En el ritual ha sido clave el gradual deterioro físico y mental de Fidel Castro y no menos importante los errores de su hermano Raúl. Si el dictador hubiera fallecido poco después del discurso del 26 de Julio de 2006, cuando se le llevó con urgencia al hospital, habría muerto con las botas puestas. Habría sido enterrado de uniforme y con una pistola en la cintura. Aclamado por cuanto izquierdista antinorteamericano vive en el planeta, el funeral habría hecho historia. Millares de sus seguidores en Cuba, los pocos auténticos y los muchos fingidos, habrían desfilado compungidos ante su ataúd. Las ávidas cámaras de la televisión mundial habrían transmitido lágrimas y desmayos. Habría muerto un “personaje famoso”, una especie de Paris Hilton de la política.
Hasta para la mayoría de los cubanos que lo desprecian, el recuerdo del dictador habría sido el de un hombre malvado pero inteligentísimo, una especie de superdiablo. Aunque son dos cosas diferentes, los cubanos acostumbramos ha confundir su maldad como su inteligencia. Hoy, más de un año después de lo que pudo haber sucedido, la percepción ha cambiado.
En primer lugar, sus sucesores, a medias, pero sus sucesores, han reconocido, a medias pero lo han reconocido, que el sistema no funciona, que la economía no es productiva, que la corrupción está generalizada, y hablan de hacer cambios. Es una especie de Perestroika, o preludio de Piñata, o tal vez un nuevo socialismo a la Piñastroika: dejar a los campesinos cultivar la tierra libremente y liberar otras esferas económicas de menos importancia, mientras la Nomenclatura se reparte con los cómplices extranjeros las industrias estratégicas del país.
Pero para el éxito del exorcismo lo importante es que las críticas fomentadas por el propio régimen representan un rechazo al dogmatismo de Fidel Castro. Son un dedo acusador a quien ha llevado a Cuba al desastre.
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