HORA DE ESPERANZA
Hora de esperanza
Por Daniel Mocarte
''¿Quién garantiza la vida del camarada Stalin?''. Beria
''Nadie se atreve''. Logzgachev
``Su muerte es inevitable''. Los médicos
(De archivos del Kremlin recién desclasificados)
A los exiliados cubanos se les ha reprochado casi todo: que organicen expediciones armadas contra la dictadura de Fidel Castro; que le preparen atentados al tirano; que denuncien sus atropellos en foros internacionales; que promuevan presiones políticas y económicas en contra de su régimen; que le denuncien con firmeza; y hasta que se acuerden de que fueron sus víctimas. Por eso no ha de extrañarnos que algunos les critiquen también por celebrar el lento pero inocultable descenso del tirano hacia la muerte a la que él ha mandado a miles. Hay mucho que aprender, sin embargo, de ese afán de reclamar circunspección en lo que a todas luces debería ser una ocasión de júbilo y esperanza para los amantes de la libertad.
Llama la atención la virulencia con que ciertos personajes, incluso desde el exilio mismo, han atacado a los exiliados por alegrarse del deterioro de su verdugo. Un motivo posible es el temor de que esa alegría presagie una celebración descontrolada en Cuba cuando Castro, en efecto, desaparezca. Algunos compatriotas me han expresado esa inquietud y recordado que en el pasado muchos festejaron con saqueos, golpes y linchamientos la caída de otros tiranuelos que asolaron la isla. Esa preocupación se refleja también en el histriónico fervor procastrista que en estos días manifiestan los comecandelas en Cuba. Pienso, sin embargo, que los desmanes a menudo brutales que durante casi cinco décadas ha perpetrado la dictadura, y su proclividad a las guerras y al terrorismo, tienen que haber saturado de violencia a la mayoría de los cubanos.
Muchas quejas contra los exiliados provienen de oportunistas que pretenden hacer méritos entre los repartidores de poder que ha designado Castro para cuando le llegue la cita inevitable con la muerte. Esta impostura, de una vileza sin paliativos, es común entre antiguos cómplices de la dictadura que siempre han sentido mayor afinidad con los verdugos que con las víctimas, aunque ahora vivan entre nosotros. Conviene tomar nota de sus invectivas porque con cinismo aspiran a reciclarse como falsos conversos en una futura democracia. Si se salen con la suya, podrían convertirse en nuestros Slobodan Milosevic o Daniel Ortega. Y emponzoñar con su veneno la transición.
Del júbilo exiliado también se han quejado familiares de Castro, lo que se entiende, aunque mucho hay que decir a favor de la idea de que familia, lo que se llama familia, es mucho más que la circunstancia accidental de compartir los mismos genes y sangre; y se han quejado cómplices cercanos del tirano que se juegan sus privilegios y su libertad. Soy consciente, sin embargo, de que también deploran nuestro entusiasmo otros cubanos a los que Castro les deformó la personalidad y les destruyó la autoestima. Querían ser esclavos y el tirano los complació. Por eso hoy le cantan y le bailan con abyección mientras le desean vida eterna.
Ante la imposibilidad de someterle a un tribunal, hay cierta justicia poética en que millones de víctimas de Castro puedan verle consumirse poco a poco. Los exiliados no tienen que disimular su júbilo como se ven obligados a hacer sus compatriotas aherrojados. Que cada uno disfrute a su modo el espectáculo, siempre y cuando lo haga dentro de la ley. La muerte es el único aspecto de la vida de un tirano que merece festejarse. Lo demás es complicidad, adulación o masoquismo.
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