EL AMIGO DEL TIRANO
El amigo del tirano
Por Antonio Muñoz Molina
26/07/2008
En uno de los raros cafés de Manhattan que no son ya Starbucks clónicos mi amigo Vicente Echerri me cuenta que tantos años después de salir de Cuba la isla sigue aparec

( Vicente Echerri )
Mi amigo, que tiene unos sesenta años, sueña que es un niño de doce que sale de su casa para ir a la escuela, con la mochila a la espalda, pero no está en La Habana, sino en un andén del metro de Nueva York. Cuando sube las escaleras, deprisa para no llegar tarde, emerge en la Quinta Avenida, y ve a otro niño, amigo suyo, que está cruzando la calle también camino de la escuela. La acera de este lado es Manhattan; la del otro es La Habana. Mi amigo llama al otro chico para que le espere, para caminar juntos el último tramo, pero quizás el tráfico borra su voz, o tal vez no le sale de la garganta, como suele suceder en los sueños. Vicente Echerri se despierta una mañana de junio recordando su sueño melancólico, en Jersey City, muy lejos de la isla de la que su alma no se ha ido nunca, y a la que probablemente nunca volverá.
No parece factible que García Márquez haya protestado ante Fidel Castro por la suerte de tantos cubanos cuyo único delito es contar historias Tal vez lo que le atrae de Castro es que se parece a ese modelo doble de escritor y caudillo que sólo se da en las serviles sociedades hispánicas
En la otra isla donde nos hemos citado, la de Manhattan, hace un calor de trópico, que no llegan a aliviar ni los ventiladores ni la penumbra de la Hungarian Pastry Shop. He llegado al café un poco antes de tiempo y espero mirando hacia la claridad candente de la entrada, donde aparece de vez en cuando alguna figura exhausta y sudorosa en camiseta y en bermudas, buscando una bebida muy fría, un poco de sombra. Pero llega Vicente Echerri y parece que está entrando en un café de La Habana, no la ciudad arruinada de ahora, ni la cada vez más borrosa de los recuerdos, sino la que sigue inalterable en sus sueños: un hombre alto, muy delgado, vestido con un traje claro, formal pero muy ligero, con una formalidad de veraneos de otra época. Vicente escribe cuentos que suceden siempre en Trinidad, la pequeña capital provinciana de su infancia, historias más o menos fabulosas que escuchaba de niño, y que se remontan a los tiempos anteriores a la independencia, a unas vidas de peripecias mínimas como chismes o rumores de pueblo, contadas en un tono que está entre Chéjov y Clarín.
A Vicente ni se le ocurre la posibilidad de que esos cuentos se publiquen alguna vez en Cuba. Sentados en el café conversamos sobre literatura y sobre la duración de un exilio que ya va siendo más largo que muchas vidas humanas. Lo que yo doy por supuesto a él le ha sido negado, el alimento y el aire que hacen posible la escritura, el público lector, y más hondo todavía que eso, el sonido de la lengua, el habla viva de nuestros compatriotas, la particular pulsación que tiene la vida en el país donde uno se ha criado. Hablamos del aprendizaje de ir y de volver; de aquellos grandiosos cantaores flamencos que hilaron entre el Caribe y la bahía de Cádiz los cantes de ida y vuelta. Me acuerdo de una letra de Pepe de la Matrona que lo resume todo en cuatro versos: "Tú no te mueras / sin ir a España; /allí la uva / aquí la caña".
Me he acordado de mi amigo cubano leyendo en estas páginas una crónica de Mauricio Vicent sobre otro regreso a La Habana, el de Gabriel García Márquez. Siempre es algo aterrador que la figura de alguien sea tan hipertrófica que baste su nombre de pila o su diminutivo para designarlo: Gabo,

Me he acordado de él leyendo esa crónica, y también de Paquito d'Rivera, que lleva ya casi treinta años de exilio y sigue tocando con la misma furia que si estuviera en un cabaré de La Habana, y de Bebo Valdés, y de tantos cubanos a los que me he encontrado por el mundo, calumniados por la tiranía y por sus cómplices con el nombre infame de gusanos, llenos de nostalgia y a la vez de energía y de talento para abrirse paso donde quiera que los lleve el destierro, acostumbrados a ser sospechosos para el señoritismo miserable de intelectuales europeos y estrellas tarambanas del cine que gozan todos los privilegios de la libertad y de vez en cuando se conceden unas vacaciones pagadas de turismo revolucionario. En cuanto a García Márquez, que tantas veces ha escrito sobre la megalomanía delirante de los poderosos, tal vez lo que le atrae de Castro es que se parece a ese modelo doble de escritor y caudillo que sólo se da en las débiles y serviles sociedades hispánicas: el que lo quiere todo, el que no tiene a nadie que le haga sombra, el que despierta miedo y exige pleitesía, el que se convierte con exclusividad asfixiante en la encarnación de un país, el que recibe todos los premios y todas las medallas y todavía quiere más, el que es olvidado con alivio general en cuanto terminan sus pomposas exequias. -
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