alemán, Europa bajo el Tercer Reich, la Unión Soviética…: a lo largo del siglo XX el término "campo de concentración" denominó a un modelo cambiante, con sus particularismos en cada avatar. Así que al crearse en Cuba las UMAP, tal término volvía al idioma y a la tierra donde tuviera origen. No intento con estas precisiones rebajar el horror padecido en Buchenwald o en Kolima, así como tampoco me interesa exagerar lo ocurrido en Camagüey. No deseo recargar el horror cubano con préstamos soviéticos o nazis.
Albert Camus condenó los campos de concentración soviéticos para recibir este reproche de Jean-Paul Sartre: "Igual que usted, yo encuentro intolerable la existencia de esos campos, pero asimismo encuentro intolerable el uso que la prensa burguesa hace de ellos".
Según esta ecuación sartreana, la denuncia de un crimen puede equipararse al crimen. No es raro entonces encontrar tanta o más culpabilidad en el testimonio de Conducta impropia que en el pensamiento creador de las UMAP. Reacio a aliarse con el pensamiento burgués, Sartre parecía aguardar por una crítica venida de Moscú. Confiaba en que los comisarios soviéticos repararían aquel obstáculo en el camino hacia una sociedad mucho más justa.
Y, provisto de lógica parecida, Rodríguez Rivera repudia cualquier referencia a los campos de concentración cubanos que no venga del ámbito que los inauguró (y los cerró luego).
Por pura homosexualidad
En su artículo publicado en La Gaceta de Cuba él ha reconocido que durante su etapa de jefe de redacción de El Caimán Barbudo tenía prohibido (las órdenes eran explícitas y venían del Comité Nacional de la UJC) publicar a ningún escritor o artista homosexual. Regía en las páginas de la revista el mismo principio que en las UMAP.
Los homosexuales (y aquí caben otras categorías de individuos) eran internados en campos de concentración no por delito cometido, sino por pura homosexualidad. Los homosexuales (y aquí caben otras categorías de individuos) eran censurados en la redacción de El Caimán Barbudo por pura homosexualidad, sin tener en cuenta la calidad de la obra presentada.
A la luz de ese pasado como censor, resulta contradictorio que Rodríguez Rivera anuncie que no hay un solo acto de su biografía que deba reprocharse. ¿Borra a la hora del recuento su jefatura de redacción a las órdenes del Comité Nacional de la UJC? ¿O tiene decidido que aquellas negativas que otorgara (si bien en el cumplimiento de unas órdenes, si bien dentro de la banalidad del Mal) no obran de ningún modo contra su conciencia?
Una de dos: el antiguo censor empieza a censurar su biografía, o estima que procedió rectamente al cerrar el paso a unos degenerados.
Mientras tanto, tacha de censura a la crítica que le disgusta o lo desconcierta. Me acusa de aplastar la posibilidad de que otro opine, me tilda de censor. Existe, sin embargo, una diferencia crucial entre un crítico y un censor. Mientras que, aún en sus peores fueros, el primero sólo aspira a restar lectores a determinada obra, el segundo suprime a ésta todos los lectores: consigue que la obra no exista para nadie.
El guerrero y la mosca
Rodríguez Rivera no hallará episodio en que yo haya ejercido como censor. Aunque alguien que muestra tan escaso respeto por los hechos no tiene por qué atenerse a estos. Puede, en cambio, remitirse a lo hipotético, al futuro, y pronosticarme un puesto de fiscal. O hacer figurar nuestro intercambio bajo el ejemplo del guerrero y de la mosca.
Según ese aforismo, cualquier falla del guerrero habrá de ser disculpada por las tantas contiendas en que ha participado. A diferencia, la perfección de la mosca resulta irrelevante desde que ha hecho poquísimo. El mismo hiperbolismo que le hiciera creer que José Martí es más grande que el mundo, da licencia a Rodríguez Rivera para tomarse por guerrero. Se reserva el papel humano y manda a su oponente a predios de animalidad, con lo cual sigue una querida costumbre de quienes propician campos de concentración.
En defensa de la mosca debo decir que, luego de contabilizar los libros publicados por ella y los publicados por Guillermo Rodríguez Rivera, ambos quedan en tablas, si bien el guerrero supera a la mosca en veintiún años. Muy poco aprovechados, según parece.
Que la mayoría de los títulos moscosos no estén publicados dentro de Cuba podrá ser una barrera infranqueable para un escritor condenado a ediciones locales como Rodríguez Rivera. Aunque es plausible sospechar en él otra barrera: igual a tantos de su generación y de generaciones mayores, apenas se interesa por lo que escriben autores más jóvenes, publiquen o no dentro del país.
Antologías, traducciones y premios tampoco cantan la ventaja del guerrero. Puede objetarse, sin embargo, que la importancia de un autor no se mide por copiosidad, sino por intensidades. De acuerdo: no sé de qué podrá alardear entonces Guillermo Rodríguez Rivera. (Otra cosa es que el abismo entre guerrero y mosca esté poblado por desempeños burocráticos).
Pero más que seguir esta comparatística me interesa averiguar por qué alguien tan vigilante de que no se exagere lo ocurrido en unos campos de concentración se empeña en agregar violencia a un simple intercambio de opiniones. Por qué disfraza de censura lo que constituye polémica.
Lo cual me obliga a recordar una sala de juzgado a fines de los ochenta.
Luz sobre el recuerdo
De mañana, según recuerdo. Los bancos de madera áspera ocupados por escritores (yo entre ellos, entonces mosca más perfecta), pues iba a celebrarse un juicio bastante literario a juzgar por acusado y acusador, ensayistas ambos.
El ruido de la calle Línea entraba por los balcones de la sala. Meses antes, en un artículo publicado, Desiderio Navarro había acusado a Guillermo Rodríguez Rivera de cometer plagio. Éste respondió por escrito a aquella acusación (su defensa fue poco convincente), Navarro volvió a la carga, y la impotencia debió llevar a Rodríguez Rivera hasta el juzgado: acusó de difamación a quien lo acusaba a él de plagio.
Llegados a ese punto, Desiderio Navarro se disponía a presentar diagramas detallados que probaban el fraude. El juez, negro y bajo de estatura, dio comienzo a la sesión. Escuchó en las voces de acusado y acusador sus respectivas biografías, y determinó muy pronto no perderse en vericuetos y cortar por lo sano. Salomónico, exigió más respeto propio a ambos querellantes. ¿Qué hacían en litigio dos hombres como ellos, de probada inteligencia?
El regaño del juez cerró el proceso. De aquella jornada recuerdo especialmente la frase con que Rodríguez Rivera remató su resumen biográfico. De pie ante el magistrado, enumeró sus libros, sus años de profesor, de hacedor de revistas, y aseveró que era miliciano desde la fundación de las milicias revolucionarias.
¿Por qué razón, casi veinte años después, me viene a la memoria este detalle? ¿Por incongruente o ridículo? ¿Por la fanfarronería que denota? El presente echa luz sobre tan caprichoso recuerdo: Rodríguez Rivera hacía valer ante el juez cuánta ventaja de milicias le llevaba a su contrincante, unos años más joven. Intentaba la misma jugarreta que recién ha intentado con Norge Espinosa o conmigo.
Desconfiado de la polémica literaria, cambió las páginas de las revistas por una sala de juzgado. Procuró arrimarse a fuerza mayor, fue en busca de un comisario que dictara silencio. Se hizo pasar por víctima con tal de que llavearan las razones de su oponente. Y ahora pretende de mí algo parecido a lo que reclamara de aquel juez. Porque si entonces buscaba alguna autoridad que condenase una discusión que debió serle insostenible, ahora me tilda de censor y de fiscal para cerrar este intercambio donde le faltan razones valederas.
Guillermo Rodríguez Rivera hace poco favor a esta rarísima costumbre cubana que es la polémica entre escritores. Decidido a abortarla, propone que la confundamos con un ejercicio mucho más frecuentado por él: la censura política. Agradezco, sin embargo, su observación de que he citado mal el nombre de Isabel Alfonso. Pido a Isabel Alfonso disculpas por mi error y, a riesgo de insistencia, reafirmo que corresponde a Pío Serrano (me lo ha confirmado él) y no a José Mario la frase que ella cita.
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