jueves, enero 18, 2007

MORIR CON DIGNIDAD

Tomado de Payo Libre.com


MORIR CON DIGNIDAD
Por Jorge Olivera Castillo
18 de enero de 2007
La Habana – www.PayoLibre.com – Miguel Valdés Tamayo nos dijo adiós. Murió con sus ideas pulcras, la sencillez que despedía junto a una sonrisa hecha de franqueza y espontaneidad y el aura que siempre le ví en sus contornos. Era, seguramente, la marca de algo que formó parte de su existencia: La fé en los principios democráticos y la valentía para alistarse como escudero de la tolerancia y el respeto a los derechos humanos.
( Jorge Olivera )
Pude observarlo a distancia aquella primavera de 2003 que nos trajo la cárcel e hizo del dolor un parámetro fijo y tridimensional. En esas órbitas estuvimos, y aún están muchos de los condenados en el proceso que borró la línea entre la justicia y el horror.
Íbamos en el mismo ómnibus. Alrededor de dos docenas de prisioneros de conciencia seríamos, en breve, repartidos por diversas prisiones a lo largo de la isla.
Recuerdo que les pregunté a varios colegas por la identidad de él y de otros que no conocía.
De los interpelados, nadie pudo darme una respuesta satisfactoria. No obstante sabía que era otro inocente lanzado al abismo de la desidia por un tribunal despojado de imparcialidad.
Todos mostrábamos en el rostro las señales de las torturas psicológicas. Habían transcurrido más de 30 días de encierro en celdas tapiadas bajo el influjo de una luz fluorescente que nunca se apagó, sin apenas ventilación y un espacio concebible para una persona, pero ocupado por cuatro.
Para rebajarnos moralmente los captores decidían mezclarnos con delincuentes comunes. De ahí los semblantes demacrados, la merma en el peso corporal.
Cada uno tenía un guardia a su lado, sin embargo, en aquel momento nada pudo contra la euforia que brotó a raíz del encuentro. No dudo que los temores levitaban dentro del autobús, no obstante, a casi cuatro años del acontecimiento puedo recordar los destellos de esperanzas y el espíritu de confraternidad que se produjo, disminuido por la intervención de nuestros custodios, pero de ninguna manera eliminado.
Miguel Valdés Tamayo ocupaba un lugar en los primeros asientos. Yo desde el fondo pude recepcionar la imagen de quienes me eran desconocidos y convencerme de que la integridad y la ética reinaban sin margen a las dudas.
En ninguno de los presentes habitaba el fantasma de claudicación. A Miguelito le tocaron 15 años de cárcel, al igual que a Adolfo Fernández Saínz. Tal condena fue asumida con firmeza. La razón siempre estuvo de nuestra parte.
Tamayo, como solían llamarlo, no hizo más que proclamar la necesidad de un estado de derecho, denunciar las iniquidades del dogma totalitario, abogar por una república sin el velo de los fundamentalismos.
No me tiembla el pulso al escribir que murió íntegro, ajeno a las culpas fabricadas en los talleres del odio. Por eso se le recuerda con cariño y tristeza como a un miembro de la familia.
Enfermo, buscó curarse en un exilio que quedó sin concretarse. Las autoridades migratorias le negaron la autorización para salir. Lo hostigaron de mil maneras, señalándole el camino de la muerte.
Compartíamos un escenario similar. Él ya no está. Yo aún espero por ese permiso después de una Licencia Extrapenal por motivos de salud.
Quizás tenga que morir prácticamente asesinado como le ocurrió este 10 de enero a Tamayo.
Adolfo Fernández, Ricardo González, Pedro Argüelles, y muchos más también son candidatos a la muerte. Pues están allá lejos de sus hogares y sometidos a la crueldad del encierro por ejercer el derecho de manifestarse sin miedos, ni condiciones.