LAS PEQUEÑAS HISTORIAS
Las pequeñas historias
Por Raúl Rivero
Madrid -- Lo que importa ahora, los relatos que apasionan y dejan cautivos a los lectores entre los bordes con filo de navajas de las páginas, son los que cuentan episodios reales. Pueden ser hondos o sin trascendencia aparente, dolorosos o dulces, de amor o de odio, no importa. Se sabe que las experiencias individuales, esos probables brotes triviales de la vida cotidiana, conformarán en su momento la historia o un retazo de la historia de una nación.
Los expertos, los estudiosos de los fenómenos sociales, se han puesto a explorar (desde finales del siglo pasado) las existencias y el destino de las personas y aseguran que a través del examen de los sobresaltos diarios se puede tener un panorama bien iluminado del mundo en que viven.
Así es que, por ahora, marchan juntos el interés de una creciente oleada de lectores que prefieren la realidad a la ficción. Y unos especialistas en microhistoria que se inclinan por investigar en solitario la evolución de un árbol para tomarle el pulso y conocer el comportamiento del bosque donde crece.
En la situación actual de Cuba es muy importante tener en cuenta esos intereses populares y científicos. Los periodistas independientes, los escritores y poetas que trabajan en la oposición pacífica, los activistas de derechos humanos, los líderes de los grupos y cualquier ciudadano con inquietudes y sensibilidad, serán las fuentes más solventes y legítimas para componer en el futuro el entorno en el que los cubanos tuvieron que trabajar por la libertad.
Se trata de una realidad bombardeada por ocurrencias de estirpe surrealista. Por medidas y reglamentos incoherentes y torpes que van en contra de la naturaleza del hombre. Y por otros elementos brutales que se esparcen por campos y ciudades y tienen su raíz en la estupidez, el oportunismo, el temor o la maldad.
Hablo, por ejemplo, del caso de un joven habanero que estuvo preso dos días en un calabozo porque la policía le encontró un chicle en los bolsillos, o de la muestra de disciplina carcelaria del guardia de una cárcel que le confiscó unas aspirinas a un preso político.
Se trata de que la Oficina del Historiador de la Ciudad de La Habana tenga que dar autorización a un grupo de ancianos desprotegidos para que salgan a las calles disfrazados de payasos, de esclavos, de complacidos fumadores de tabacos, para que los turistas les regalen unas monedas.
Es la reseña de la huelga de hambre del preso político Andrey Frómeta Cuenca, preso en la cárcel santiaguera de Boniatico, en protesta por una paliza que le propinaron sus carceleros. O las diligencias de unos educadores que para imponer respeto a sus alumnos encerraron en un closet a una niñas, a dos educandos les introdujeron papeles del cesto de basura en la boca y todavía a otros tres los obligaron a limpiar los baños de la escuela secundaria Gustavo Bilavoy de la Habana Vieja.
Sí. Hay que escribir de todo. Allá dentro cada episodio tiene su cronista para dejar constancia de ese infinito inventario de angustias y de sombras. Esos son los apuntes, las pequeñas historias para un capítulo obsceno en el que tiene que quedarse detenido este tiempo. Un tiempo que ya desde que ardió en Cuba su primer minuto comenzaron a llamar antiguo.
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