martes, octubre 24, 2006

MANUAL PARA MATAR A UN PERIODISTA

Tomado de El Nuevo Herald.com


Manual para matar a un periodista


Por Raúl Rivero



Madrid -- El primero que olvida al asesino es la víctima. Lo olvida todo. El trallazo de plomo en la cabeza de la periodista rusa Anna Politkovskaya debe ser su último recuerdo. Un estruendo y la nada. El deber de no olvidarla a ella y a sus verdugos es de todos nosotros, como es el deber de recordar a quienes, en las cárceles de Cuba, llevan 42 meses en el paso forzado de una muerte silenciosa.

El episodio salvaje mediante el que un grupo de poder sacó del escenario a la gran comunicadora tuvo (y tiene) una repercusión mediática universal. Esos ecos vienen del renombre de la periodista y del método que usaron para callarla: una cacería sucia, chapucera, en el corazón de un Moscú neblinoso y oscuro que entraba en el otoño.

Esas circunstancias le dieron relieve y espectacularidad a la muerte de una mujer que se había quedado en el campo, sola y cansada como dijo hace poco en Madrid, frente a la intolerancia, el terrorismo y la soberbia.

En el caso de los profesionales cubanos y de los otros presos políticos el método es diferente, pero el fin es el mismo. Sacarlos de la vida del país en el que nacieron y aman, cerrarles la boca, paralizarles las manos, interferir su pensamiento con el natural afán de supervivencia.

La makarov y los casquillos que dejaron en la escena del crimen los sicarios en Rusia, frente al elevador del edificio de la señora Politkovskaya, son, en las prisiones de la isla, las condiciones de vida, la alimentación ilusoria y miserable, la ineficacia de los servicios médicos, las torturas sicológicas, los castigos, las presiones y humillaciones a la familia, los tratos degradantes y las golpizas.

Se trata de unas armas silenciosas, inasibles, que no se empuñan, se administran. Se dejan caer con frialdad y discreción sobre las vidas de personas indefensas, enclaustradas, aisladas y su efecto tiene una acción retardada que dificulta conocer la identidad del asesino directo, aunque se sepa desde el primer momento y con nombres y apellidos quién dio la orden.

Así es que el mundo se alarma y se indigna y pide justicia cuando un jefe mafioso desesperado y furioso da la orden de sacar del juego a alguien a través de un procedimiento casi cinematográfico. Y tiene razón el mundo.

Sólo que el mecanismo de protesta casi se apaga, se distrae, se pierde cuando se usa, con el mismo objetivo --ya quedó dicho-- el procedimiento de la cámara lenta y la makarov vaporosa del hambre, la enfermedad y la tortura, aunque sea como en Cuba un vapor de exterminio masivo.

A los grandes medios de difusión no llega una carta manuscrita de un modesto corresponsal de provincia, Pedro Argüelles Morán. Casi nadie leerá su letra irregular, como acostada y exhausta sobre las líneas de la hoja, donde dice que está enfermo, tiene 58 años y extraña (en esta su tercera experiencia carcelaria) a su esposa, sus amigos, sus vecinos y sus perros. Casi nadie compartirá con él la angustia de que tiene que estar en ese sitio otros 198 meses de su única vida.

No habrá espacio para un mensaje de Bárbara Rojo, la esposa del periodista Omar Ruiz, preso en un calabozo cerca de Sancti Spíritus, en que dice que un guardia destrozó el corsé que aliviaba los dolores de su marido, quien reclama, desde hace semanas, asistencia médica y nadie le hace caso.

Es difícil cubrir esos y otros cientos de tormentos diarios. Lo que es posible y conveniente, necesario, imprescindible es recordar todos los días que está en progreso un crimen. Y que muchas pistolas sutiles apuntan directamente a los periodistas que están en prisión.