EL DISCURSO DEL TITANIC
El discurso del Titanic
Por Andrés Reynaldo
Hace un par de años, cuando una crisis intestinal arrebató a Fidel Castro la capacidad de digerir el poder, muchos dijeron que su dinástico sucesor, el general Raúl Castro, se estaba poniendo un traje que le quedaba grande. El pronóstico me pareció exagerado, toda vez que considero a Fidel un personaje extraordinariamente mediocre. En verdad, el gran problema de Raúl es que no se atreve a ponerse un traje a la medida de la realidad.
Sus palabras del pasado viernes ante la Asamblea Nacional del Poder Popular dejaron poco lugar a la interpretación. Raúl, que tiene fama de ser claro, lo fue hasta la desesperanza. La orfandad ideológica de la dictadura se complementa trágicamente con su terror al cambio. Sus líderes no saben hacia dónde ir y, para colmo, no se atreven a echar a andar.
Excepto el canciller español Miguel Angel Moratinos (a quien los cubanos libres e incluso socialdemócratas ya empezamos a recordar como recordamos a Valeriano Weyler), nadie ha visto las reformas por ningún lado. Por audaces que parezcan, respecto a la gestión castrista, las medidas tomadas por Raúl no rebasan el marco de la economía soviética de la década de 1980. El Hermano en Jefe no quiere ser Deng Xiaoping ni Gorbachev, sino Brezhnev. Los cambios en el equipo gobernante se deben a un intento de administrar mejor el caos, no a suprimirlo. Cuesta creer que, aun entre los hombres de confianza del régimen, Raúl no disponga de una sola cara nueva que inspire alguna expectativa. Su pieza más apabullante, signo de una suicida vocación continuista, sigue siendo el canciller Felipe Pérez Roque. (Al ingenio de Carlos Alberto Montaner se debe la observación de que el nombramiento ministerial de Pérez Roque es la designación pública más descabellada desde que Calígula intentó nombrar cónsul a su caballo Incitatus).
No nos equivocamos quienes creímos que Raúl, por el solo hecho de no ser un energúmeno como su hermano, podría darse cuenta de que gobierna la última oportunidad de la nación cubana para no descender en la haitianización o, quizás, en la guerra civil. Sin embargo, su racionalidad se agota en el acuse de recibo. El pluriempleo, el arriendo de tierras a cooperativas y campesinos (anunciado con una actitud faraónica), la abolición del techo salarial y otras concesiones al mercado que ya se veían, repito, en las naciones de la órbita moscovita, constituyen efímeros paliativos a la depauperada situación de la isla.
Visto desde otro ángulo, la precaria sociedad civil cubana y el exilio carecen de fuerza para mover el curso de los acontecimientos. La Iglesia Católica cubana se abstiene de irritar al castrismo, en oprobioso contraste con la actitud de los obispos latinoamericanos contra las dictaduras y oligarquías de sus respectivas naciones. Cuando se manifiestan en público, nuestras eminencias prefieren convocar a la oración por la salud del dictador, exaltar al Che Guevara o criticar las operaciones de cambio de sexo. En su frivolidad hallarán su penitencia.
Ideológicamente, el castrismo es mimético. Sus ideas fueron más sólidas en las décadas de 1970 y 1980, cuando calcaba la cartilla soviética al dedillo, con el celo de una elite mercenaria al servicio de una fuerza de ocupación. Su actual discurso político es de una insuficiencia patética. La dictadura balbucea y el pueblo ya no escucha. O escucha para troncharse de la risa. Ahora, que no tienen a quién copiar, se esfuerzan por armar una informe retórica nacionalista tomando una frase de Martí por aquí y una frase de Fidel por allá. Los pocos textos que aspiran a un presunto ''pensamiento'' dan la impresión de collages estudiantiles armados con los retazos sacados al alimón de la gaveta de la Guerra Fría.
Cada acto oficial resuda un aura de encrucijada nocturnal, como en los cabarets de mala muerte de los pueblos de campo, con los borrachitos aplaudiendo de manera hipnótica y los músicos cabeceando en los intermedios. Ya ni siquiera a Silvio se le ocurre una tonada para exaltar a los esbirros del Ministerio del Interior o confesarse un hombre libre en una nación gobernada por la misma familia (y un grupete de incondicionales) desde hace cincuenta años.
Desde Miami, el placer de ver al castrismo retorcerse en su caricatura no alivia el pesar por la destrucción de la nación. Prisionero de su pasado, Raúl no ha movido una sola ficha en el tablero de las profundas y urgentes transformaciones que ansían los cubanos. A su carácter, más que a un cálculo político, debemos la reducción de varios aspectos pesadillescos del castrismo: el estado de movilización constante, la napoleónica proyección internacionalista, el roñoso narcisismo del líder máximo. Una diferencia de grado que se diluye en la anécdota. En el mar de las oportunidades perdidas, Cuba navega con el agua a la altura del puente de mando.
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