martes, noviembre 06, 2007

EL NUDO

Tomado de Cuba Encuentro.com

El nudo

************
Caduca una etapa que ha durado más de un siglo: Los cubanos ya no creen que la Isla tenga un destino excepcional.
martes 6 de noviembre de 2007 6:00:00
***********
Por Julián B. Sorel, París


Con motivo del aniversario 40 de la muerte de Ernesto Che Guevara, la televisión francesa transmitió en el mes de octubre varios documentales recientes sobre Cuba. Después de verlos detenidamente, la primera e inevitable conclusión es que la realidad profunda del país que asoma en esos metros de celuloide se parece muy poco a los cromos propagandísticos que difunde el gobierno de Castro bis para consumo del turismo internacional. Salta a la vista el deterioro de la gente y del entorno físico en el que malviven. Si una imagen vale mil palabras, el paneo de una cámara por las calles de La Habana refuta sin esfuerzo a cien discursos de los mayimbes del régimen.

Y qué decir de los entrevistados. El cinismo y la decepción afloran por doquier en un escenario de ruina, mugre y desidia. Son cada vez menos los que callan o repiten las fatigadas consignas del partido único. Contemplando la vida cotidiana de esa gente sudorosa que hace cola bajo un sol implacable, se apiña en ómnibus que parecen vagones de ganado, come mal y duerme en cuartos cochambrosos de casas al borde del derrumbe, se comprende hasta qué punto el problema de Cuba, el nudo gordiano que tiene acogotados por igual al Estado y a la sociedad civil, no es la ineficiencia económica ni la desigualdad social, sino la falta de libertad.

Es, primordialmente, un problema político y sólo en segunda instancia una cuestión de organización del aparato productivo, de asignación de recursos o distribución de riqueza. Y ese problema político no tiene solución en el marco del sistema de corte soviético que perdura en la Isla. Porque el Estado es incapaz de sacar al país de la espiral de desilusión, empobrecimiento y emigración en la que está sumido y la sociedad civil carece por ahora de los medios y las fuerzas suficientes para cambiar el modelo socioeconómico que la asfixia.

Un país moribundo

La creatividad, la capacidad del individuo para aplicar su talento a la producción de riqueza, están penalizadas en Cuba por leyes absurdas y estrechamente vigiladas por un nutrido cuerpo de policías y delatores. La violación de los derechos de la ciudadanía está enquistada en la Constitución y la estructura jurídico-administrativa del país, y la nación malvive en un estado de sitio en el que se reproduce un fenómeno común a cualquier régimen totalitario: todo lo que no está prohibido es obligatorio.

En las sociedades no totalitarias se llega a veces a una situación similar. Entonces, lo usual es que se produzca una ruptura mediante un estallido de violencia revolucionaria. En Cuba perdura la paz de los sepulcros, porque el Estado conserva aún intacto un aparato represivo sin par y ha demostrado de sobra que está dispuesto a fusilar o encarcelar por largas temporadas a cualquiera que encarne una esperanza real de cambio.

Pero también porque los valores y las creencias vigentes han experimentado una mutación muy profunda, que no siempre resulta tan evidente como el deterioro físico del país. Ante la incapacidad de modificar esa correlación de fuerzas y con la convicción de que les aguarda un futuro aun peor, los más viejos se resignan y los jóvenes optan por emigrar.

En las vistas de sus campos y ciudades, en las voces de sus hombres y mujeres, Cuba ofrece la imagen de un país moribundo. Porque, en realidad, lo que está agonizando allí no es sólo un dictador longevo, ni un gobierno fósil, ni siquiera un determinado modelo político y económico: es una sociedad entera, con sus usos y sus abusos, sus creencias y sus rituales, sus sueños y sus decepciones, sus valores y sus carencias morales, "con su obispo y su puta y por supuesto muchos policías" que, advertía el poema de Heberto Padilla, eran indispensables para construir el socialismo.

Por eso, entre otros factores, el país asiste con catatónica indiferencia al espectáculo de la agonía del Máximo Líder. A ese pasmo colectivo los epígonos le llaman "normalidad" y se regodean comprobando que por ahora no pasa nada y que la sucesión dinástica sigue el curso previsto, en la mejor tradición norcoreana.

Ni nacionalismo, ni revolucionarismo

Para entender las hebras y los vericuetos de que está hecho ese nudo cubano, es preciso rastrear sus orígenes y contemplar su evolución en un plazo histórico más largo.

Esa sociedad hoy moribunda se forjó en el mito revolucionario y durante un siglo se nutrió ideológicamente de ese caldo de cultivo. El mito consistía en creer que 1) Cuba era o debía de ser una nación; 2) Esa nación tenía un destino glorioso (manifiesto o por revelarse); 3) Ese destino colectivo se cumpliría mediante la violencia política. Los orígenes de este milenarismo nacionalrevolucionario son complejos y están estrechamente relacionados con las ideologías europeas de la época, los vínculos con España y Estados Unidos, la condición insular del país y el predominio de la economía azucarera basada en la mano de obra esclava.

La creencia en un excelso destino nacional que habría de hacerse realidad mediante la lucha revolucionaria fue el principal motor de las guerras independentistas, de la revolución de 1933 y del período subsiguiente de guerra (in)civil entre los "grupos de acción", pandillas más o menos afines a los grandes partidos políticos que reivindicaban la herencia insurreccional. Los cuatro gobernantes que desde entonces rigieron los destinos del país —Fulgencio Batista, Ramón Grau, Carlos Prío y Fidel Castro— procedían de las filas revolucionarias encumbradas durante el espasmo antimachadista y su secuela, conocida popularmente como la etapa "del gatillo alegre".

Tras medio siglo de vaivenes políticos (1902-1952), el mito adquirió la masa crítica suficiente para inclinar la balanza a favor del cambio radical. El cumplimiento de la esperanza colectiva en la redención revolucionaria desembocó, a partir de 1959, en un régimen de tipo soviético que aniquiló la autonomía de la sociedad civil.

Lo que caduca ahora es precisamente esa etapa de la historia del país, que ha durado más de un siglo. Los cubanos no creen ya que la Isla tenga un destino excepcional, que habrá de hacerse realidad mediante la lucha revolucionaria y, en la práctica, tampoco piensan y sienten como una nación, en el sentido que el concepto tuvo en los dos últimos siglos. Es decir, que ni el nacionalismo, ni el revolucionarismo, ni la ilusión de un destino colectivo glorioso cuentan ya como fuerzas generadoras de la acción cívica.

Aunque nos cueste aceptarlo, los males que han terminado por pudrir al sistema castrista fueron endémicos en la era republicana. El caudillismo, el nacionalismo xenófobo y el refuerzo de las competencias del Estado en detrimento de la sociedad civil estaban ya latentes en la República y eran "soluciones" que en uno u otro momento sedujeron a amplios sectores de la población.

Lo que la vida era para Macbeth

La originalidad de Castro consistió en aprovechar esas tendencias y llevarlas hasta sus últimas consecuencias, para construir un régimen autocrático en el que la centralización económica y el conflicto permanente con Estados Unidos consolidaban el poder del caudillo, que era a la vez Economista en Jefe y Estratega Supremo de la plaza sitiada por el imperialismo yanqui.

En esa ecuación, que sigue vigente en el tardocastrismo, cualquier medida encaminada a devolverle a la sociedad civil los derechos conculcados en los años sesenta o a mejorar las relaciones con Washington, se convierte de inmediato en una amenaza a la autoridad del caudillo y a la estabilidad del sistema.

Los jerarcas del comunismo lo saben, como saben también que el régimen es irreformable y que en cuanto empiecen a manosear el aparato, éste puede venirse abajo. Por eso no hablan nunca de atacar las raíces verdaderas de los problemas, sino de aliviar sus síntomas o atenuar sus efectos. Aumentar los salarios, mejorar la disciplina laboral, estimular el ahorro y cosas por el estilo que ahora vuelven a desempolvar, son paliativos de corto vuelo. Es como ponerle cataplasmas de mostaza a un enfermo de cáncer terminal.

Hay una hermosa frase del siglo XIX, que suele atribuirse indistintamente a José Martí y Antonio Maceo (aunque es probable que ninguno de los dos sea su autor): "La libertad cuesta muy caro y es preciso decidirse a comprarla por su precio o resignarse a vivir de rodillas". Por ahora, los cubanos siguen sumidos en una larga pesadilla de colas, alumbrones, calles hediondas, tilapia transgénica, caldosa, viviendas destartaladas, comités de defensa, escasez de agua, consignas estúpidas, libretas de racionamiento, marchas del pueblo combatiente y balsas del pueblo navegante.

Un día —esperemos que no demasiado lejano— se pondrán de pie y saldrán a la calle decididos a recuperar sus derechos, o sea, a pagar el precio de su libertad. No el de la soberanía nacional, que ha sido la coartada favorita de la dictadura, sino el de la soberanía personal, que es la medida del decoro y la autenticidad de cada ser humano.

Ese día se verá con meridiana claridad hasta qué punto el socialismo, el nacionalismo de pacotilla y el caudillismo milenarista son ya para el cubano de hoy lo que la vida era para Macbeth: una escenografía de cartón piedra, en la que un idiota balbucea un monólogo lleno de rabia e incoherencias.