jueves, noviembre 01, 2007

APRENDER LAS LECCIONES DE LA HISTORIA

Tomado de
http://www.palabranueva.net/contens/0709/0001011.htm


Aprender las lecciones de la Historia.

Por Orlando Freire Santana

En la práctica económica existe un vocablo que es menester tomar en cuenta: la diversificación. No resulta aconsejable que las empresas concentren su actividad en unos pocos clientes y proveedores. Lo mismo sucede con las naciones en cuanto al destino de sus exportaciones, la procedencia de las importaciones, así como el peso específico que pueda poseer un producto dado en el total de su comercio exterior. Algunos especialistas aseveran que si en cualesquiera de las actividades anteriores, un elemento rebasa el 25 por ciento del total, ya las cosas no marchan muy bien.

En la época de la República padecimos de dos desproporciones que aventuraron el carácter subdesarrollado de nuestra economía y la dependencia de la isla con respecto a los Estados Unidos. Me refiero a que durante el período, más del 70 por ciento de las importaciones de Cuba provenían del país norteño; y en lo referido a las exportaciones, casi siempre rondaban el porcentaje anterior, aunque en 1951 bajaran al 54 por ciento.1 Mientras tanto, el azúcar –un producto primario de escaso valor agregado– constituía cerca del 80 por ciento de las ventas cubanas al exterior.

En honor a la verdad es justo consignar que en lo tocante a las estrechas relaciones con el coloso del Norte no todo fue negativo para los cubanos. Mediante el Tratado de Reciprocidad Comercial de 1903, el cual sería ampliado en 1934, el azúcar entró con rebaja de aranceles en el atractivo mercado norteño y posibilitó captar los ingresos necesarios para levantar una economía que fue arrasada durante la guerra de independencia de 1895. Asimismo la masiva irrupción de mercaderías norteamericanas que llegaron preferencialmente a nuestras aduanas, si bien es cierto que aventajaban en la competencia a los productores nacionales, hizo que los consumidores accedieran a productos baratos y de gran calidad. En consecuencia, una vez decretada por el gobierno norteamericano la suspensión de la cuota azucarera cubana, a la que siguieron la ruptura de relaciones diplomáticas y el embargo económico a la isla, fue inevitable que el país sufriera las turbulencias de una reorientación enjundiosa de su intercambio comercial.

( El Obrero y la Koljosiana; símbolo de la alianza Obrera y Campesina ; nota del blogguista)

Por eso durante el decenio de los años sesenta se sucedieron los esfuerzos por que el azúcar dejara de representar el núcleo de nuestra actividad económica. Los intentos de industrialización del país, los campos sembrados de caña que pasaron a otros destinos, y la búsqueda de nuevos rubros exportables, fueron pasos dados en ese sentido. En lo concerniente a la desconcentración geográfica del comercio exterior, en cambio, no fue mucho lo que pudo hacerse desde un principio. Al margen de un repunto en el intercambio con China y algunas naciones de la comunidad socialista como Checoslovaquia, así como los contactos con México y la España franquista, lo cierto fue que muy pronto la Unión Soviética ocupó un lugar muy relevante en las relaciones comerciales de Cuba. Más que una transformación cualitativa, lo que experimentamos se pareció a un simple cambio de metrópoli.

Ya a partir de 1972, con el ingreso de la isla en el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), los estrechos vínculos con el campo socialista adquirieron visos institucionales. Los soviéticos lograron convencernos definitivamente de que lo nuestro era producir azúcar debido al principio de las ventajas comparativas, y por tanto Cuba pasó a convertirse en la azucarera del CAME. Muy pocas voces en los predios oficialistas se levantaron –tal vez ninguna- para alertar acerca de lo inconveniente que resultaba cifrar nuestro destino en un solo socio. Al contrario, por doquier aparecían criterios que ensalzaban el paradigma de relación económica entre una nación desarrollada y otra subdesarrollada. Los soviéticos compraban nuestra azúcar a un precio superior al del mercado mundial, y además nos mandaban, también a precios preferenciales, todo el petróleo que necesitáramos. Tanto que en 1986, con el petróleo que el país ahorró y luego reexportó, se obtuvo la mayor entrada de divisas para ese año. En la cima de esa integración, el 85 por ciento del comercio cubano era con la URSS y sus aliados de Europa Oriental. Una atadura mayor que la conocida con Washington.

Y de repente sucedió lo que casi nadie llegó a imaginar: desapareció la Unión Soviética y el CAME...

Y de repente sucedió lo que casi nadie llegó a imaginar: desapareció la Unión Soviética y el CAME, y las naciones que construían el denominado “socialismo real” orientaron francamente sus economías hacia el mercado. La desideologización de las relaciones económicas dejó a la isla sin asideros, como un náufrago en medio del océano: el país perdió más de las dos terceras partes de su capacidad importadora; de 13 millones de toneladas de petróleo que los soviéticos mandaban anualmente, de pronto solo se pudo contar con 3 ó 4; y muchas fábricas debieron cerrar ante la carencia de insumos y materias primas. Por supuesto que el período especial en tiempo de paz fue la consecuencia de semejante debacle y no el resultado del arreciamiento del bloqueo norteamericano; un criterio, este último, que quizás aquellos que interpretan el pasado con una apología desmedida del presente estén dispuestos a enarbolar en cualquier momento.

Dolorosos y traumáticos fueron los años iniciales de la década del noventa para todos los cubanos. La recuperación, lenta e inconclusa, sobrevendría a medida que el país liberaba parte de las reservas productivas internas (readmisión de los mercados agropecuarios de oferta-demanda, y ampliación del marco para el trabajo por cuenta propia), despenalizaba la circulación del dólar y se abría más a las inversiones extranjeras. Siempre me resultó significativo el hecho de que a pesar de las leyes extraterritoriales promulgadas por el gobierno de Estados Unidos, y la innegable cuota de riesgo que implica invertir en Cuba –un país en el que abundan los bandazos no es atractivo para ningún inversionista–, un número nada despreciable de empresarios acudieran a establecer empresas mixtas u otros negocios en la isla.

Cuando muchos opinaban que el país iba a continuar por el camino de las reformas para insertarse gradualmente en la economía internacional, aun apartándose de los métodos de terapia de choque que aconsejaron algunos economistas de subido tono liberal, las autoridades optaron por frenar el ritmo de los cambios en un primer momento, y después iniciar un proceso de recentralización que ha recordado pasajes del Sistema de Financiamiento Presupuestario preconizado por el Che Guevara.

No obstante una tendencia al alza en el intercambio comercial con China –que de ninguna manera podría considerarse dentro de los cauces conocidos de relación entre dos países socialistas, pues el gigante asiático tiene más del 60 por ciento de sus empresas en manos privadas–, la isla se vio sumida en una atmósfera de aislamiento: se recrudeció la hostilidad norteamericana y la Unión Europea conserva su intransigencia debido al inmovilismo político y la no mejoría en el tema de los derechos humanos observados por el gobierno cubano. De pronto una luz irradia en el fondo del túnel: el ALBA. Por tercera vez en su historia como nación independiente, Cuba confía su destino a un socio económico.

Pues bien, se preguntarán algunos, ¿y qué tiene de malo que la isla se integre al ALBA en momentos en que cada país busca su integración más conveniente en este mundo globalizado? El problema se resume en un concepto muy recurrente en los últimos tiempos: la previsibilidad. Por ejemplo, si un país se integra o firma tratados de libre comercio con Estados Unidos o la Unión Europea, no debe temer que un cambio de gobierno en cualquiera de esas naciones vaya a afectar sustancialmente el acuerdo económico. Son países en los que, por encima de matices políticos, prima un proyecto de nación. Estamos en presencia de Estados, en síntesis, donde prevalecen las instituciones.

El ALBA, por su parte, descansa casi exclusivamente sobre la potencialidad petrolera de Venezuela. De ahí derivan los recursos para los proyectos, la energía y el dinero necesario para que sus países miembros se independicen de los organismos crediticios internacionales. Y la Venezuela que sustenta el ALBA es la República Bolivariana de Hugo Chávez, no la otra mitad de Venezuela, la opositora, la cual de llegar al poder anularía buena parte de los acuerdos contraídos por el actual gobernante. No hay que olvidar que en abril de 2002, cuando Pedro Carmona asumió brevemente la presidencia, un clamor general retumbó entre los reunidos en el Palacio de Miraflores: “ni una gota más de petróleo para la Cuba de Castro”. Entre paréntesis, abundan los criterios que insisten en que detrás de la preocupación explícita de la izquierda más beligerante acerca del peligro de hambruna debido al uso de alimentos para producir biocombustibles, se esconde el temor de que el predominio de estos últimos haga descender la importancia del petróleo y, en consecuencia, el peso específico de Hugo Chávez en la geopolítica de nuestro continente.

Así las cosas, ¿qué pasaría si una mañana amanecemos con la noticia de que Hugo Chávez y su proyecto bolivariano han salido de la escena política venezolana?... A algunos de mis conocidos, de solo pensarlo, les dan escalofríos. Para la economía cubana, al menos en el plano inmediato, el daño sería de vastas proporciones.

Referencia:
1. López Segrera, Francisco: Cuba: capitalismo dependiente y subdesarrollo. Editorial Casa de las Américas, 1972.