CRÓNICA DESDE LA CÁRCEL: 14 MESES DE AGONÍA
CRÓNICA DESDE LA CÁRCEL: 14 MESES DE AGONÍA
2007-11-14.
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Jorge Luis Pérez Antúnez, Ex preso político por 17 años y 38 días, Coordinador Nacional del Presidio Político Pedro Luis Boitel
Cuando a principios de abril del 1991, llegué a la entonces prisión provincial “El Pre”,en Santa Clara, conservaba aún huellas visibles de la brutal paliza que semanas antes recibiera junto al opositor Iván Emilio Espinosa Pérez. Estaba muy adolorido, con muchos hematomas y contusiones de las que pensé nunca me recuperaría.
Al “Pre” llegaba en total rebeldía, vistiendo solo “calzoncillos”, posición por la que fui apaleado con saña brutal y enfermiza. Conocía por referencias, la difícil situación que les tocó enfrentar en Cuba a aquellos indomables (plantados), que durante aquellas décadas de barbarie, escribieron tantas páginas de heroísmo y resistencia y, pensaba: “Aunque ahora la coyuntura es otra, son los mismos verdugos y sus objetivos, rendir por tortura la dignidad y los principios.”
Se me ubicó en una inmunda y reducida celda, en total penumbra y una higiene que dejaba mucho que desear. El agua para bañarse escaseaba ex profeso, lo que provocó que pronto me atacara la escabiosis, hongos, lexemas y otras afecciones dermatológicas que me hacían extremadamente la existencia. Pero la verdadera agonía comenzó cuando las neuralgias dentales hicieron su aparición.
Desde los 6 años de edad, no recordaba haber visitado un dentista. Mi higiene y estado bucal fue hasta ese momento satisfactorio, y jamás por mi mente pasó la idea de estar semanas y semanas sin poder cepillarme los dientes o bañarme por falta de agua o solo con esta, al serme retirado todas las pertenencias, incluidas el jabón, cepillo y pasta dental.
Sólo aquel que ha sufrido algún dolor de muelas, es capaz de comprender cuánto padecí durante aquellos terribles días y noches, por espacio de meses. Para llevarte al dentista, “primero tienes que ponerte la ropa de preso” o “nosotros sí te damos atención médica, sólo con la condición de que te pongas la ropa”, eran algunas de las respuestas que recibía de los gendarmes, antes mis reclamos.
El puesto médico se encontraba entre unos 50 ó 60 metros de la celda, y allí, la consulta estomatológica (todo dentro del interior penal). Mientras tanto, ideaba y ponía en práctica, disímiles formas para mitigar el dolor. No pedía la más mínima clemencia, solo ser atendido, amparado en el derecho que como ser humano me asistía.
Esta respuesta y reacción de mi parte, los irritaba sobre manera por lo que redoblaban su tortura. Muchas veces sin que nadie lo escuchara, le daba con la cabeza a la pared e incluso al enrejado de la puerta, con el propósito de ocasionarme un dolor mayor que el dental, y de es manera, descansar del más molesto y torturante estado. Otras veces me ponía a cantar o conversaba conmigo mismo, parecía que iba a enloquecer, “pero no me quedaba otra alternativa que resistir, preferir morir o volverme loco antes que rendirme a los verdugos”.
En oportunidades, fundamentalmente o horas diurnas, cuando el dolor desaparecía, meditaba sobre la capacidad de resistencia humana y me preguntaba: ¿por qué la ciencia no habrá inventado un remedio, algo así como una vacuna que inmunizara contra el dolor? Eran tontas y vagas divagaciones de un doliente que solo Dios sabía porqué no enloquecía.
Por otro lado, de nada valían mis reclamos. Acudir a la huelga de hambre era alimentar el martirio. Ponerme a gritar hasta que me atendieran o me mataran a palos, sería mostrarles desespero. Aquella posición de plantado la tomé por decisión propia y preví con tiempo de antelación “lo que me esperaba”. No podía doblar la cerviz al adversario, siempre quiero poderlo mirar al frente y a los ojos sin que nadie pueda hacerme bajar la vista (pensaba para mis adentros).
Los terribles dolores de muela me habían hecho olvidar de que también –y bajo la terrible humillante condición – se me negaba el derecho a tomar sol. Hubo momentos en que estuve a punto de extraerme la muela “cordal” con algún gancho o alambre, e incluso, con la misma cuchara que me daban y retiraban después de los horarios del almuerzo y comida.
En más de una ocasión, con el alambre y el gancho listo para la operación, desistía. Me faltaba el valor para hacerlo, porque seguramente me dominaba el temor inconsciente de sucumbir allí aislado, desangrado (por hemorragia), hecho que tratarían de hacer pasar luego por una auto-agresión o suicidio.
- Vamos, Antúnez, venimos a buscarte. Al fin te sacas la muela y ya sales de eso.
Apenas salía al pasillo, me tiraban a los pies un short y una camisa de preso.
- Bajo esa condición, no voy.
Escenas así. Verdaderas torturas psicológicas se suscitaban con infrahumana sistematicidad. A todo este calvario se sumaban las diarias y abundantes filtraciones que desde el techo de la celda caían, las que mojaban el suelo, así como los libros y las pertenencias –las pocas veces que me las permitían – durante aquella cruel odisea en la que “siempre dormí mojado”.
Ahora, al cabo de los años, no puedo dejar de pensar cuánto habrán contribuido todas aquellas torturas y tantas otras, a mi actual deterioro de salud. Sobre todo, a lo que refiere a las afecciones respiratorias.
Cuando por fin cedieron y no les quedó otra opción que atenderme, ya estaba como hipnotizado. Era como que el dolor formara parte de mi ser.
Al puesto médico de la prisión llegué una mañana de los últimos meses del año. Llegaba con mi uniforme de plantado: calzoncillo y camiseta, ambos de color blanco; estaban roídos, ajados y visiblemente percudidos, pero para mí, representaban la pureza y la convicción de la decisión tomada y me sentía entonces, a pesar de la exagerada delgadez, demacrado del rostro y mi andar lento, el hombre mejor vestido del mundo. Allá me esperaban. Ya estaba ganada una parte muy importante de la batalla, pero luego dudé en que aquellos “verdugos de bata blanca”, fueran verdaderamente a realizarme la extracción.
Al verme sentado en el sillón dental me dije para sí: “Si este se arrepiente o me dice que se acabó la anestesia o que la muela no puede sacarla por alguna razón, de seguro que agarro uno de esos alicates y me la saco yo mismo. –De todos modos, seguí meditando – si sufro hemorragia estoy dentro de la consulta, y a ellos no les quedará más remedio que hacer algo.”
El anestésico no funcionó debidamente (pues sentía mucho dolor cuando salía la pieza). Nada dije, porque era insignificante en comparación con la tortura de la que me libraba. Al regresar a la celda me sentí como un niño que recibe un regalo.
Esa tarde y noche y a la mañana siguiente, pude dormir como hacía mucho no lo hacía. A veces, me despertaba con la sensación del dolor pero me daba cuenta que era parte de un dolor cimentado en lo más recóndito del inconsciente, y volvía a conciliar el sueño con placer pueril.
Era tanto el alivio, que apenas sentía a mis diarios visitantes: las plagas de mosquitos, cucarachas, ratones y otros roedores e insectos ya acostumbrados a la convivencia conmigo. Tampoco parecía molestarme las incesantes gotas de agua que caían del techo, así como la humedad del suelo y paredes.
Mi alivio había llegado al sorprendente extremo que tampoco recordaba, ni me importaba, que desde llegué a esa prisión y por ordenes de la dirección penal, se había orientado contra mi persona una drástica reducción del alimento. El hambre severa y constante había pasado a ser una tortura de segundo orden e insignificante en comparación con las terribles neuralgias.
Igual sucedía con la penumbra que me impedía leer o escribir, fuera de noche o de día. Igual sucedía con la sed y la necesidad de bañarme. Era como de la maldita y recurrente “teoría del mal menor” se hubiera apoderado de mí. ¡Seguía incomunicado de todo y de todos!
Pero a partir de esos momentos, se me aplicaría otra presión de índole psicológica basada en el sentimiento familiar, y fue mi enferma madre. En esa oportunidad, la carnada utilizada como es de suponer, en posición de rebeldía total o plantado, no me permitían visitas familiares ni de otro tipo.
Cada jueves, mi madre llegaba hasta la prisión con el objetivo de saber de mi situación y enviarme una carta o nota con el jefe de destacamento “estrecho colaborador de la Seguridad del Estado”. Fidel el Chino, quien le decía a ella, que si yo me ponía la ropa me daban visita en el acto. Sus cartas estaban cargadas de inocentes ruegos y súplicas. Su contenido era conmovedor.
“¡Hijo mío!, por favor, ponte la ropa que necesito verte. Me voy a morir con los deseos de verte, estoy enferma. Si tÚ me quieres de verdad, por favor, te pones la ropa y después de que nos veamos te la vuelves a quitar si quieres.” Esos, y tantos otros ruegos eran los que me enviaban cada jueves. ¡Un jueves! también había sido me arresto.
- ¡Antúnez!, me dice un jueves el tal Fidel, antes de entregarme la carta. ¡Qué pena me dio con tu mamá!
- ¡Sí! ¿Y eso porqué?, le respondí lacónico.
- Porque se quedó llorando ahí afuera, y me pidió que si podía retratarte para al menos verte por foto.
- ¡Ah sí! le dije disimulando el dolor, pero con firmeza y sobre todo convencido de cuánto manipulaban los sentimientos de mi madre. ¿Y por qué entonces no me llevas a verla?
- ¿Y tú quieres ir?
- ¡Claro que quiero! Ella es mi madre ¿no?
- Bueno, entonces ve preparándote que ahorita vengo a buscarte.
- Bueno, me quedé pensando; sea verdad o mentira, me iré preparando.
Para bañarme solo contaba con dos pomos con 1500ml cada uno, lo suficiente en comparación con otros días que tenía menos o ¡ninguno! 3000ml para bañarme y cepillarme los dientes. Primero lleno mi vasito de agua, de manera que luego del “baño” tuviera algo de higiene bucal.
Cuando concluí con las tareas higiénicas sanitarias, y me puse el uniforme (calzoncillo y camiseta), notaba que solo había revuelto la churre, y que además llevaba impregnado en la piel el típico olor a calabozo. Transpiraba los olores de orín y heces fecales provenientes de un servicio (turco) que a penas se higienizaba.
Al rato, siento un ruido de llaves y me incorporo de la cama. Era un oficial joven que junto a la puerta de la celda me dice:
- ¡Vamos! que el Chino te está esperando en la oficina del Solero para llevarte a la visita.
¡En efecto!, al llegar al lugar estaba Fidel el Chino junto a otros tres oficiales quienes se mostraban más risueños y cínicos que de costumbre.
- Antúnez, me dice ¡al fin! Vas a poder ver a tu mamá, la pobre debe estar loca por verte; ya la pasé al salón de visita. Allí debe estar esperándote.
No le respondí. Preferí mantenerme a la defensiva.
- Bueno Antúnez, me dijo otro oficial, acercándose e intentando poner su mano en mi hombro. Pero, pasa primero por aquí, agregó señalando la oficina, donde en una mesa podía distinguirse un bulto envuelto en Nylon-Dale para que te vistas correctamente, porque en esa facha y tan flaco, no querrás entrar a un salón de visita y que te vea tu mamá.
-¿Cómo que me vista? dije, comprendiendo al instante el montaje.
- Espera Antúnez, señaló el Chino, acercándose. No es lo que tú piensas. Ahí te traemos de civil, solo tienes la camisa de preso.
- Espera Antúnez, me dijo otro oficial que denotaba en su rostro frustración. “Oye compadre”, por ponerte esa camisa no vas a dejar de ser quien eres.
- Dije que no hemos hablado nada.
-Antunez, ¡hazlo! por tu mamá, y si quieres en el salón te quedas en camiseta. “Oye compadre”, si lo que vas a caminar con esa camisa son unos metros.
Al regresar a la celda me autoincriminé con fuerza. ¿Cómo puede ser tan ingenuo para no percatarme de esa jugarreta? En lo adelante me negué rotundamente a recibir aquellas cartas y notas de mi madre y le hice saber por terceras personas, que por favor no fuera más por allá.
Que no se dejara manipular de aquella forma, porque así nos hacíamos daño ambos; y dándole ánimos, le aclaré que cuando yo fuera a desistir del plante, a ella sería la primera persona que se lo haría saber, enfatizándole que se lo haría personalmente o escrito de mi puño y letra.
Ella la pobre, con su muy escasa instrucción e información y sobre todo, sin suficiente cultura política, no podía comprender, el porqué de aquella postura asumida por mí. Esa situación me dolía y martirizaba en extremo, pero no podía ceder ante fuerzas, imposiciones ni chantajes y por otra parte –algún día, meditaba– ella comprenderá el porqué de mi paso, la justeza de mis ideas y la razón de tanto sacrificio. En mi fuero interno, conjeturaba para fortalecerme ánimos. ¿Quién o quiénes eran los culpables del sufrimiento y dolor de mi madre?
¿Yo? De ninguna manera. En primer lugar, mi prisión es injusta y en segundo lugar, no soy el que me niego a verla. Son ellos los que pretenden ponerme condicionamientos humillantes e inaceptables. ¿Hubiera sido inteligente y digno haberme puesto aquella camisa? ¡No! ¡Soy un preso político y un soldado de la libertad y los derechos humanos! Como yo nací un diez de octubre, y por mis venas siento correr la sangre de aquellos negros que secundaron a Céspedes en el Ingenio la Demajagua.
Además, ella es mi madre y la adoro como a nadie en este mundo, pero ella no es la única que ha sufrido y sufre. ¡¿Cuántas otras madres también se han consumido en más de 30 años de tiranía?!
Luchaba conmigo mismo. Eran mecanismo de compensación psicológica, tan necesarios cuando se está aislado, incomunicado de todo. Cuando no está el aliento del amigo cercano o lejano, la carta de un ser querido. Bloqueados los accesos a la comunicación y a la noticia; en fin, estaba desprovisto de muchas cosas que necesita el ser humano para vivir.
Solo contaba con Dios, con la fe en mis propias convicciones ideológicas y morales. No todo, pero me eran básicas para resistir y dignificar aquel calvario. Lo que traté de hacer mientras duró. “¡Quién sufre por Dios y por su patria! había dicho Martí, en este u otros mundos tendrá ¡verdadera gloria!” ¡Tal cúmulo! de reflexiones mitigaron sobre manera el sufrimiento.
Por aquellos días había escrito en la pared un Graffity que rezaba: “Lo que no me mata, me fortalece”, célebre frase del famoso filósofo alemán Friedrik Nietzsche. Letrero que primero, intentaron que borrara a fuerzas de palos y patadas. Al no lograrlo y casi inconsciente de tantos golpes, colgaron mi cuerpo y con él, rasparon el letrero.
En varias oportunidades tuve que pasar las noches y madrugada soportando el sereno, incluso, el crudo invierno esposado al cercado del solero, por negarme a ponerme de pie al pase del recuento diario, o ante la presencia de algún oficial “provocador”, quienes a cada rato llegaban a importunarme.
Durante dantescos y largo meses que estuve plantado, fui brutalmente golpeado por un interminable número de gendarmes, entre los que destacaron por su saña: Denis Barrios, Pozo, los hermanos Jiménez, Machado, Orelvys y Sosa, quien en una oportunidad estuvo a punto de asesinarme.
Si mi cabeza llega a impactar contra el muro, al que me lanzó en represalia por protestar por llevar no se cuántas semanas sin bañarme y casi tres días sin beber agua, como resultado de una respuesta a falta de ésta; además pedía ser atendido, porque producto del dormir sobre mojado, presentaba fiebres nocturnas.
A finales del mes de marzo de 1992, llega a mis manos una sorpresa. Mis hermanos en “Las alambradas de Manacas” habían logrado romper el cerco, logrando que una nota llegara a mi celda. Ellos, muy preocupados por mi situación, me hacían saber que todos los presos de la provincia los habían ubicado en aquella prisión, en un área separada de los presos comunes.
Se referían a otro cubículo (9), donde hasta hacía poco, tenían destinado para los casos de medida de seguridad. También me instaban que era importante salvar mi vida y salud de aquel calvario. En la citada nota, me recordaban que meditara en el hecho de mi fundamental demanda: un área para presos políticos ya era una realidad, aún cuando no fuera tal vez mi acción, la que motivó a las autoridades a concederlo.
Aunque comprendí todo lo que mis hermanos me decían, les hice saber verbalmente con la misma persona que entregó su nota que si llegaría a Manaca, lo haría como mismo había salido de allí; en calzoncillos y descalzo. Aunque también me decían que por la ropa no me preocupara, que ellos en su mayoría vestían ropa civil.
En efecto, en esas condiciones y circunstancias y en posición de plantado que no abandoné hasta mi excarcelación, llegué el 13 de abril de 1992 a la tristemente célebre prisión “Alambradas de Manaca”, donde me reencontré con muchos hermanos y conocí a otros.
Éramos en total 21 y formábamos una sólida y gran familia dentro del cubículo 9. Pero aquella grata convivencia fue efímera y hasta el mes de septiembre, que fue cuando los órganos de represión política de la provincia nos disolvieron a todos dentro de la población penal común. Vendrán nuevas y difíciles batallas…
Desde Placetas,
Jorge Luis García Pérez Antunez
Ex preso político por 17 años y 38 días
Coordinador Nacional del Presidio Político Pedro Luis Boitel.
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Nota de Misceláneas de Cuba: La crónica anterior fue enviada a nuestra redacción por el emblemático luchador pro democracia Jorge Luis García Pérez Antúnez, a través de nuestra corresponsal en Cuba, Lamasiel Gutiérrez. Además de saludos a la Asociación Misceláneas de Cuba, el compatriota le ha hecho llegar uno especial a Julio González Mendinueta, miembro de nuestra Asociación y amigo suyo de la infancia/adolescencia. Por la trascripción del trabajo ha respondido un activista pro derechos humanos. A cargo de esta nota: Alexis Gainza Solenzal.
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