RAFAEL ALCIDES DICE QUE AUNQUE NO PUEDA PUBLICAR EN CUBA HACE CATARSIS ESCRIBIENDO POESIA
Rafael Alcides dice que aunque no pueda publicar en Cuba hace catarsis escribiendo poesía
Por Adela Soto Álvarez |05/4/2006
Cubaencuentro en la red.
Rafael Alcides participó este miércoles junto a los también poetas Raúl Rivero y Manuel Díaz Martínez en las VIII Jornadas de Poesía en Español, que se celebran hasta este viernes en Logroño (La Rioja, España), informó EFE.
Alcides (Barrancas, 1939), residente en la Isla, pertenece a la generación del cincuenta, un movimiento poético denominado coloquialismo o conversacionismo.
Según explicó Rivero durante el encuentro, la poesía de Alcides está "llena de pasión y ternura, pero también es muy agresiva, con una mezcla de lenguaje con variados registros", y está "muy pegada a la realidad de la Isla, con un compromiso ciudadano y cívico que refleja su pasión por la nación cubana".
En opinión del propio Alcides, "el poeta, en general, tiene que ser apasionado, hay algunos escritores que no lo parecen, como el mar sin oleaje, pero que en su fondo siempre tiene movimiento; así, hay poetas que esconden su pasión y la presentan como quietud y sosiego".
Rivero afirmó que si ellos no hubieran nacido en la Isla, escribirían sobre la experiencia histórica y sus vivencias personales, como hacen grandes autores de Perú, México, Argentina, Colombia o Nicaragua, donde no se vive la situación de Cuba.
En tanto, Díaz Martínez comentó que los escritores cubanos que están en el exilio no han cambiado de sueño, porque en su día apoyaron la revolución y fueron otros los que les movieron de ese sueño.
"El género humano no puede hacer dejación de su libertad, es algo que se conquista día a día, pero se necesita coraje, incluso en las democracias", afirmó.
Alcides dijo que en 1959, cuando Fidel Castro tomó el poder, hasta los poetas saltaban a las trincheras a esperar a los americanos, que les defraudaron porque nunca llegaron. "Pero con el tiempo llegó la desilusión y el desencanto, el socialismo era posible, es el más bello sueño del hombre, pero la historia lo ha desacreditado".
"Pertenecemos a una generación que sintió el mismo entusiasmo de todos los cubanos el año 1959. El pueblo cubano entendió que era la oportunidad de construir un mundo nuevo, cambiar la historia de nuestro país y de América Latina".
"Pero tenemos otro sueño mejor: seguimos creyendo en el porvenir, porque pensamos que el mundo tal como está no sirve, no funciona, muere mucha gente de hambre, hay mucha tiranía, hay demasiadas superpotencias", agregó.
Rivero, por su parte, señaló que "sobre Cuba las cosas se ven en blanco y negro, los de fuera se oponen al régimen, y los de dentro lo apoyan, pero no es así, hay cubanos que desde allí luchan de forma pacífica por liberar al país y que haya una sociedad moderna y soberana".
El autor de Sin pan y sin palabras sostuvo que le hubiera gustado haber nacido "en un país normal" y la mayoría de los cubanos "buscan esa normalidad y ese equilibrio, no los polos enfrentados".
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EL PORVENIR YA PASO
El otro día fui testigo de una declaración sorprendente, en un lugar sorprendente. "En Cuba el porvenir pasó ya".
Como aún no se había corrido por el barrio la noticia de que el picadillo de soya acababa de llegar, éramos en la cola solamente unas cuarenta personas. De ellas, ni una sola dejó de volverse al oír tan sorprendente predicción. La hacía un hombre entrado en años, de aspecto distinguido, y al parecer en sus cabales, que no he vuelto a ver en el barrio. Una de esas personas con las que uno no quisiera toparse nunca, a fin de no verse metido en problemas.
Sin embargo, su predicción y posterior desglose de la misma transcurrió en la mayor paz.
"El porvenir —decía— fue en los años ochenta, cuando existían los 'mercaditos paralelos' y el pollo que hoy te cuesta cinco dólares o más en las shopping, te costaba cuatro o cinco pesos comunes. O sea, que aquel pollo de cuatro, hoy te cuesta 120 pesos".
Terminó de limpiar sus espejuelos, y añadió el misterioso individuo que él se había jubilado un año antes de la desaparición de la URSS, cuando todavía le quedaban unos días de vida a los mercaditos.
"Me jubilé con 158 pesos mensuales. Ahora, quince años después, con el aumento de pensiones y salarios dictados por el gobierno, mi jubilación ha subido a 190 pesos. No hay que ser matemático para darse cuenta de que a pesar de ese aumento, yo no podría comprar con toda mi pensión ni dos pollos. Ni dos", agregó.
Dicho esto, el desconocido miró a todos, en son de desafío, pero no volvió a abrir la boca. Delante de él tenía en la cola aún a unas quince personas, y ese día el carnicero andaba lento, pero el desconocido siguió callado. Igual la gente de la cola. Nadie lo refutó, ni nadie pareció ofendido. Más aún, no pareció que nadie lo hubiera oído. Yo estaba admirado.
¿Moraleja?
"En otro tiempo —comenté al rato con un vecino con el que me había apartado para ver salir al desconocido con su paquete de picadillo de la libreta caminando con la majestad de quien se sintiera muy seguro—, a ese tipo le hubieran caído a palos. Por lo menos, lo hubieran insultado y puesto en la calle junto al latón de la basura".
"¿Moraleja? Que el cubano está aprendiendo a ser tolerante", dije satisfecho.
El vecino me miró con atención. "Puede ser", concedió al fin.
Y de repente, en lo que percibí un rapto de sinceridad, adicionó: "Pero supón que sea un provocador y que haya aquí cámaras de televisión ocultas. Algunas de estas gentes de la cola son militantes. ¿Qué podrían decir si los llamaran a contar por la actitud tan pasiva que hemos tenido?
Yo estaba confundido: "¿Y por qué no le salieron al paso?".
El vecino sonrió, mirándome con interés. "Porque, igualmente, podría ser un provocador del enemigo. Y tú ni ningún cubano digno le daría al enemigo la foto de primera plana que él quisiera. Porque que el tipo es un provocador, es un provocador. Fíjate en dos cosas: la libertad con que ha hablado, así como si estuviera en París o en Madrid o en Londres, y después los argumentos irrebatibles que ha utilizado, olvidando el bloqueo que venimos sufriendo y a pesar del cual, nuestras escuelas y nuestros hospitales no han dejado de funcionar. ¿Por qué no habla de los médicos que tenemos curando por el mundo? Así que si a este sujeto no lo mandaron a decirlo, le pagaron porque lo dijera. Además, nadie hablaría así en público y menos en un lugar como este".
En esto último tenía razón. La cola llegaba ya a la puerta. Y seguía llegando gente. El vecino seguía diciendo pestes del otro, en cuya sinceridad insistía en no creer.
Me intrigaba una cosa y la pregunté: "Dijiste 'igualmente'. ¿Por qué igualmente?".
"No le irás a negar al gobierno el derecho a hacer sus sondeos de opinión pública. Y más teniendo el patio lleno de enemigos pagados por la mafia terrorista de Miami".
Estaba indignado.
Después, alguien de la cola me dijo en son de complicidad: "Mentira. Ese tipo es un descarado. Se estaba 'haciendo' con usted porque había gente escuchándolo, y en particular cierta persona que a él le convenía que lo escuchara. Además, usted en el barrio es un enigma.
No contesté. ¿Y si el enmascarado fuera este y no el otro?
Respecto a la declaración sorprendente en el lugar menos indicado del enigmático desconocido, le oí decir a una señora que no conozco y que a lo mejor era también una provocadora: "Me niego a aceptar que en este país el porvenir pasó ya, aunque al paso que van las cosas, no deja de ser verdad lo que decía aquel mentiroso".
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HISTORIA EN DOS TIEMPOS
Rafael Alcides, Ciudad de La Habana
Un día de los años setenta, al atravesar un parque para cortar camino, divisé al otro extremo a un hombre y una mujer despidiéndose junto a un banco. Él, un viejo conocido al que no había visto en tiempos, y ella una mujer espléndida, metida en un bluyin entallado y lleno de vida.
Al observarle una lágrima contenida, pensé haber visto un adiós irreparable.
"No te martirices por gusto", le dije, no sé si con envidia o con piedad, mientras los dos seguíamos a la dama con la vista hasta que desapareció en una esquina. "Algún día ni la recordarás.
"Al contrario", repuso, "este día lo recordaré siempre". Y al amparo de una sombra, le oí una historia que entonces pareció terminar allí mismo.
Eso fue a principios de los años cincuenta, cuando él vivía en una casa de huéspedes de las proximidades de la calle Infanta. Un lugar céntrico. Detrás, la Universidad, y delante, al fondo del cine Astral, por San Francisco, en el primer piso, un prostíbulo muy decentico, con barra en el lobby y asientos cómodos y abundantes.
Las muchachas, todas muy jóvenes, te daban un servicio completo de media hora por tres pesos, cantidad que hoy parece nada pero que entonces era un capital. O al menos, para el estudiante universitario del interior, que con los sesenta pesos mensuales que le enviaban sus padres tenía que cubrir los cuarenta de la casa de huéspedes, chino lavandero, conferencias en la Universidad, diez centavos de la cajetilla diaria de cigarros, entradas al cine par de veces al mes con la novia y la chaperona de entonces. En fin, que para ellos aquellas muchachas de San Francisco con las que ya habían hecho amistad estaban prohibidas.
Las visitaban sobre todo en tiempos de exámenes, después de medianoche, cuando falto de clientes comenzaba el prostíbulo a bostezar. La dueña no las dejaba manosear, pero podías verle los muslos al cruzar las piernas, podías escudriñar en las profundidades de los temerarios descotes al inclinarse, turbadoras, en el asiento para que le prendieras un cigarro, y no podrías no temblar al sentir sus perfumes tal vez baratos, pero no por eso menos asesinos, sobre todo para jóvenes sin experiencia.
La torrencial masturbación de costumbre, a veces en el propio baño del prostíbulo, y corre de nuevo para los libros si querías tener fijada la asignatura al presentarte en el examen por la mañana.
La vida es dura
Una de esas noches de sufrimiento y gloria, una de las pupilas del ballusito le puso en la mano una cartica doblada en la que se le declaraba, con muy mala letra, y lo citaba para el día siguiente en una posada de Ayestarán que prometía pagar ella. Una muchacha del interior que a él lo enloquecía.
Durante cinco semanas se vieron allí. Siempre los jueves entre las diez y la una, por ser el día libre que a ella le dejaba la hermana que cuidaba por las noches de la madre de ambas —que estaba muy enferma, por lo que la habían tenido que traer para La Habana—. El último jueves no se acostaron. Por lo que la muchacha le dijo, hasta que al día siguiente no la revisara el médico del ballú, que pasaba los viernes, no estaría segura de no haber contraído una gonorrea. Él se atemorizó. Ese era un peligro en el que no había pensado. Y hasta se mudó de casa, de modo que la muchacha no lo pudiera localizar.
Después, bueno, después llegó la insurrección y todo lo que le siguió. Una de sus mayores alegrías, en esos días iniciales del triunfo en que tan orgulloso se sintiera de sus grados de capitán, fue ver desaparecer los prostíbulos y aparecer en su lugar escuelas de costureras, de mecanógrafas y de otras especialidades para las antiguas prostitutas. Esa fue una especie que la revolución extinguió.
Bien —seguía diciéndome mi viejo conocido—, aquel portento de mujer con el que yo le había visto hablando, era su muchacha del pasado. Después de tantos años, hoy se habían cruzado en el parque. Estaba casada con un médico con el que tenía dos hijos, y, asómbrate, era profesora en un PRE. Sí, sí, profesora. Años atrás se licenció en la Universidad de La Habana y desde entonces enseñaba literatura en un PRE.
De ahí su emoción. Aunque nunca llegaría a sacudirse de encima la desilusión que le dejaran los tanques soviéticos entrando en Praga y la posición asumida por Cuba al respecto, me decía, alegrías como estas de hoy eran un estímulo para no pegarse un tiro. Tal vez no todo estuviera aún perdido.
No volví a verlo ni a saber de él hasta el año pasado. Un conocido de ambos, hombre culto, que andaba en gestiones para irse del país, me dijo que en lo que cabe estaba bien. Las dos hijas, ingenieras ambas y como hijas una bendición, le arreglaron la casa, que se les estaba cayendo, y después, con otro señor montón de miles de dólares, la permutaron por un apartamento frente al mar. La mayor, que de las dos era la que más suerte había tenido como jinetera, acababa de pescar un italiano que se casó con ella y se la llevó, y ahora desde allá iba a hacer gestiones para llevarse a la hermana. Él no, él no se iría.
Yo estaba perplejo.
"Así que ingenieras las dos…", había dicho, recordando la triunfal imagen de la licenciada del bluyin asesino de los años setenta desapareciendo en la distancia.
El conocido culto me volvió a la realidad. Apretándome un hombro, me comentó maduramente. Ya lo dijo Darío, poeta: "La vida es dura, amarga y pesa".
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